viernes, 10 de noviembre de 2017

Una recomendación cada viernes: Leonardo da Vinci de Walter Isaacson.





Era ambidiestro, aprendía idiomas casi de inmediato, podía leer dos o tres libros por día. Cantaba con una voz extraordinaria, era distraído y caótico. Pintaba desde los tres años. Era tan curioso que irritaba a quienes le rodeaban. Pero también tan bondadoso que despertaba lealtades eternas. Era gay, pero amo apasionadamente a varias mujeres en su vida. Era escéptico, pero asombrado por el poder de la naturaleza. Acudía a los hombres de la Resurrección para comprar cadáveres que luego diseccionaba en secreto. Estuvo a punto de ser condenado por hereje un par de veces. Escapó del puño de la Iglesia. Fue amigo de reyes y de campesinos. Era exclusivamente vegetariano. Inventó métodos de pintura revolucionarios. Nunca dormía y aún así amaba el amanecer. Inventó tonos de pintura, le debemos la caja oscura de la fotografía. Bailaba de madrugada, soñaba con volar. Se enamoró de uno de sus modelos, reía a toda hora. Era rubio y decían que de vez en cuando se teñía la barba de verde. Se quedaba dormido por minutos y después despertaba a pintar. Llevaba la Mona Lisa a todas partes, tenía aprendices que eran sus amigos de parranda. Lloraba al ver las estrellas.

Eso dice la mitología sobre Leonardo Da Vinci. Cien hombres en uno solo. Pero el artista por excelencia del renacimiento, era mucho más que eso. Leonardo Da Vinci era un autodidacta entusiasta de todas las ramas de las ciencias y de las artes. Para el gran artista renacentista, aprender era un oficio que se construía a través de la experiencia personal, lo cual claro, es muy válido y con un enorme ingrediente de lógica. No obstante, Leonardo Da Vinci, también enseñaba. Con frecuencia, recibía en su taller diez o doce aprendices que aprendían de él lo básico del oficio como artista, lo cual podría resumirse en una variada cantidad de técnicas artísticas, conocimientos comerciales y todo lo que la experiencia de Leonardo Da Vinci — como artista y sobre todo, como proto ingeniero — podía brindarles. Un sistema que se repetía no sólo en el taller del genio Florentino, sino en todos los de los abundantes y extraordinarios genios del Renacimiento a lo largo de Europa.

En 1482, Da Vinci decidió mezclar ambas percepciones sobre el conocimiento — enseñar y aprender — y viajó desde su natal Toscana a Milán, convencido que necesitaba construir toda una nueva percepción sobre el aprendizaje y los métodos de elaborar un concepto sobre el arte como forma de vida. Antes de eso, le había escrito a Ludovico Sforza, el gobernante de la ciudad, en un intento de impresionarle y que le ofreciera empleo. En realidad, Leonardo Da Vinci ya disfrutaba de una extraordinaria fama que le precedía allí a donde fuera: podía dibujar puentes, crear nuevos tipo de cañones, cavar “pasadizos secretos” (lo cual, le convertía en un especialista en el esquivo arte de salvar la vidas y patrimonios de Nobles y cabezas coronadas), pero además de todo, también era un artista. Uno tan extraordinario que asombraba en Cortes de toda Italia por la asombrosa delicadeza de sus retablos pero sobre todo, la extraordinaria técnica que convertía a todas sus obras, en pequeños experimentos de pura curiosidad intelectual. Leonardo tenía por entonces treinta años, era soltero, con una extraña reputación de “brujo y hereje” a cuestas que le había puesto en peligro más de una vez y además, dueño de la más extrañas ideas sobre la naturaleza, el poder de la imaginación y la capacidad del arte como medio expresivo. Todo eso, lo resumió en una única frase que cerraba la ya famosa carta al patriarca Sforza: “Del mismo modo, en la pintura, puedo hacer todo lo posible por elaborar mundos”. Lo comentó como de pasada, una ocurrencia tardía que sin embargo era el verdadero motivo que le llevaba a cruzar el país. La búsqueda de una nueva forma de comprender el arte.
Pero claro está, a Ludovico Sforza, tales sutilezas le importaban bien poco, por lo que prestó atención a las pretensiones del joven artista sobre ingeniería militar. Y es justo esa puerta abierta a la etapa más prolífica en la vida de Da Vinci y que comienza con la carta al jerarca Milanés, que comienza la biografía “Leonardo da Vinci” de Walter Isaacson. Se trata de una visión generosa y amorosa del gran erudito renacentista, que sin embargo, no cae en los acostumbrados clichés de crear una figura desconcertante e idealizada de Da Vinci. El artista que Isaacson muestra también está lleno de defectos, un comportamiento ambiguo y sobre todo, una ambición atolondrada que el biógrafo insiste es quizás el rasgo más evidente en el carácter del insigne genio. “Lo que lanzó principalmente fue una pretensión de experiencia en ingeniería militar”, afirma Isaacson y añade, que para Da Vinci, las bellas artes fueron una consecuencia incidental de su curiosidad por técnicas bélicas y de batalla “Para Leonardo Da Vinci, el verdadero interés por el arte era científico Nunca había estado en una batalla ni había construido ninguna de las armas que describió. Pero sabía podía crearlas. De la misma manera que sabía podía pintar mejor que cualquiera” añade Isaacson. “Leonardo construía mundos en su imaginación antes que en el mundo real”.

De hecho, el artista finalmente ingresó a la corte Sforza no como ingeniero militar sino como diseñador teatral y concursos, dato en el que la biografía de Isaacson se deleita y describe con mimo. Da Vinci creó sets, vestuarios, escenarios y mecanismos escénicas para deleitar al selecto público de la Corte y además, creó todo un sistema que convirtió a los espectáculos de los Sforza en una maravilla mecánica que asombró al país entero. Un fugaz esplendor que convirtió a Da Vinci en el favorito de sus empleadores y también, en quizás el hombre más extraño de su época. Porque Leonardo no estaba precisamente interesado en el arte por el arte, sino que en realidad, su talento estaba enfocado hacia la búsqueda científica, una idea que por entonces desconcertó a varios de sus poderosos mecenas “¿No desea usted comprender el funcionamiento del Mundo al completo?” escribió cuando Sforza le reclamó sus pocos esfuerzos en cuanto al armamento militar prometido “¿No desea entender la forma como el tiempo se manifiesta o la belleza se construye?” Isaacson describe la ira de los Sforza pero también, la profunda capacidad de Da Vinci para hacerse con la buena voluntad de sus patrones “Pronto, la Corte estaba repleta de ingenios incomprensibles y grandes inventos que llenaban de gozo a quienes allí moraban” relata un cronista de la época. Desde cajas de música hasta autómatas que dibujaban pequeños dibujos torpes, Da Vinci abrió la puerta a los Sforza a un mundo mucho más sofisticado del que hasta entonces había vivido.

Por supuesto, que además, Leonardo Da Vinci era todo un personaje que asombró a la sofisticada Milán “Era un hombre de excepcional belleza y gracia infinita”, escribió un contemporáneo, que dedicó páginas de sus memorias a describir el rostro exquisito de Leonardo, “sus grandes ojos glaucos e inteligentes” y lo que parecía ser su rasgo más llamativo: su aparente androginia. Según cuenta Isaacson en su maravillosa recopilación de datos, Da Vinci era rubio, alto y esbelto, pero además tenía una inteligencia admirable y una simpatía formidable que terminaban desconcertando a su considerable círculo de seguidores. También era un excelente músico (sabía tocar al menos diez instrumentos distintos con especial virtuosismo) y que vestido lujosamente, era el centro atención en la corte. Por si eso no fuera suficiente, Leonardo Da Vinci tenía muy públicas relaciones con hombres de su misma edad y alcurnia, aunque al parecer su verdadero interés romántico era Gian Giacomo Caprotti, quién convivió con Leonardo durante 10 años como su “sirviente” a pesar del escándalo público que provocó su comportamiento. “Leonardo tenía todos los atributos para ser un inadaptado: hijo ilegítimo de una legendaria belleza provinciana y un Noble llamado “el hombre más hermoso de su época”, gay, vegetariano, zurdo, fácilmente distraído y en ocasiones herético “, dice Isaacson. “Pero además de eso, Leonardo también asombraba por sus prodigiosa capacidad para fascinar al público, a su entorno e incluso a sus enemigos” insiste Isaacson “Lo que lo convierte en un personaje fascinante, enigmático e incómodo para buena parte de los cronistas e historiadores de arte”.

Claro está, que Leonardo era también un hombre temible, como lo demostró cuando sus inclinaciones científicas le llevaron a transgredir la ley eclesiástica y asistir a disecciones de cadáveres. Alrededor de esa época — unos seis años después de haber llegado a la corte Sforza — Leonardo comenzó a llenar cuadernos con una vertiginosa y abundante serie de ideas científicas que abarcaban todos los estratos del saber: desde las máquinas voladoras, trajes para buceo, extraños tipos de armamento, hasta estudios detallados sobre la anatomía humana. Todavía, Leonardo no se había dedicado de lleno a la pintura y de hecho, pasaba mucho más tiempo dibujando y creando planos arquitectónicos y esbozos sobre investigaciones científicas que cualquier otra cosa. Sólo sería durante su séptimo año en la corte de Milán, cuando obtuvo su primera comisión realmente artística y quizás, fue el momento en que Da Vinci descubrió una pasión artística que incluso le sorprendió por inesperada. La obra — un retrato al óleo de Cecilia Gallerani, que hoy como la Dama con el Armiño — es de una impresionante calidad y sobre todo, asombra por el uso evidente que Leonardo hizo de sus conocimientos científicos para dotar a la obra de una rara y desconcertante belleza. Se trata de una imagen inquietante “Sus emociones parecen ser reveladas o al menos insinuadas, por la mirada en sus ojos, el enigma de su sonrisa y la manera erótica en que se agarra y acaricia el armiño”, afirma Isaacson. Pero aún más que eso, Leonardo dotó a la pintura de lo que sería su impronta en las décadas siguientes: una belleza inquietante y una cualidad simbólica desconocida por entonces en buena parte de Europa. Ludovico Sforza quedó impresionado y según Isaacson, preguntó a Leonardo Da Vinci si se atrevía a crear una obra “mucho más impresionante y hermosa” “Sin duda, puedo intentarlo” dijo Leonardo, más llevado por la curiosidad y la pasión por su recién descubierta capacidad para la pintura que por cualquier otra cosa.

Fue entonces cuando Leonardo pintó la que se considera su obra más ambiciosa, incompleta y que demostró que Da Vinci, tenía un talento único y profundamente asimilado para crear escenas y obras de envergadura colosal. El por entonces Duque de Milán — obsesionado por la muerte y sobre todo, por la construcción de un mausoleo a la altura de sus aspiraciones dinásticas — escogió la Iglesia de Santa Maria delle Grazie de Milán para la que sería la obra que demostraría que Leonardo, era algo más que una curiosidad de su Corte, cada vez más desconcertada por las excentricidades del artista. La Última Cena es una combinación extraordinaria de trucos de escenario — con su perspectiva forzada, sus extrañas líneas oblicuas y toda una serie de pequeños trucos de perspectivas, demuestran que la sabiduría de Leonardo Da Vinci sobre la pintura era también, una expresión de su curiosidad intelectual. “Es un ejemplo de por qué su trabajo en obras de teatro y espectáculos no se desperdició en el tiempo”, dice Isaacson. “Para Leonardo, el arte no sólo era una visión inspirada, sino una estructura del conocimiento”

Pero Leonardo además, era un hombre con una asombrosa capacidad para la felicidad y la diversión. Según Isaacson, de las 7200 páginas de notas de los cuadernos de Leonardo Da Vinci que sobreviven, la mayoría están llenas de los más curiosisimos pensamientos, de la noción sobre la vida y su fascinante capacidad para asombrarse incluso por los detalles más pequeños de la naturaleza. Leonardo dibujó, creó y pasó buena parte de su vida investigando sobre el mundo, como un gran misterio apenas revelado. Fue pionero de la Ingeniería, anatomía y estudio de la luz (lo que le convierte en el primer inventor en analizar algunas ideas concretas sobre la óptica) pero también, fue un genio descuidado, que rara vez terminó una obra, que era conocido por sus distracciones. Que muchas veces prefería “amar, sin medida, aturdido y desvelado” que dedicar su tiempo al trabajo por el cual se le contrataba. Un hombre extraordinario, contradictorio, asombroso y temible que aún, quinientos años después, continúa causando asombro y admiración.

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