lunes, 17 de noviembre de 2014

La medida del desastre cotidiano.




La fila cruza la calle y atraviesa la avenida cuando me acerco. Debió comenzar a formarse muy temprano: tanto que hay una considerable multitud intentando formarse en los últimos puestos a pesar que el reloj marca las nueve y un poco más de la mañana. Una mujer me lo recuerda, señalándome el lugar donde aparentemente termina la formación.

— No venga usté a colearse — me reclama. No le respondo y continuó caminando. La fachada del local comercial que produce tanto revuelo continúa cerrada, mientras la fila continúa alargándose hacia la esquina siguiente y se comienzan a escuchar reclamos y quejas por la tardanza. Alguien comenta en voz alta “que la tienda debería abrir rápido para evitar el caos” y una voz insiste en “nadie los respeta”.

Cuando me detengo, habré contado — de manera informal y probablemente errónea — unas doscientas personas que aguardan para comprar en una de las tiendas de vestir más populares de Caracas. O lo fue, antes de ser sometida a una estricta restricción de ventas. En la reja cerrada, un cartel indica que “Sólo se venderán cinco piezas de vestir por persona y que sólo podrá comprar quien presente la cédula laminada”. Me produce un malestar indefinible y amargo leer las cortas instrucciones de compras, el panorama de la fila de ansiosos compradores, que conversan en voz audible cuanto han esperado para que la tienda “pudiera vender de nuevo”. A nadie parece importarlo lo irregular, preocupante que resulta la situación al completo: el hecho de esperar su turno para comprar mercancía restringida la enorme cola que se ha convertido en el símbolo de la insatisfacción, la angustia y el consumismo desesperado que el país muestra como una herida abierta. Para el público formado en fila, esas ideas no tienen mucha importancia. “El país es así” , me comenta alguien cuando le pregunto si no le molesta la situación que soporta.

— No me molesta, al menos hay que comprar después de meses de tiendas vacías — continúa explicándome. Varias de las personas que nos rodean, desvían el rostro incómodas por la conversación. Alguien murmura sobre la “pendejada de los periodistas” y otro que “sólo quiere comprar, que lo dejen tranquilo”. Hay una cierta vergüenza irritada en el ambiente, como si todos asumieran el costo de la resignación de ejercer a medias sus derechos elementales como un mal menor. Cuando se lo indico a la persona con quien hablo, suspira, con cierta furia y avanza unos cuantos metros, sin mirarme.

— ¿No le parece preocupante esto? — insisto — ¿No cree que demuestra que tan mal estamos, no a nivel político, sino a otro estrato más preocupante hacer una fila para comprar sólo lo que se le permite?

— Pero es que es eso o no comprar — me explica, con los dientes apretados. Sí, está furioso, pero no sé si lo he disgustado yo con mi insistencia o la necesidad de admitir que sí, que toda la situación le parece humillante, pesarosa. Quizás se trate de una combinación de ambas cosas — yo quiero mi ropa barata y chevere, así que vengo a hacer mi cola. Uno tiene que agarrar lo que pueda.

El instinto del sobreviviente, pienso con cierta angustia. La cola ya es tan larga que ondula no sólo por la calle inmediata sino por la cuadra siguiente, baja y zigzaguea hasta casi alcanzar dos esquinas consecutivas. Y en todas partes encuentro las sonrisas impacientes, la resignación, la necesidad de asumir lo que ocurre como inevitable. Cuando finalmente camino en dirección contraria, la tienda sigue sin abrir sus puertas, a pesar que un pequeño grupo levanta puños y exige comprar. Son casi las diez de la mañana.



A Juana (no es su nombre real) la conocí en la larga cola que se formó frente a una farmacia pequeña, a seis cuadras de donde vivo. La información que se estaba vendiendo el acetaminofen regulado atrajo a una pequeña multitud ansiosa y Juana, no dudo en acudir. Su hijo pequeño sufre de los síntomas de la Chikungunya y sólo disponen de una caja del preciado medicamento. Me lo cuenta mientras aguarda bajo el sol de la tarde su turno para comprar las cajas prometidas por el cartel que cuelga en la reja del local.

— A veces uno se asusta cuando se da cuenta que hace cola hasta para cosas tan pequeñas como esta — me dice con un suspiro — hasta hace un año, uno iba y se compraba su remedio pal’ dolor de cabeza sin mayor trámite. Ahora…

Avanzamos un par de pasos. A unos metros de nosotras, una anciana encorvada, mira con preocupación el pequeño grupo de clientes que le preceden. “Uno ya no está para estas cosas” dice con tristeza. “Mire que ni por mi edad me dejan pasar antes”. Sacude la cabeza, aprieta el pequeño bolso de mimbre que le cuelga al hombro. “Uno ya está muy viejo para no quejarse de este país que nunca llega al fondo”. Juana sacude la cabeza, preocupada, afligida y sí, también resignada.

— Yo fui de las que intenté no hacer colas — me cuenta — lo hice por meses. Si había colas pa’ la leche, no se compraba leche. Si había cola para los frescos, se bebe agua. Pero ¿Qué hace uno pa’ las medicinas? ¿Qué hace uno cuando tiene un muchacho enfermo prendio en fiebre?

La cola avanza con cierta rapidez. El vigilante del establecimiento se acerca a la anciana y le indica que se adelante a todos los demás. La vemos desaparecer por la puerta de la reja entreabierta. A los pocos minutos, sale llevando un paquete entre las manos. Se acerca con la respiración jadeante.

— También hay pasta de dientes, aproveché y compré — dice y sonríe. Una sonrisa cansada, sin demasiada alegría. Una mueca de preocupación mal disimulada.

— Ya uno mija, no es que acepto esto, pero a veces ¿Que más puede hacer uno? — dice Juana. La aguardé mientras entró al pequeño local de la farmacia y luego salió. Compró no sólo el acetaminofen — “quedan poquitos, bendito sea Dios lo pude comprar” — sino también un jarabe para la tos que no necesita y toallitas húmedas. Me explica que “uno nunca sabe cuando va a encontrar las cosas de nuevo” así que prefiere comprarlas. Sacude la cabeza, preocupada y compungida. “Me siento como si estuviera pasando algo que yo no sé”.

Caminamos un rato más juntas. Más allá de la farmacia, hay una pequeña cola frente a una panadería — “Estan vendiendo leche” nos cuenta un entusiasta — y también en una carnicería en cuya fachada se puede leer “Corte de primera calidad a dos por personas”. En todas partes, el público aguarda, entre conversaciones y sonrisas. Una imagen de normalidad aparente que no parece encajar en ninguna parte. Un paisaje de tierra arrasada en un país depauperado.

— Uno hace la cola sabiendo que no es normal hacerla, pero sabe que no le queda de otra — me dice Juana cuando nos despedimos. Tiene una expresión cansada, como si el pequeño recorrido entre el mar de colas que zigzaguean, se abren de un lado a otro, la hubiese agotado. O quizás, sólo me lo imagino, una sensación de urgencia por encontrarle sentido a todo lo que ocurre que no logro disimular. Porque cuando nos despedimos, Juana sonríe, sigue con su paso lento de hombros encorvados hacia su calle y yo me quedo pensando, en quienes nos hemos convertido. El ciudadano victima, el que sufre este cotidiano movedizo, extrañamente agresivo que no logramos comprender muy bien. La angustia me cierra la garganta, me hace preguntarme hasta que punto somos conscientes de lo que está ocurriendo. Aunque la pregunta real es ¿Qué esta ocurriendo en Venezuela en medio de esta economía en escombros y el ciudadano que sobrevive?

— La noción de “hacer la cola” se asimiló dentro de las costumbres cotidianas . En otras palabras, la emergencia se normalizó, se volvió parte de lo que se asume necesario. Muy poca gente considera ya que hacer una cola sea humillante. Se hace porque es parte de la situación que se vive y se comprende como necesaria — me explica Pedro (no es su nombre real), psiquiatra y que durante los últimos meses ha dedicado buena parte de su tiempo a analizar el temperamento del Venezolano en medio de la crisis —La cola es una imagen de lo que el ciudadano puede aceptar para sobrevivir y lo hace, sin resistirse. Lo hace porque asume que debe hacerlo. Poco a poco la cola — hacerla, aceptar de inmediato que existirá — dejó de ser un síntoma de algo reprobable para convertirse en algo conveniente. Y eso es preocupante.

No sé que responder sobre eso, probablemente porque sé que es cierto y sus implicaciones son preocupantes e indican que el ciudadano Venezolano asimiló la idea de la emergencia como una situación que tiende a normalizarse, aceptarse, prolongarse por necesidad. Hace semanas, cuando la red de Farmacias “Farmatodo” anunció que vendería medicamentos de manera restringida debido a problemas de inventario, la reacción fue una mezcla de asombro y preocupación y una aceptación inmediata. Escuché muchísimas opiniones que intentaron justificar la decisión de la empresa por considerarla “necesaria para los tiempos que soportamos” y lo que es aún peor, de considerarla como “conveniente e inteligente”. Curiosamente, los mismos que defendieron la resolución de “Farmatodo” suelen quejarse con frecuencia de los controles y restricciones de compra y venta que impone el Gobierno nacional. No obstante, con la empresa privada, la idea de la restricción parece formar parte de una “necesidad de preservación y supervivencia”. La empresa cómo victima y el cliente, incluso, puede ser el culpable de la situación que atraviesa.

— Farmatodo hace lo que debe hacer para asegurar exista distribución y suficiente existencia de productos — me insiste mi amiga P. , que no solo aplaudió la decisión de la red de farmacias sino que asegura le tranquiliza saber que habrá inventario de medicamentos disponibles gracias a su decisión — si debe restringir que lo haga. Ya sabemos que aquí el culpable es vivo, es el compulsivo, el que quiere acaparar.

No respondo. Hace cinco semanas sufrí de Chikungunya y compré diez cajas de acetaminofen, aunque sólo llegue a consumir un par. El resto, continúan guardadas en el anaquel de medicamentos de mi casa. ¿Eso me convierte en acaparadora? ¿En un peligro para la distribución nacional? P. se ríe con cierta escepticismo cuando se lo comento.

— Sabes de qué te hablo. Gente que compra camiones y los revende al triple con los buhoneros y comercio web.

— Para comprar un camión de un producto, necesitas al menos contar con la complicidad del establecimiento. Hablamos de una cantidad de productos que excede cualquier tipo de compra al detal.

— Pero “Farmatodo” las vendió de buena voluntad.

— ¿Y restringe en consecuencia al ciudadano que compra diez cajas?

— ¿Que vas a hacer con diez cajas de acetaminofen?

— ¿Realmente te parece que el problema sean las diez cajas que puede comprar alguien? ¿En una empresa millonaria y de distribución nacional? ¿Desde cuando es imprescindible explique el motivo por el cual compro un medicamento?

— En una escasez, deberías.

— ¿Quién provoca la escasez? ¿El ciudadano o el gobierno en sus restricciones?

— Mira, quién sea que lo provoque, hay que sobrevivir. Y sobrevivir en la Venezuela de hoy, implica cuidar lo poco que hay.

Me sobresalta su pragmatismo, o quizás, me sorprenda precisamente de P., que por años asistió a marchas y concentraciones, que insistió en que exigir al gobierno cumplir sus obligaciones económicas y sociales. Y es que P. más de una vez se llamó así misma “oposición radical”, una “luchadora” por la “Venezuela posible”. Cuando se lo recuerdo, me mira con aire hostil.

— Uno tiene que saber en que país vive. Uno tiene que hacer lo que debe hacer para subsistir.

Pedro me escucha sin sorprenderse cuando le cuento la anécdota. Ha escuchado decenas, quizás cientos parecidas desde que se dedicó, por cuenta propia y por mera curiosidad, a analizar lo que llama “la psiquis” del Venezolano de a pie. Me comenta que durante los últimos tres años, los “ideales” — o lo que suponen son ideales de contienda política — se han puesto a prueba tanto de un lado y de otro. Finalmente los decepcionados, los agotados, los que decidieron sobrevivir de la mejor manera posible, forman un grupo anónimo, que no se identifica con ninguna de las tendencias políticas del país, que tampoco cree que deba “lucharse” por nada ni “enfrentar” a nadie. Pedro no los considera ni siquiera indiferentes, sino algo más preocupantes: apáticos.

— Llegar a ese punto de indiferencia implica que dejaste atrás toda una serie de pequeñas ideas sobre lo que debe o no ser el país que aspiras — me explica — renunciaste no sólo a la idea de quien eres sino a los cambios que puedes lograr en tu entorno. Y te conformas con lo que existe.

Tiene razón. Un amigo me insistió hasta el cansancio que tiene esperanzas que “Venezuela puede cambiar”. Lo hace, mientras analiza opciones de emigración y hace pacientemente una larga cola para comprar un par de zapatos de marca. Cuando le pregunto el motivo de su esperanza, me dice que simplemente el país se ha transformado en un caos exponencial, que sigue una especie de ritmo propio. “Triunfar es una de las opciones”, me dice. Cuando le comentó esa percepción a Pedro, sacude la cabeza.

— Todo sobreviviente intenta soslayar la realidad para hacerla soportable, para asimilarla de mejor manera — me dice — El Venezolano intenta creer que Venezuela puede mejorar o en todo caso, la crisis no es tan profunda. Somos una cultura emocional, visceral, de profunda sencillez en el planteamiento de ideas a futuro. Por ese motivo, nuestro apoyo a lideres mesiánicos y esa noción de la política como una lucha personal. Nadie asume la idea de proyectos, mucho menos de ideas que puedan asumirse como reales y constructivas. Eso, sería asumir que la brecha entre la esperanza es amplia, profunda y necesita esfuerzo. De manera que soñamos con liderazgos efervescentes que conduzcan “a la calle” a la población para “derrocar a la dictadura”. Por ese motivo, Chavez fue un líder que arrasó mayorías hasta el día de su muerte. Como buen populista, ofreció y prometió lo general, lo que puede aupar una enorme necesidad de reivindicación, pero sin ningún tipo de consistencia.

Pienso en eso mientras camino por las calles que rodean el Mercado de Quinta Crespo, en Caracas. A pesar de la prohibición gubernamental, los buhoneros continúan comercializando con productos de primera necesidad, al triple de su precio regulado. Una mujer oronda, con un delantal, levanta un paquete de pañales y se ríe en voz alta. “Lo que se necesita, siempre se va a comprar” me explica a mi o a quien quiera escucharla, cuando alguien le indica lo costoso del producto que comercializa. Sacude la cabeza, muestra su pequeño inventario, colocado sobre un mantel amarillento “Si usté no lo quiere comprar, no lo compra” insiste “caro o barato, lo necesita”.

Me pregunto cuando alcanzamos este punto de ruptura, esa idea de país a medio camino entre un caos insostenible y un control férreo que intenta preservar el poder establecido. Y el pensamiento me produce escalofríos, porque la idea del ciudadano que acepta y asume la crisis como inevitable — e incluso, necesaria — se hace cada vez más habitual. Un país de victimas y sobrevivientes, en medio de una situación coyuntural que se percibe como habitual.

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