jueves, 13 de noviembre de 2014

El decálogo de las pequeñas cosas importantes.



En una ocasión, leí que “Ser adulto es una estafa de la que te enteras muy tarde”. Y de vez en cuando, creo que la frase, más que una graciosa manera de expresar esa madura frustración que todos sentimos en alguna oportunidad, es también una descripción muy gráfica de todas las expectativas que solemos tener con respecto a la adultez y que casi nunca llegan a cumplirse en realidad. Una visión elemental sobre lo que esperamos alcanzar en el futuro y lo que realmente llegamos a crear, a partir de nuestras decisiones y equivocaciones, que suele ser muy distinto. No obstante, esa ligera frustración del adulto que añora la niñez es también una profunda comprensión que quizás, la mayoría de las veces desperdiciamos una serie de momentos irrepetibles, de pequeñas y grandes escenas que menospreciamos por esa insistencia de crecer, de llegar a una especie de meta física intelectual que no sabemos muy bien que podrá depararnos. De manera que sí, crecer es una gran estafa. Pero quizás una que cometemos contra nuestra propia concepción de esperanza.

Con treinta y cuatro años cumplidos, he aprendido algunas cosas sobre la madurez y sobre todo, sobre ese trayecto lento y un poco escarpado de convertirme en la mujer que aspiro ser. Por supuesto, lo que ahora vivo es muy distinto a lo que imaginé sería mi futuro siendo mucho más joven, pero esa diferencia, me brinda la posibilidad de mirarme desde una óptica mucha más fresca, ser capaz de sorprenderme del adulto en que me convertí y sobre todo, de ese espíritu inquieto que soy y que aún continúa en pleno crecimiento o mejor dicho, en pleno aprendizaje. Mirando atrás, creo que una de las pequeñas grandes lecciones que he recibido durante los últimos años ha sido precisamente esa: A creer que siempre puedo encontrar una forma por completo nueva de comprenderme y de comprender el mundo que me rodea. O lo que es lo mismo, que cada día, aprendo que esa singular capacidad que todos poseemos de re inventarnos a diario es de inestimable valor.

No obstante, es un aprendizaje que me ha llevado años obtener. Y que con toda seguridad, me habría parecido inútil unos cuantos años antes. Así que me pregunto, casi por accidente, ¿Cuales serían las cosas que me habría gustado saber en medio de esa acelerada carrera de obstáculos que llamamos con tanta ingenuidad crecimiento? Las siguientes:



1.  No, un titulo Universitario no te hará feliz:

Ni tampoco dos o tres. Probablemente ninguno si no tienes muy claro el camino que estás recorriendo o al menos, una idea más o menos definida de hacia donde te defines. Lo académico complementa y enriquece tus capacidades y también, tu talento natural, cualquiera que sea. Y sin duda, la preparación Universitaria te hace mucho más capaz de alcanzar los objetivos que te planteas con relativa facilidad. Pero hablamos de la satisfacción personal, esa que te brinda y que llega aparejada por un tipo de triunfo intimo que es lo suficientemente difícil de definir como para resultar confuso. ¿Qué es lo que en realidad te hace feliz? ¿Que es lo que aspiras lograr? ¿Qué es lo buscas construir en cada paso de tu vida? ¿Lo que aprendes en el salón de clase completa la experiencia de lo que buscas en tu vida diaria? Esa correspondencia de valores, conocimiento y aprendizaje, puede ser la diferencia entre una vida plena y una que no lo es tanto. Y esa mínima disparidad, el motivo de un profundo sufrimiento emocional.

Lo digo con todo el conocimiento de causa: siendo muy jovencita, obtuve una licenciatura en leyes que cursé más por insistencia de mis padres que por verdadera iniciativa propia. A los veintiún años comencé a trabajar como pasante en un bufete de la ciudad donde vivo y los seis meses en que permanecí detrás del escritorio, ordenando papeles y mirando el tiempo transcurrir con una lentitud dolorosa, son quizás los más amargos que viví jamás. Finalmente, abrumada por la posibilidad que mi vida pudiera transcurrir de esa manera, renuncié. Lo hice en un arrebato que aún me sorprende por su lucidez: comprendí que estaba provocándome un daño emocional que aún podía curar pero que podía convertirse en algo mucho peor con el transcurrir del tiempo. De manera que me enfrenté a esa realidad un poco desosegante de asumir había tomado una decisión equivocada y a continuación, tratando de enmendarla. Unos meses después, volvía a las aulas de clase para estudiar la licenciatura que realmente me apasionaba y en la que hoy trabajo con enorme satisfacción.

2. El valor de las decisiones: El cuando, el cómo, el qué.

De vez en cuando, me pregunto si los cinco años invertidos en estudiar Leyes de alguna forma fueron una manera de desperdiciar esfuerzo intelectual y emocional. Solía creer que sí, hasta que acepté que a pesar de todo, la experiencia había sido de inestimable valor profesional y personal. Crecí y maduré lo suficiente como para tomar la posterior decisión académica que literalmente me salvaría la vida y también, me permitió asumir los alcances de mi responsabilidad sobre mi vida y como la vivo. Durante muchos meses, me abrumó la sensación de haber malgastado no sólo el tiempo que dediqué a ser una estudiante aventajada sino la posibilidad de haber tomado una decisión irreparable en mi vida. No obstante, poco a poco miré los alcances de mi decisión como un tipo de aprendizaje que me hizo mucho más segura de cualquier paso que daría después y que sin duda, mucho más consciente de cualquiera de ellos. Y es que una gran equivocación como la mía — porque indudablemente fue un error continuar una carrera Universitaria que no me satisfacía bajo ningún aspecto — me permitió reflexionar muy profundamente sobre el valor de cada proyecto que emprendo y llevo a cabo. Sobre todo, meditar las implicaciones de cada una de mis decisiones. Construimos el futuro a través del presente y más allá, avanzamos hacia quienes seremos a través de las decisiones actuales.

3. El valor de las pequeñas alegrías, el ahora, el presente inmediato.

Hace unos días, compré una camiseta del grupo de Rock Megadeth y me recordé haciendo lo mismo, cuando era muy jovencita, para un concierto de Rock local al que asistí y que no logré disfrutar por esa incesante sensación de desperdiciar energías en algo sin un valor real. En esa ocasión, me había preocupado muchísimo la sensación de estar perdiendo el tiempo en pequeños placeres sin ningún sentido y que poco o nada podían beneficiarme. O esa era mi impresión en los primeros años de la veintena, cuando estaba realmente preocupada por llegar a ser un adulto lo más rápido que pudiera. La sensación amarga de encontrarme en un lugar periférico y sobre todo, carente de verdadero sentido, el cual debía atravesar lo más rápido posible para llegar a ese punto de madurez que suponía el deseable. De manera que fui una mujer joven que deseaba dejar de serlo lo más pronto posible.

Pero, a medida que fui creciendo, encontré que una manera de enriquecer mi día a día, era justamente disfrutar de esas pequeñas escenas espontáneas, triviales y poco importantes. O que yo al menos, consideraba lo suficientemente banales como para sentir un placer culposo al llevarlas a cabo. Y es que al crecer, desestimamos y menospreciamos con enorme facilidad los momentos diarios que enriquecen nuestra experiencia cotidiana. Esa percepción durísima que tenemos sobre los placeres cotidianos y sobre todo lo que consideramos no es otra cosa que un placer venial.

4. No siempre tendrás la razón: acéptalo.

Asumir que estás equivocado — o al menos, que de vez en cuando lo estarás — , es quizás uno de los aprendizajes más duros por el que todos atravesamos. O al menos, para mi lo fue: perfeccionista, obsesiva por los detalles y sobre todo, convencida de la necesidad de tener la razón a como de lugar, durante buena parte de mis veinte años, equivocarme me pareció inexcusable. De manera que dediqué una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo a defender de todas las maneras que pudiera, mis puntos de vista. No había una sola ocasión en que no discutiera hasta el cansancio todos mis argumentos. Lo hacía, con la firme convicción que admitir algún error era una forma de debilidad y que de hecho, la disparidad de criterios era una manera de justificar cierta blandura en los puntos de vista que defendía. Me parecía de inestimable importancia demostrar que cualquier opinión o argumento que pudiera esgrimir tenía un enorme valor — y podía ser así — y que debía defenderlo de todo lo que pudiera contradecirla. Debatí, argumenté, me obstiné…hasta que finalmente comprobé que a pesar de todo eso, me equivocaba con más frecuencia de la que podía admitir.

Así que, comencé a analizar los motivos por los cuales estaba tan obsesionada con tener la razón. Lo hice desde una perspectiva fría y dura. ¿Necesitabas tener la razón para convalidarme a mi misma el valor de mis argumentos? ¿Necesitaba demostrarme con aquella incesante insistencia en demostrar mis perspectiva de las cosas el valor — o no — que podía tener? Poco a poco, asumí que esa defensa a ultranza — y en ocasiones, casi fanática — de mis opiniones, era sin duda, una expresión muy sutil de mis temores y preocupaciones. Esa inevitable sensación que te hace cuestionarte hasta que punto lo que asumes como real, lo es. Progresivamente, llegué a la conclusión que esa insistencia en la razón, es de hecho, una manera de ocultar esa vulnerabilidad que tememos, esa fragilidad que todos asumimos como una forma de dolor moral.

No diré que dejé de discutir y continuar defendiendo mis opiniones y argumentos lo mejor que puedo, pero sí, que ahora lo hago sólo cuando creo me proporciona algún tipo de aprendizaje y no, sólo por consolar ese pequeño terror de la imperfección — le llamó el miedo a lo asimétrico — que creo todos alguna vez hemos experimentado.

5. Ni  tampoco obtendrás siempre lo que deseas:

Cuando tenía diez años, comencé a practicar ballet. Lo hice por insistencia de mi abuela y también porque tenía una idea bastante romántica de la disciplina. Me parecía bella, delicada y sobre todo, profundamente artística, lo cual desde desde luego, es verdad, pero también se trata de una combinación de talento y destreza física que bien pronto descubrí, yo no tenía. Aún así, persistí en seguir prácticandolo. No me detuve incluso cuando una de mis profesoras intentó explicarme de manera muy amable y sutil que realmente no tenía muchas posibilidades de convertirme en bailarina profesional, a pesar de que llegué a detestar las largas horas de práctica y aún cuando encontraba asfixiante todo aquel ambiente competitivo y neurótico. Continué hasta que finalmente, me lesioné la rodilla derecha y no pude volver al salón de clases. Habían transcurrido diez largos años desde que había comenzado a practicar ballet y lo único que obtuve de mi esfuerzo fue una rara sensación de alivio cuando no pude volver.

Y es que durante toda esa década, no tuve muy claro si continuaba practicando ballet por mero orgullo herido o simple necesidad de no asumir que no tenía verdadero talento para la disciplina. Tal vez ambas cosas, pienso a veces. El caso es que luego de la lesión que me apartó de los tutus y las zapatillas para siempre, reflexioné con frecuencia sobre la verdadera razón que era tan importante para mi continuar: y llegué a la conclusión que deseaba demostrarme a mi misma podía hacerlo. Que sólo necesitaba una dosis extra de perseverancia y voluntad para lograr triunfar en un aspecto que jamás había sido muy hábil, como era el físico. Pero resultó que no lo logré, o quizás sí, pero no el triunfo resonante que imaginaba, bailando para un público asombrado y maravillado con mi talento. Mi éxito — privado y personal — consistió en lograr continuar a pesar de mi poca habilidad y por último asumir, que no había una verdadera razón para seguir haciéndolo.

De manera que una buena lección que me habría gustado aprender mucho más joven, sería justamente la de comprender que no siempre alcanzamos lo que deseamos o al menos, no como lo esperamos. Y que eso es bueno.



6. El Trabajo y la vida plena: A medio camino entre el deber y la vida satisfactoria.

La primera vez que me despidieron del trabajo, enfermé de pura angustia. La sensación de frustración y miedo me abrumó y recuerdo que me llevó unas cuantas semanas superarla. Sobre todo, porque no podía comprender cómo, habiendo hecho mi mejor esfuerzo — o el que yo suponía lo era — había tenido un resultado tan desastroso. Con el tiempo, el temor a vivir de nuevo una experiencia tan amarga, me hizo exigirme y criticarme en lo profesional con enorme dureza. En los años siguientes, descuidé mi vida personal e incluso mi salud, para lograr alcanzar los altísimos estándares que me había propuesto llegar. Trabajé y trabajé…hasta que enfermé.

No fue una enfermedad grave ni mucho menos incurable. Pero sí, fue uno de esos pequeños eventos que te demuestran no eres tan fuerte como crees y que estás maltratando más de lo que supones. Luego de una extenuante jornada de trabajo de casi veinte horas — y sintiéndome muy orgullosa de haber trabajado sin descanso — me desmayé. Así de simple. Me desplomé sin aviso alguno y mucho menos, sin al parecer ningún motivo. Cuando horas más tarde el médico me revisó, se sorprendió que no hubiese sucedido antes: no había probado bocado en casi catorce horas, dormido menos de dos y de hecho, no había descansado realmente desde hacía más de dos semanas. Tuve una extraña sensación de irrealidad cuando el médico me explicó que de seguir a ese ritmo, me haría un daño físico irreparable. Por no mencionar lo emocional, claro está. Me acostumbré a priorizar mi trabajo antes que mi propio bienestar y ese orden de valores comenzó a pasarme su altísima factura.

No digamos que luego del episodio, cambié de hábitos. Pero si fui mucho más consciente de ellos. Poco a poco, comencé a cuidar de mi salud y de hecho, me obligué a recorrer el camino de regreso hacia una cierta visión mucho más responsable sobre mi misma, mi salud y sobre todo, mi satisfacción personal. Al principio, me aterrorizó el cambio de ritmo: continué preguntándome si podía exigirme mucho menos de lo que podía ofrecer. Finalmente comprendí que no se trata de cuanto puedes dar, sino más bien de encontrar un equilibrio entre la capacidad y la línea de cierto bienestar necesario. Me llevaría mucho tiempo aprender ese punto medio, pero una vez que lo logré, descubrí que realmente el trabajo podía ser tan placentero como eficiente, sin necesidad que se convirtiera además en una forma de agresión contra mi misma.

7. Ser absurdamente feliz.

Mi amigo M. tiene un raro y singular sentido del humor. Puede hacer bromas con las cosas e ideas más insólitas y reir a carcajadas por lo que aparentemente no produce ninguna gracia. Pero M. con su visión tan particular sobre lo que hace reír o no, me recuerda con frecuencia una lección que me gustaría haber aprendido mucho antes y que agradezco haber aprendido, a pesar de todo. A reir. A simplemente disfrutar de los momentos simples, de las cosas sin sentido. A no creer que tenemos una de deuda moral de responsabilidad con una idea concreta sobre quien somos. A disfrutar de lo espontáneo, a mirar el mundo con sorpresa, a dejarnos arrollar por esa sensación desconcertante de descubrir algo nuevo en medio de lo habitual. A perder los estribos, a perder el control. A vivir a plenitud.

En suma, a recordar que ser niños de vez en cuando, es el mejor aprendizaje del adulto.

Una lista más bien corta, sin duda. Y en la que quizás, faltan muchas otras lecciones para encontrar una manera de obtener ese bienestar que deseamos alcanzar y que muchas veces no sabemos muy bien si comprendemo a plenitud. En mi caso, crecer ha sido mirarme de nuevo con mayor indugencia. O quizás perdonarme mis pequeños errores y traspiés con más frecuencia. Reconocer a la niña que fui en la mujer que soy.

C’est la vie.

0 comentarios:

Publicar un comentario