domingo, 9 de enero de 2011

Del pensamiento idiosincrático y el poder.

Releyendo entre mis clásicos favoritos, me he encontrado con uno de los tratados filosoficos que ha dejado una huella perdurable en mi interpretación de la sociedad de consumo: La visión magnifica de Max Weber en la sociologia de la comunidad. Además de desarrollar algunas ideas que me han obsesionado ultimamente - el poder y su ejercicio - me llenó de asombro la manera como Weber ha sido capaz de otorgarle un sentido idiosincrático a los conceptos más crasos sobre la ideologia social en su sentido más humanista.

Cuando Weber define el poder como “la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”, da muestra de que la probabilidad efectiva de hacer valer esa voluntad a pesar de las resistencias reales o potenciales del más variado orden y el ejercicio de ese poder que puede tener un fundamento muy diverso y no parte, en modo alguno, de una legitimación de orden contractual como lo había supuesto Hobbes.



De esta manera, la dominación restringe el campo de análisis del fenómeno del poder a su ejercicio efectivo, en la medida en que, la capacidad de mando se expresa mediante el acatamiento concreto de quienes obedecen o están dispuestos a obedecer determinadas órdenes. “La dominación supone un cierto grado de institucionalización (sin la cual el dominante no se atrevería a mandar) pero el término de dominación evoca la relación directa entre el amo y el servidor más que la relación entre el gobernante y los gobernados”. Sin embargo, para Weber, el poder no se reduce al poder legítimo. Como él mismo lo afirma, no habría por qué suponer “que la obediencia a una dominación esté orientada primariamente (ni siquiera siempre) por la creencia en su legitimidad". Si desaparece el sostén y el apoyo de la colectividad o del grupo, el poder termina por desvanecerse. Por tanto, la tiranía representa así el grado supremo de la violencia y el grado mínimo de poder. De ahí su aforismo paradójico, “la forma extrema de poder es todos contra uno y la forma extrema de violencia es uno contra todos”.


Inevitablemente, tal referencia me hace analizar algunas ideas expuestas por Locke. Para el padre del liberalismo, la “tiranía es el ejercicio del poder fuera del Derecho, cosa que nadie debe hacer”. En la visión de Michel Foucault, habría que preguntarse más bien cómo se ejerce el poder, mediante qué tecnologías y mediante qué procedimientos, y qué consecuencias y efectos se derivan. El señala que “el poder no es una institución, no es una estructura ni una fuerza de la que dispondrían algunos: es el nombre que se le da a una situación estratégica compleja en una sociedad dada”. En la asimetría de las diversas y variadas relaciones que se presentan en una sociedad, en sus conflictos y sus luchas, así como en sus cristalizaciones institucionales, Foucault sostiene “que el poder es coextensivo al cuerpo social; no hay entre las mallas de su red playas de libertades elementales”. Pero a la vez afirma “que no hay relaciones de poder sin resistencias, que estas son más reales y eficaces en cuanto se forman en el lugar exacto en que se ejercen las relaciones de poder”.

Al abandonar la centralidad de un poder Foucault presenta la imagen alternativa de un poder reticular. “No puede haber una toma del poder si en el centro no hay nada que tomar. Si el poder se ejerce en innumerables puntos, entonces se le debe desafiar punto por punto”. En un segundo momento de su reflexión, busca precisar aún más los rasgos definitorios de las prácticas del poder. En ese esfuerzo, subraya que el poder no es en modo alguno acción directa o inmediata sobre los otros. Su formulación es más compleja: el poder “actúa sobre sus acciones; una acción sobre la acción, sobre las acciones eventuales o actuales, presentes o futuras”. La distinción que hace entre violencia y poder se funda precisamente en esa diferencia: mientras que la violencia se realiza sobre las cosas o sobre los cuerpos para destruir o someter, el poder supone el reconocimiento del otro como alguien que actúa o que es capaz de actuar. En ese sentido, gobernar es incidir sobre el campo de acción real o posible de los otros. De ahí su célebre reiteración, según la cual, al final de cuentas ejercer el poder no es más que “conducir conductas”, valga decir: la posibilidad de ampliar o de restringir el campo de acción de los otros. De esos otros a quienes se reconoce como actuantes y responsables: como capaces de actuar y, sobre todo, de responder.

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