sábado, 20 de mayo de 2017

La voz secreta del viento y otras historias de brujería.



Hace unos meses, un amigo me preguntó si no me avergonzaba llamarme bruja. Añadió, en tono conciliador, que si no me parecía una contradicción, siendo una mujer moderna, independiente, culta. Lo escuché en silencio, con una sonrisa. No es la primera vez que alguien me pregunta algo semejante, desde luego.

- Quiero decir...En Venezuela ser bruja equivale a algo turbio, a medio camino entre la superchería y la credulidad - insistió - no sé como...es decir ¿Como lidias con las preguntas? ¿Con los malos entendidos? ¿Con las risitas e insinuaciones? La mitad de quienes te leen o te escuchan, deben tomarte como una curiosidad o simplemente, una necia cultural.

Seguí sin responder. Nos encontrábamos en una de mis librerías favoritas, paseando entre los anaqueles. Es un hábito que conservo de la infancia, que disfruto por su capacidad para tranquilizar mi mente y mi espíritu incluso en los peores momentos. Mi amigo sacudió la cabeza, con las mejillas coloreadas de verguenza.

- No lo digo por insultarte.
- No lo haces.
- Entonces ¿Qué te impulsa a llamarte bruja? Las creencias de tus familia son privadas, no creo que...

Se detuvo. Sacudió la cabeza. Aguardé, paciente. Sin duda, no es la primera vez - ni será la última - que alguien me pregunta algo parecido. Que alguien intenta comprenderme a través de la palabra bruja sin lograrlo. Que alguien asume con cierta impaciencia esa insistencia mía en mirarme a través del cristal de una creencia muy vieja y quizás abstracta. Es un punto de vista frecuente, y sobre todo, lo bastante duro como para que por un buen tiempo me irritara. Pero ya no lo hace. En su lugar, me hace reflexionar.

Cuando tenía diez año, comencé a estudiar en un colegio dirigido por una congregación de monjas francesas. Mi madre había insistido en que debía de educarme con la disciplina de una institución reconocida en el país y sobre todo, que me aseguraría lo que ella llamaba "una estupenda y cuidada educación". Yo no entendía muy bien a que se refería con esa frase. Después de todo, hasta entonces había sido una buena alumna en varios colegios públicos y antes de eso, había recibido educación de maestros particulares. Para mi, la educación escolar era algo divertido, una disparatada algarabía de gritos y de risas. Para mi madre, por supuesto, se trataba de otra cosa.

- El colegio de ayudaré a formarte como una Dama - me insistió el primer día de clases, mientras me ajustaba el uniforme de falda azul marino y blusa blanca - serás una mujer que además de tener una educación académica firme, también tendrá una mente elegante.

La frase me gustó, aunque en realidad no la entendí. Caminé con ella por la calle, llevando el morral vacío a la espalda y un poco incómoda por los zapatos nuevos. Me pregunté que tenía de extraordinario el nuevo colegio y que lo diferenciaba del otro donde había estudiado hasta entonces. Recordé con añoranza sus enormes salones repletos de niños y pupitres, las ventanales abiertos, las risas y las voces desordenadas. ¿Como sería este nuevo lugar?

No como me lo imaginaba, por cierto. Era un edificio muy bello, con una fachada de columnas y arcos de yeso, donde la figura de un ángel vigilaba con rostro serio. Las puertas eran de madera pulida, los pisos de granito muy limpio y todo parecía tener un aire muy respetable y pulido que no me gustó para nada. Apreté las manos de mi mamá con nerviosismo.

- ¿No puedo volver a mi otro colegio?
- No hay ningun otro colegio ahora. Este es tu colegio.

Nos recibió una monja pálida y alta que no me dedicó una sola mirada mientras conversaba con mi madre. Jamás había conocido a una monja ni nadie que se le pareciera y me intrigó el hábito, el cabello oculto por la cofia, las mejillas asperas y sonrojadas. Tenía un durísimo acento francés que me sobresaltó cuando finalmente se dirigió a mi.

- Vamos a tu salón.

Me tomó del brazo y me empujó con firmeza. Miré a mi mamá alarmada. Ella sonrío tranquilizadora. La monja volvió a empujarme y caminé por el largo pasillo de columnatas de argamasa. Mi mamá dijo alguna cosa pero no la entendí, ahogado por el bullicio del patio interior. Sentí una primera punzada de miedo: de pronto, me pareció ser muy pequeña en un mundo de gigantes.

El colegio era un lugar extraordinario. O a mi me lo pareció: tenía tres edificios independientes, seis enormes jardines con esculturas de Santos y Virgenes, una Capilla con vitrales, una torre de ladrillos donde se estudiaba francés y una enorme biblioteca polvorienta. La monja me señaló cada lugar con un gesto rápido y práctico, sin que nos detuvieramos al caminar.

- Allí es primaria, acá secundaria. Este es el jardin de la Iglesia, donde no debes ir. Y esta la Capilla, donde tendremos misa una vez a la semana. La biblioteca sólo se va si te manda un profesor.

Escuché todo con ansiedad. Grupitos de niñas uniformadas se reunían en las esquinas del patio y en los extremos de los pasillos, riendo y hablando en voz alta. Se veían mucho mayores que yo, tan hermosas con su informe impecable y sus melenas bien peinada. Me toqué nerviosamente mis rizos desordenados a la barbilla y sentí un sacudón de miedo que no pude explicar muy bien. Había algo definitivamente desagradable en ese orden extraordinario, en los grandes pasillos ventilados, en las monjas de habito que me dedicaban miradas curiosas mientras pasaba a su lado. Algo que yo no podía definir pero que definitivamente me desagradable. Muchos años después, pensaría que desde ese primer día, supe que me encontraba fuera de lugar en ese lugar tan hermoso, en medio de las estiradas y severas monjas. Entre aquellas niñas nerviosas y un poco altaneras que me dedicaban miradas de reojo cuando tropezabamos.

- ¿Tienes alguna pregunta? - la voz de la monja me sobresaltó. Suspiré y sacudí la cabeza.. Nos encontrábamos en un pasillo muy largo, de suelo brillante, con varias puertas cerradas a lo largo. Señaló una.

- Ese es tu salón. Ve y sientate. La maestra te ayudará en todo.

Más fácil era decirlo que hacerlo. Me llevó algunos minutos tocar la puerta cerrada, y unos cuantos más, responder a las rápidas preguntas de la maestra, también una monja de rostro rollizo que se impaciento por mi timidez. Me hizo sentar en un pupitre junto a una ventana. El resto de las niñas del salón me miraban con curiosidad. Me encogí en ese silencio pastoso y desconocido. Incliné la cabeza para soportar la curiosidad ajena.

Fue un día duro. También los siguientes. La mitad de las niñas del salón se conocían desde muy pequeñas y se dedicaron firmemente a ignorarme. Cuando no, se extrañaron de mi cabello rizado y corto, de mis manos nerviosas y de mi afán por leer a mitad de los recreos. Para el grupito de desconocidas, yo parecía ser una especie de rareza, un elemento desconocido que aún no sabían como clasificar. Incómoda y abrumada, intenté lo mejor que pude pasar desapercibida o al menos, no despertar su atención. Pero supongo que en ocasiones, simplemente no puedes escapar de la mirada ajena. O no al menos como quisieras.

Sucedió al final de la primera semana de clase. Me encontraba almorzando a solas en una esquina del patio, cuando tres niñas se acercaron, mirándome entre risitas. Continué masticando, pero el miedo de inmediato me coloreó las mejillas.

- Oye ¿Por qué te la pasas leyendo? - me preguntó una. Me encogí de hombros.
- Porque me gusta.
- ¿Leer? ¿Sin que te manden? ¡Que aburrida!

No respondí ¿Que se le puede responder a eso? continué comiendo, con la cabeza encogida entre los hombros y deseando me dejaran a solas otra vez. Fue un momento extraño: había pasado la semana queriendo poder conversar con alguien, pero ahora, me sentía alerta y un poco asustada. Supuse se trataba que aquellas tres niñas me resultaban especialmente amenazantes: solían sentarse en los primeros lugares del salón, saludar a las maestras con grandes confianzas y siempre se encontraban rodeadas de un grupito de seguidoras sonrientes. Me pregunté por qué habían decidido hablarme y no entenderlo, me asustó un poco más.

- Debe ser que soy aburrida - murmuré. Levanté mi morral, lo apreté con cierto nerviosismo. Se me resbaló un poco en las manos húmedas de sudor. Uno de los bolsillos se abrió por el movimiento - creo que me iré...

Se escuchó un tintineo. Un parpadeo de luz sobre los pulidas baldosas. Mi pentáculo brillaba sobre una de ellas, brillante en plata pulida al sol.

Nunca lo llevaba al cuello. No al menos, desde que había comenzado a estudiar en el nuevo colegio. Había entendido bien pronto que todas las monjas - y suponía que mis compañeras de clase también -  lo considerarían un objeto escandaloso e incluso peligroso y prefería llevarlo escondido en mi morral. Solía sostenerlo entre los dedos cuando nadie me veía, cuando sentía mucho miedo o angustia. Me consolaba pensar en mi abuela - que me lo había obsequiado -, en su cocina radiante, en la sensación de alegría que siempre me producía encontrarme en su casa. Era mi manera de enfrentarme a esa hostilidad callada e incomprensible de mis compañeras, a esa soledad tan pequeña que me producía la escuela. Un recordatorio que a pesar de todo, continuaba llevando un poco de magia entre los dedos.

El grupito de niñas miró la estrella de cinco puntas en silencio pero ninguna dijo nada ni hizo ademán alguno de tomarlo o acercarse. Nadie pareció muy interesada por ella o al menos, eso me pareció. Me apresuré a guardarla de nuevo en el morral, con los dedos temblándome de miedo e impaciencia. Una de las niñas dio entonces un paso en mi dirección.

- ¿Qué es eso?
- Una estrella.
- Eso lo sé. ¿Por qué la escondes? ¿Por qué no te la pones?

No supe que responder. No la llevaba al cuello porque sabía que para la mayoría de la gente, una estrella de cinco puntas simbolizaba cosas aterrorizantes. Me lo había dicho mi mamá al pedirme no la llevara sobre la ropa en el colegio y también mi prima M., quien además me había asegurado que las monjas se horrorizarían solo de verla. "Te tendrán miedo, te llamarán cosas horribles. Escondela o llévala sólo en casa" me había dicho en un susurro enigmático y con su habitual mueca petulante. Pensé en todo eso - y en que no comprendía bien por qué podría ocurrir algo así - mientras me colgaba el morral al hombro.

- Porque no puedo llevar joyas en la Escuela. Sor Juana me lo dijo.

Era una buena excusa aunque no demasiado creíble. A pesar que si era cierto que la aspera Sor Juana me había insistido en que no podía llevar anillos, pendiente, colgantes y ningún otro tipo de accesorio en el uniforme, lo cierto era que casi todas las niñas ignoraban la norma con mucha libertad y lucían con todo desparpajo sus adornos favoritos. La niña me dedicó una mirada de ojos entrecerrados, los labios estirados en una sonrisa maliciosa.

- Yo conozco esa estrella. La he visto en las películas.

Me quedé paralizada. Miré a la niña, que ahora me parecía mucho más alta y adulta que yo. De hecho, lo era, aunque no tanto como se empeñaba mi imaginación en mostrarmela. Debido a una serie de problemas y procesos burocráticos que había sufrido al cambiar de colegio, había terminado saltándome algunos grados de educación primaria. Ahora era la más pequeña en un salón de adolescentes, todas tan mayores que con frecuencia, me sentía aislada por el sólo hecho de no parecerme a ninguna de ellas.

- ¿Qué es? - terció otra de las niñas, interesada. La otra me dedicó una larga mirada apreciativa. Y supe que ella también recordaba en donde podía haber visto mi estrella antes. Recordé las palabras de mi prima "Te tendrán miedo. Te llamarán cosas horribles" y un temblor angustiado me recorrió. Desee correr entre ellas, alejarme con un vendaval a toda la velocidad que me lo permitieran mis piernas. Pero claro está, lo hice. Continué allí, con el morral apretado contra el pecho, confusa y abrumada.

- Es una cosa del diablo - dijo la primera. Y lo dijo con leve siseo de placer, como si dijera en voz alta una palabrota. Me sobresalté. ¿Que había dicho?
- ¡No es nada del diablo! - le respondí. La niña sonrío, una sonrisa toda dientes y provocación.
- Es lo que dibujan los satánicos en las paredes cuando van a matar a la gente. ¡Y tu la llevas!
- ¡No es nada de eso!
- ¡Claro que lo es! ¡Lo he visto en muchas películas! ¿Tu eres satánica? ¿por qué la llevas?

Retrocedí un paso. ¿De que hablaba la niña? ¿A qué se refería con "Satánica"? Por supuesto sabía, que más de una vez, la estrella la solía llevar el Villano de turno en alguna película de terror...pero ¿Cosa del Diablo? Mi educación religiosa era bastante brumosa y aunque sabía que los Cristianos creían que una criatura malvada insistía en tentarlos, no entendía que relación tenía con nuestra estrella. Sentí que un escalofrío me recorrió la espalda.

- ¡Yo no soy satánica! ¡Es mi estrella!
- ¿Y por qué la llevas?
- Porque me la regaló mi abuela, que es bruja.

Silencio. Las niñas dejaron de reír y me miraron con los ojos muy abiertos y asombrados. La niña que había hablado en primer lugar soltó una risotada.

- ¡Eres una loca! ¿Te comes los gatos y los bebés? ¡Loca!

No sé cuando perdí el control. Todo a continuación fue muy borroso, un cacofonía de gritos y gruñidos. Lo único cierto es que cuando Sor Juana consiguió separarnos, la niña lloraba a gritos y yo continuaba intentando tirarle del cabello. La monja me arrastró con un gesto firme hacia la dirección.

- ¿Que clase de comportamiento es ese? - me gritó. Me negué a mirarla y a responder. Tenía la falda del uniforme llena de tierra, la blusa rota y las mejillas enrojecidas por la cólera. Pero sobre todo, estaba aterrorizada. Angustiada. Y también avergonzada, aunque no sabía por qué.

La dirección era un salón enorme de paredes cubiertas por elegantes paneles de madera y repisas muy altas, llenas de libros encuadernados. Aguardé, aterrorizada y sin saber que esperar hasta que Sor Rosa, la directora del colegio, salió de su pequeña oficina para recibirme. De inmediato, Sor Juana le contó con grandes espavientos mi "terrible comportamiento". La escuché con los dientes apretados.

- Y entonces, sin ninguna provocación, golpeó a una de las niñas de su salón como una salvaje - dijo Sor Juana. Frunció su boca mezquina y pequeña en un gesto duro - es el comportamiento de una loca, de...

Sor Rosa sacudió la cabeza. Era una mujer diminuta, escualida, con la piel del rostro seca y cubierta por un vello rubio muy visible y ralo, ojos oscuros y pequeños, rasgos borrosos. Se cubría el cabello con una cofia diminuta y práctica y siempre parecía tener prisa, muy impaciente por dejar de hablar, por continuar caminando con paso rápido, por reprender a quien lo mereciera. Se acercó a donde me encontraba sentada, entrecerrando sus ojillos brillantes.

- No sé que le habrán enseñado en su otro colegio señorita, pero en este, lo que usted acaba de hacer es inadmisible - dijo. Levanté los ojos, entre aterrorizada y furiosa.
- Esa niña me provocó.
- No me importa si la provocaron.
- Dijo que yo era satánica o una cosa así.

Sor Rosa parpadeó. Apretó sus pequeñas y huesudas manos contra sus caderas. Sor Juana me miró sobre su hombro, sorprendida.

- ¿Por qué diría algo semejante?

No respondí. Sor Rosa inclinó su rostro borroso, confuso hacia mí. Tenía ese tipo de cara que probablemente no recuerdes haber visto luego de hacerlo por primera, a no ser por el extraño vello rubio en su piel y sus ojos penetrantes. De resto, no había nada bonito o llamativo en sus pómulos duros, su barbilla diminuta. Eso me provocó miedo, aunque no supiera por qué.

- Vieron mi estrella y le dije que mi abuela me la había obsequiado.
- ¿Que estrella?

Se la mostré con cierta resignación. El rostro de Sor Rosa enrojeció aún más, sus ojillos atentos se volvieron acuosos. Con el tiempo, descubriría que era esa su manera de enfurecerse, de perder la paciencia. En ese momento me pareció que desaparecía en el hábito azul, en la cofia diminuta y apretada.

- ¿Por qué dice que su abuela le obsequió un objeto de supercheria?
- No es un objeto de supercheria.
- Si lo es. Representa creencias paganas.
- Mi abuela dice que es el simbolo de todas las cosas buenas - estallé sin poder contenerme. Sor Rosa me dedicó una mirada helada, directa. No me amilané - que es el simbolo de la Tierra, de lo bonito del cielo. Y si mi abuela lo dice, es verdad. Mi abuela es bruja y sabe muchas cosas.

Sor Rosa reaccionó como si la hubiese abofeteado en el rostro. Retrocedió, con la boca convertida en una línea tensa. La piel se le tiñó de rojo casi púrpura.

- ¿No le da verguenza llamar a su abuela de esa manera tan grosera y tan primitiva?
- Pero...
- Esa palabra define a las mujeres desobedientes de Dios - exclamó - un tipo de mito que no tiene nada que ver con las buenas y decentes mujeres de esta época. Nunca más se atreva a hacerlo aquí, en este colegio donde educamos con la Buena Voluntad Divina.

No supe que responder a eso. Y de haberlo sabido, creo que también me habría quedado callada. Estaba asombrada y desconcertada por la furia de Sor Rosa, por su expresión dura y tan severa. Sentí alivio cuando me envió a un pupitre solitario a recibir castigo. Incluso la soledad del salón vacío era mucho más reconfortante que aquella mirada suya, de su expresión iracunda.

Además, en el salón, pude llorar en paz. Con la cabeza hundida entre los brazos. Por las palabras de las niñas, por la manera como Sor Rosa había descrito a las brujas. Así me encontró mi abuela cuando vino a buscarme, unas horas después. No dijo nada cuando la abracé, cansada y entristecida. Tampoco cuando salimos a la calle, bajo el sol radiante del Octubre caraqueño, caminando entre la multitud de niños y padres que rodeaban el colegio. Se le veía tensa y distante. Me sentí cada vez más abrumada y avergonzada, aunque continuaba sin saber por qué.

- Lamento todo - dije por último, mientras caminabamos hacia la avenida que llevaba hacia mi calle. Abuela se detuvo para mirarme, con los ojos muy abiertos.
- ¿Que cosa mi niña?
- Haberme peleado...y haberte llamado bruja.
- Eso soy.

Lo dijo con su habitual serenidad, como si disfrutara paladear de la noción de la palabra. No supe que pensar, sacudí la cabeza.

- Pero Sor Rosa dijo...dijo que era una mala palabra.
- Para ella lo es.
- ¿No lo es entonces?

Abuela suspiró, me tomó de la mano y me obligó a continuar caminando. Lo hice, cada vez más confusa.

- Mi niña, la palabra "bruja" define a un tipo de mujer sabia, independiente, fuerte. Por siglos, las brujas fueron las mujeres que ayudaban a nacer a los niños, a curar a los enfermos, a consolar el dolor. Sabian escribir y leer, cantaban las canciones del pueblo, conservaban sus memorias. Las brujas eran el simbolo de la experiencia y el conocimiento de la tribu.

La escuché asombrada. Mi abuela sonreía, mientras me contaba todas aquellas cosas.

- Con el tiempo, las brujas fueron señaladas como desobedientes y se les acusó de delitos y grandes terrores - continuó - El Cristianismo las llamó "Hijas del Diablo" por profesar su fe al aire libre, por celebrar los elementos y no al Dios de la biblia. Pero la palabra "bruja" nunca ha sido una mala palabra.
- Pero ella lo cree - insistí. Mi abuela apretó mi mano entre las suyas. Un gesto cálido que me reconfortó.
- Y puede seguir haciéndolo - respondió - pero ella no tiene la verdad absoluta. Ni tampoco dice otra cosa que lo que le enseñaron. Ser bruja es un privilegio de espiritus libres, de corazones osados. Y sobre todo, de crecimiento espiritual pero en una dirección distinta a la que la Iglesia comprende. Pero, eso no hace la palabra y lo que significa dañino o malvado.
- Dijo que era una palabra primitiva - le comenté - que...

Abuela asintió. Seguimos caminando entre la multitud de transeúntes y me gustó hacerlo en su compañía. Mi abuela era una mujer dinámica, fuerte, que disfrutaba del mundo y sus colores. Siempre se le veía serena y feliz, como si todo a su alrededor le reconfortara y le brindara placer.

- A la bruja se le ve como algo remoto, lejano. De otro tiempo. Pero la bruja no tiene edad ni tampoco una época - me contestó - los espiritus fuertes trascienden esas ideas. La búsqueda de conocimiento siempre es la misma, a pesar de que transites caminos distintos a los habituales, a los evidentes. Y una bruja lo hace, sea con el conocimiento de las hierbas o caminando por una ciudad moderna. Es el poder de la imaginación.

Me encantó esa idea. Pareció abarcar mi temor, mi angustia, mi abrumadora sensación de miedo. Cuando llegamos a casa, ya no me importaba tanto el castigo de los días sin recreo ni el pensamiento que tendría que volver y enfrentar a las niñas que sin duda, continuarían riendose de mí. Mi abuela me guiñó un ojo cuando se lo dije.

- Siempre  transita contra la corriente, enfrentante a lo que te es más dificil, recorre el camino más solitario - me dijo - siempre mi niña, piensa más allá de lo que temes. Y vive en consecuencia.


Sonreí, recordando esas palabras, a muchos años de distancia. En una libreria llena de mis libros favoritos, junto a uno de mis amigos más queridos. Sostuve su mirada expectante.

- No, no me averguenza - respondí entonces - es la palabra que define no sólo lo que soy sino lo que busco en mi vida, la forma como avanzo en este largo camino que recorro cada día. Me llamo bruja porque lo soy, porque creo en su significado y en el poder de esa noción sobre mi misma más poderosa que lo aparente.

Mi amigo suspiró, se encogió de hombros. Por último sonrío.

- Bruja, entonces - dijo. Con cariño, casi en tono de disculpa. Solté una pequeña carcajada feliz.
- Para siempre.

C'est la vie.

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