martes, 16 de mayo de 2017

Crónicas de la ciudadana preocupada: El país irreal y otras formas de dolor venezolano.

REUTERS/Carlos Garcia Rawlins



La calle en la que vivo, tiene un aspecto desolado y fantasmal. Durante toda la noche, la Guardia Nacional Bolivariana arrojó bombas lacrimógenas y disparó balas de goma contra los edificios que tocaban cacerolas y vitoreaban consignas de protesta. Sólo al amanecer, el ataque culminó en un bullicio de sirenas e insultos burlones de los funcionarios que llenaban mi calle. En mi habitación, aturdida por las largas horas de insomnio y cansancio, sentí una mezcla de profunda tristeza y cólera. Un rehén en mi propia casa, en mis lugares privados. En mi hogar.

— No van a dejar de reprimir hasta que dejemos de protestar — dice uno de mis vecinos unas horas después, cuando me lo tropiezo en la calle — no nos van a permitir protestar en el oeste. Deben mantener la ficción del apoyo al chavismo por este lado de la ciudad.

Se refiere por supuesto, al discurso ideológico del gobierno que insiste en sectorizar la protesta en una guerra de clases ficticia y artificial. Durante más de una década, Chávez exacerbó las diferencias y desigualdades sociales del país y las convirtió en un arma política. Nicolás Maduro también lo hace y parte de su discurso para desestimar el efecto de las protestas es insistir en que se trata de un enfrentamiento entre lo que llama “la burguesía” Venezolana que ha perdido sus privilegios y el “pueblo”. Una retorcida e intencionada simplificación sobre el descontento que la protesta del oeste de la capital — en donde una empobrecida clase media y zonas populares se mezclan en un mapa desigual — contradice de forma directa.

— Hazme caso, van a seguir hasta que la gente se canse o se asuste — insiste — y no sé si alguna de esas cosas va a ocurrir pronto.

Mira hacia la calle con un gesto exhausto. Tiene el mismo aspecto reseco y frágil que yo, me digo con cierto sobresalto. El mismo que tanto me sorprendió al mirarme al espejo, que me preocupó por ser parte de las secuelas invisibles que las largas semanas de crisis y violencia dejan a su paso. Me pregunto si de la misma manera como me ocurre, mi vecino pasa las noches en vigilia, escuchando los sonidos de la calle entre el miedo y una inquietud precavida. No se lo pregunto. Sé la respuesta.

Caminamos juntos por la avenida. Hay trozos de concreto rotos, seguramente por el impacto de las lacrimógenas. También cúmulos de basura quemada — el intento de una barricada que de inmediato se sofocó entre balas -, fragmentos de vidrios rotos. Los escuché romperse durante la noche, mientras los alaridos de los vecinos se confundían con el chasquido del vidrio contra el suelo. Cuando levanto los ojos, noto que todos los edificios a mi alrededor tienen una rara apariencia vacía. Las ventanas cerradas con tablas y objetos, el yeso de las paredes ennegrecido y lleno de grietas.

— Nos están atacando como sus enemigos — comenta mi vecino, como si pudiera leer mis pensamientos — no se trata de represión sino de amedrentar. Recordarnos que tienen las armas. ¿Cómo puede vivirse de esa manera? El gobierno te considera un enemigo, así de simple. No existes, no tienes voz ni participación. Eres nadie. Una estadística. Quizás después una víctima necesaria.

Nos quedamos de pie. Mi vecino tiene los hombros caídos, el cuerpo encorvado. Tan cansado como yo. Tan agobiado. Ambos atrapados en una situación que nos sobrepasa, nos atrapa, nos deja a solas en medio del anonimato de la violencia. Un escalofrío de puro miedo me recorre. Me pregunto cuánto más podremos soportar. Qué ocurrirá ahora que la última máscara de un Gobierno que necesita ejercer el control para mantenerse en el poder cayó. No hay un límite, una frontera que pueda protegernos. Cada ciudadano es una estadística incierta, dura de asimilar. Una víctima propiciatoria.

Mi vecino se aleja calle abajo. Lo veo desaparecer a la distancia, entre las bolsas de basura rota que llenan la calle y la silueta de los vehículos militares que custodian más allá. Una figura pequeña y vulnerable, en medio de un paisaje de pesadilla. Y yo también lo soy, me digo con las manos apretadas contra el vientre. Los dedos doloridos por la tensión. Soy un rostro más que debe esconderse del asedio, de la agresión, del puño de la represión.

Cuando lo piensas así, tiene algo de dramático. Irreal, fragmentado. Como si se tratara de una exageración fruto del miedo o del terror. Pero esa es la realidad, me digo mientras echo a caminar también. Esa es la noción de país con la que debo enfrentarme, con la que debo luchar a diario. La que es parte de mi vida desde hace casi dos décadas.

***
Mientras almuerzo con un grupo de amigos, alguien pregunta en voz alta quien asistirá a la manifestación del día siguiente. Lo hace con un tono casual, como si se tratara de una rutina entre tantas otras. Un murmullo de inquietud y aprobación recorre la mesa.

— Tengo miedo — declara en voz alta alguien al fondo — de verdad tengo miedo de que me maten. Y ya, eso fue todo. Pero igual voy. ¿Qué más le queda a uno?

Lo dice en un tono neutro y objetivo, sin mayor emoción. Simplemente describe un hecho, pienso masticando con desgana. El miedo se transformó en algo más, en una combinación borrosa y quizás incomprensible de resignación y furia. Un cabeceo solidario y lento recorre la mesa. Uno de mis amigos más queridos levanta la mano con un gesto rápido y firme.

— Así me maten voy — dice — igual te puede matar el malandro, que te falte un antibiótico. Si lo van a joder a uno, al menos que sea de manera digna. Ya no queda otra cosa que hacer.

Me sobresalta la convicción triste de sus palabras pero sobre todo, su firmeza. No se está burlando, exagerando o incluso dramatizando ese miedo constante que todos vivimos a diario. Lo está creando en una idea esencial: la última resistencia es la supervivencia. La percibo con tanta claridad que me quedo paralizada, pensando en el hecho sencillo — evidente ¿cómo no lo vi antes? — que todos en la mesa estamos pensando quizás la misma cosa. Que de una u otra forma, aceptamos que podríamos morir. Que quizás, no sobrevivamos al clima de violencia encarnizada en Venezuela. Que somos víctimas de un sistemadevastador e impune que erosionó cada expectativa, derecho y esperanza. De manera que solo queda esto, me digo mientras tomo un trago de agua. La garganta se me cierra de miedo y me lleva esfuerzos obligar a beber unos cuantos sorbos. Sólo nos queda la conciencia de la muerte, de su posibilidad. Como víctimas de una guerra invisible, pertinaz, desigual. ¿Quienes somos los Venezolanos ahora mismo? ¿Cómo nos enfrentamos a este panorama roto y cubierto de cicatrices?

La conversación continúa en el mismo tono. Varios hablan de las medidas que deben tomarse para evitar ser herido durante las manifestaciones. “Hay que cuidar las piernas, los guardias te están disparando a las rodillas para evitar puedas huir” dice una de mis amigas con preocupación. La miro y recuerdo su estupenda forma física, su dedicada obsesión por la salud. Su proverbial optimismo y buen humor. Ya no queda nada de eso. Ahora es una sobreviviente que analiza las maneras de evitar las heridas, el dolor, el miedo. Alguien más insiste en la necesidad de llevar cascos — “Si te golpea una lacrimógena puede provocarte un conmoción inmediata” — y describe las heridas, mortales y peligrosas que puede provocarte el ataque de perdigones. De pronto, la conversación es sólo eso: el temor convertido en precaución, en la posibilidad de riesgo, en la plena idea de la muerte.

¿Cómo será la vida de hombres y mujeres de nuestra edad en cualquier otro país? me digo con cierta ingenuidad. ¿Cómo será tener esperanzas, una real posibilidad de futuro? Me tiemblan las manos cuando dejo los cubiertos sobre la mesa. Tengo la sensación que estallaré en llanto. En alaridos de miedo. ¿Cómo será no pensar en la muerte como una posibilidad inmediata, confundida con lo cotidiano, convertida en un fragmento indivisible de lo que consideras personal?

Me quedo en silencio, por supuesto. Las manos apretadas contra el vientre, el miedo convertido en un escalofrío invisible. Cuando el almuerzo acaba, salgo sola al pequeño jardín que rodea el viejo restaurante. Por diez años, fue mi lugar favorito, un pequeño refugio al que acudí en los peores momentos. Ahora el diminuto espacio ornamental con sus buganvillas y enredaderas en flor, un aspecto abandonado y levemente descuidado. Como el local entero, para ser justos. Hace semanas supe que cerrará. “No sobrevivió a la crisis”, me explicó alguien que conoce a los dueños. Ahora la frase me parece no sólo dolorosa, sino oportuna. Una rara coincidencia retorcida, de esas que parecen suceder con tanta frecuencia en Venezuela.

La calle más allá de la pequeña muralla de yeso tiene un aspecto engañosamente normal, con el tráfico tumultuoso de la primera hora de la tarde y sus grupos de transeúntes que avanzan contra el sol a plomo. Me pregunto si todo es así, si podría resumirse de esa manera: El país abierto en una grieta histórica insalvable y evidente. La violencia oculta bajo una pátina de tranquilidad que se mantiene a duras penas. Esa noción de lo que existe y lo que se disimula que convierte al país en una extraña mezcla de paisajes, sentimientos y escenas. No lo sé y no lo comprendo. No comprendo al país que se esfuerza por continuar sosteniendo una frágil apariencia de normalidad cuando no existe, cuando dejó de existir hace tanto tiempo que resulta imposible recordar el momento exacto en que comenzó la ruptura. El horror de la violencia convertido en algo cotidiano. La muerte tan cerca.

***
Despierto por el estruendo acompasado de una detonación. Tan cerca que hace vibrar los cristales de mi ventana, sacude los pequeños objetos sobre mi escritorio. Me quedo tendida en la oscuridad, las manos aferradas a la almohada. El miedo llega y pasa. Y queda la rabia, invisible, cegadora. La sensación de imposibilidad convertida en certeza. ¿Quienes somos los Venezolanos que nos enfrentamos a la violencia? No lo sé, me digo con los ojos muy abiertos en la penumbra. Quizás no hay un nombre para este espacio sin nombre en el que el miedo lo es todo. Este horror cotidiano que forma parte del rostro oculto del país que conocí. Una cicatriz que nunca sana. Un sufrimiento invisible y persistente imposible de definir.

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