viernes, 12 de mayo de 2017

Una recomendación cada viernes: The handmaid’s tale de Margaret Atwood.



La palabra suele ser reflejo de los temores y obsesiones de quien la escribe. O esa parece ser la premisa con la que se insiste en explicar la inmediata identificación entre la obra como un todo y la comprensión de la realidad a través de la escritura. En una ocasión, un periodista le preguntó a la escritora Margaret Atwood que le hacía inscribir, ese elemento misterioso y obsesivo que le impulsaba a contar historias. Con una de sus sonrisas misteriosas y duras, Atwood se tomó un tiempo antes de responder. “El miedo” dijo al fin “ a lo que no podemos ver, a lo que se esconde en lo corriente, lo que tenemos a diario”. Toda una declaración de intenciones que resume no sólo su punto de vista sobre la escritura sino su en ocasiones, retorcida perspectiva sobre la creación. Margaret Atwood, decana de una generación de escritoras obsesionadas con su entorno pero sobre todo, la condición humana analiza desde la periferia ese consciencia de lo misterioso y lo terrorífico que se esconde bajo lo cotidiano.

Porque más allá de su labor como escritora, Atwood es militante de todo tipo de ideas complejas, basadas en un humanismo profundo y con una estrecha relación con la necesidad de comprender lo hórrido desde una perspectiva nueva. Todas sus obras, analizan la libertad de expresión, el feminismo, los procesos de identidad regional e incluso la poesía desde un ángulo fresco y renovado que le permite teorizar sobre lo esencial de la idea del hombre por el hombre. Atwood además, observa la realidad desde una sabiduría sin pretensiones eruditas que tiene una directa relación con una sensitiva capacidad para desmenuzar la realidad en sus piezas básicas. El resultado, es una percepción sobre la identidad colectiva entre la ternura, la ironía y la crítica que asombra por su agudeza pero también, por su cualidad conmovedora. Aficionada a los límites y lo marginal, Atwood encontró en la palabra un refugio para sus obsesiones y pesares. Más allá de eso, la escritora parece muy consciente de la labor de la escritura como reflejo de la realidad e incluso, un anuncio pesimista sobre el futuro cercano y distante.

Hace más de treinta años, esta mujer inquieta, cínica y enigmática comenzó a escribir “El cuento de la criada”. Era una primavera cálida y tranquila en Berlín Occidental y Atwood acababa de regresar de un recorrido más allá del telón de acero. La inspiración para su distopía totalitaria es obvia, aunque no tan sencilla. La perversa noción del poder convertido en herramienta de manipulación de masas es obviamente parte de lo que Atwood encontró en su recorrido por Europa del este, pero en la inquietante historia de la novela, hay mucho más que represión e intereses políticos. Se trata de un recorrido crudo por la posibilidad del completo dominio de lo racional, la despersonalización del individuo en favor del estado y lo que resulta más inquietante, una percepción clara sobre la posibilidad del poder como una maquinaria que devora y consume la individualidad.

Por supuesto, no se trata de un tema novedoso: dos décadas antes, Orwell meditó sobre la devastación de la personalidad y la alegoría del Gran Observador en “1984” la que es quizás, la distopía más famosa de todas y también, una de las más duras. No obstante, para Atwood el horror de la sujeción al poder tiene una clara raíz emocional y sensorial. Mientras que la en la novela de Orwell la información, la historia y la propaganda reconstruyen el paisaje de la realidad, en la Atwood se trata de una mirada a un horror vívido basado en la manipulación moral. Y es entonces, cuando la historia de esta Teocracia convertida en una especie de infierno de la identidad — la muerte de la capacidad para el pensamiento libre y sobre todo, la posibilidad de la libertad individual — alcanza su punto más álgido, electrizante y realista.

A la escritora se le ha considerado siempre una mujer rebelde pero no por las razones habituales que alimentan la imagen del subversivo. Al contrario, la sedición intelectual de Atwood se basa en una enorme capacidad para incomodar y cuestionar lo que creemos absoluto, verídico y concreto. Quizás por ese motivo, “The Handmaid’s Tale” es más que un distopía, un presagio inquietante sobre un futuro posible. En uno de los pasajes más inquietantes del libro, Atwood plantea un concepto rarísimo y duro de asimilar al que llama “capacidad para la incredulidad”. En la novela, la lenta transformación de la sociedad en un violento totalitarismo teocrático ocurre frente a los ojos desconcertados de los protagonistas, que asimilan los cambios desde la óptica de la sorpresa y la resignación. Paso a paso, el poder subvierte y distorsiona derechos inalienables y los convierte en otra cosa, en un trayecto progresivo que termina convirtiéndose en una rápida caída al abismo. Y es la incredulidad — la noción sobre la destrucción de lo que creemos inamovible e irremplazable — lo que sostiene esa lento proceso temible, realista y lo que resulta aún más atemorizante, posible. Atwood se explaya en esa percepción del horror mínimo, infranqueable que se transforma en otra cosa en noción de la poca resistencia que ofrece la sociedad futura de devastación que intenta asimilar. “Fueron más pequeñas de lo que cabría esperar” escribe“No nos despertamos cuando masacraron el Congreso. Tampoco cuando culparon a los terroristas y suspendieron la Constitución”, dice la narradora, describiendo con una durísima melancolía fatalista los prolegómenos de la tragedia. Al final, la escritora logra darle sentido a lo que es una morbosa ruta hacia el núcleo de los temores generacionales y colectivos. La definitiva caída de todo lo que asumimos brinda forma a la época que conocemos.

La autora siempre ha asegurado que le llevó dos o tres años enfrentarse a la novela. Que en más de una ocasión, asumió que la novela era un híbrido peligroso entre la ciencia ficción especulativa, la distopía y una crítica disfrazada de tragedia. Pero que aún así, la idea le continuó molestando hasta que no puedo evitar escribirla. Aún así, siguió preocupandole lo excesiva que parecía la premisa en un contexto como el de la década de los ochenta, con su brillante percepción del futuro y la inocencia heredada de los recientes cambios sociales de los que era heredera.

Atwood se esforzó por dotar de un realismo helado y crudo el escenario que imaginó para la caída de la sociedad y la cultura que hemos conocido: la democracia liberal de EEUU vencida por una violenta caída en el desastre, un abismo industrial y biológico que devoró cualquier percepción sobre el progreso intelectual. Para la República teocrática que tomó el lugar de las instituciones del estado, Atwood creó una concepción basada en los fundamentos del puritanismo del siglo XVII, mucho más cercanos y patentes de lo que jamás nadie supuso. En la rápida transformación social y política que el libro describe, el miedo es el principal protagonista y lo es por su capacidad para aplastar la voluntad de la masa y transformarla en una mirada perturbadora sobre la aceptación del poder como núcleo emotivo. Después de todo, la novela sostiene la premisa de religión y la ley basada en la Biblia como evidencia esencial de un retroceso histórico no del todo imposible. Atwood juega con la idea y la convierte en una posibilidad medible y cuantificable.
En la novela, la población sufre los embates de una serie de tragedias ambientales y sociales que reducen su capacidad para engendrar. Es entonces, cuando la fertilidad — o la capacidad para concebir — se convierte en el bien y motivo que sostiene el totalitarismo y la excusa para despojar a las mujeres de toda identidad y convertir a los hombres en esclavos de un bien mayor difuso, centralizado y apuntalado por la jerarquización.

El principal acierto de “The Handmaid’s Tale” es su capacidad como ficción especulativa de abandonar el discurso de la abstracción alegórica: toda la novela tiene un claro aire cotidiano, detallado y minúsculo que la hace profundamente aterradora. No en vano, Margaret Atwood ha confesado que lo cotidiano es su mayor fuente de inspiración, un hecho sorprendente en una época fascinada con lo extravagante y lo exagerado. Pero Atwood — discreta, incansable, prolífica — parece ignorar esa ráfaga de información inmediata disonante. Y en “The handmaid’s Tale” hay mucho de esa necesidad de desglosar la realidad como primera vanguardia de una evidencia más dura y arrolladora de la realidad. La obra es un prodigio de buen gusto, escrita con un pulso narrativo firme pero sobre todo, la mirada puesta en la profundidad de los pequeños detalles. Para la escritora no hay nada sencillo. O mejor dicho, la complejidad de lo simple guarda un tipo de belleza que intenta expresar a través de una perspectiva literaria repleta de silencios y sensibilidad.

En “The handmaid’s tale” atwood escribe sobre mujeres rotas, heridas, apasionadas y fuertes, sometidas desde el miedo. También sobre hombres complejos, inusitados y derrotados por el dolor. Una insólita mezcla que en manos de un escritor menos hábil podría convertirse en una contradicción de forma y de fondo, pero que gracias a Atwood alcanza un poder casi lírico. Narra a sus personajes desde una aparente obviedad pero trasciende gracias al buen instinto que le permite crear algo más complejo de lo que puede analizarse a simple vista. De manera que las novelas de Atwood son líneas argumentales que coinciden en esa notoria percepción sobre la fragilidad humana. Con una prosa eficaz y una dureza sutil que por momentos puede resultar escalofriante, Atwood avanza entre paisajes corrientes para alcanzar algo más puro y poderoso que la mera intención de contar una historia. Logra mezclar sus propios sentimientos con personajes nítidos y vívidos que deslumbran al lector por reconocibles y perennes. Un triunfo de la imaginación que Atwood celebra con narraciones cada vez más complejas y entrañables.

Pero además de una narradora extraordinaria, Margaret Atwood es una perenne observadora. Una mente inquieta que escribe quizás en un intento de traducir la insólita vastedad de un mundo de ideas cada vez más complejo. La misma habilidad que le permite resolver con gran eficacia narrativa tramas enrevesadas, le brinda la capacidad de analizar el mundo como una gran hipótesis que debe ser explicada desde cientos de puntos de vista. Por ese motivo quizás, no hay nada que no interese a Atwood. Su extensa obra ensayística demuestra que esa noción particular de la escritora sobre la realidad, está en todos sus puntos de vista. Con una agilidad y agudeza que en ocasiones sorprende — y más de una vez, ha resultado incómoda — Atwood pondera sobre la realidad con la misma sutileza y buen hacer con que atraviesa la ficción. Perfeccionista y rigurosa, para Atwood la literatura es un reflejo inmediato no sólo sobre lo que ocurre sino de las infinitas implicaciones de cada hecho puede tener. Un ciclo de incontables variaciones que Atwood describe con cerebral sencillez y una enorme conciencia del poder de la palabra precisa. Las pequeñas escenas caleidoscópicas de Atwood parecen contener no sólo el mundo sino el Universo en todo su significado.
A la escritora se le ha llamado activista confusa, feminista estereotipada y también, en exceso racional al escribir los pausados y complejos paisajes emocionales de sus novelas. Pero Atwood no se permite la definición sencilla: cada una de sus novelas atraviesa un proceso de metamorfosis interno que recorre todos los registros y se sostiene con mano firme sobre el multiverso de la emoción humana. Lo logra con una agilidad que sorprende, que lleva a todos sus relatos a sorprender y la mayoría de las veces, a desconcertar. Atwood no tiene miramientos en asumir los espacios en blanco de sus historias: los utiliza como piezas modulares que encaja aquí y allá hasta entretejer la tensión que busca desde la primera página. Nada es lo que parece en las extrañas visiones de la escritora sobre el bien y el mal, el dolor y la ira, la soledad y el amor. Y sin duda, ese es su mayor logro.

Con todo, Atwood no se considera a sí misma una intelectual. En cada una de sus novelas, Atwood intenta encontrar ese equilibrio entre la contemplación analítica de la realidad y algo más duro de comprender sobre el espíritu humano. Entre ambas cosas, la autora encuentra una grieta en la cual encajar esa verbalización de lo intangible. Una visión sobre lo abstracto que avanza sobre pequeños hechos encadenados unos con otros para construir lo que somos, la vicisitud de una cultura triste y ambigua que heredamos del cinismo. Un juego de artificio que la escritora utiliza con enorme precisión en la novela “Resurgir”, considerada una de sus mejores obras. En la narración retrospectiva del camino hacia la redención de una mujer divorciada y herida por un pasado tumultuoso, Atwood utiliza la ambigüedad en la descripción de los paisajes interiores de su personaje para reflejar algo más amplio y Universal. No hay nada casual o accidental en los dolores morales e intelectuales de los personajes de Atwood y mucho menos, en los de esta joven mujer que refleja como un espejo pulido los terrores y placeres de la pérdida de la identidad. Hay un retrato del dolor privado, de la angustia asombrada de lo cotidiano que se transforma en una entidad independiente en medio de la historia. Atwood persevera y avanza más allá, convierte a su personaje en un vehículo de frustración y dota al paisaje que le circunda de una personalidad que se opone a su angustia y que a la vez, completa el mapa árido de viejos demonios que atormentan a la mujer. Todo, construído como una progresiva noción sobre los pequeños horrores diarios, los traumas subyacentes del pasado y la incertidumbre hacia el pasado. Como en un juego de luces y sombras, Atwood retrata la desolación pero también la humaniza. La dota de una sencillez anecdótica que la hace conmovedora.

Con la misma habilidad, teje la trama en “The handmaid’s tale”. En la novela, la autora usa la alegoría para reflexionar sobre las derrotas, temores futuros y grietas culturales de lo que se avizora como un futuro anónimo y totalitario. Pero no lo hace desde la grandilocuencia, sino desde las pequeñas rutinas cotidianas de su protagonista, su mirada realista sobre una situación extraordinaria que le afecta de manera tangencial pero que amenaza su propia existencia. Lo hace además con tanta habilidad que logra sostener una tensión implacable mientras cuenta con detalle los entresijos de un sistema monstruoso e inhumano. Atwood crea algo más grande que una mera moraleja moral: cuestiona el mismo hecho ético a través de un dolor sencillo y descarnado.

La habilidad de Atwood como escritora radica justo en esa mirada implacable: subraya esa perspectiva incompleta que se tiene sobre el otro, esa noción a partes que se elabora a través del conocimiento limitado del mundo. Hay una perfecta noción sobre el hecho que cada suceso cotidiano conlleva un significado ideal, una mezcla de mensaje y expresión esencial mucho más profundo y complejo que lo aparente. La búsqueda de una identidad a través de la vuelta de tuerca a las frases hechas, clichés y lugares comunes. La reconstrucción de lo obvio en la búsqueda de una idea mucho más profunda y significativa que analizar.
Atwood confía en sus personajes. Tanto como para crear un mundo realista para su existencia y las eternas existencias de las que recorren en los pequeños ámbitos de palabras que la escritora elabora para ellos. Para Atwood, nada escapa del ojo crítico y omnipresente del autor, nada es más importante que esa persistente mirada sobre lo visible y sobre todo, lo invisible en sus relatos. Elabora una teoría misteriosa sobre los motivos de la existencia, la complejidad inaudita de la mente y el espíritu humana. Pero además de eso, insiste en esa supra conciencia unida al lenguaje, una conciencia arbitraria sobre la identidad y lo Universal que desborda cada uno de sus relatos. Pequeñas piezas que analizan la raíz y la médula de lo que nos hace humanos, lo que nos brinda un rostro reconocible. Quizás lo que nos dota de una vitalidad única bajo ese espejismo de sencillez anónima que atravesamos a diario.

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