jueves, 2 de noviembre de 2017

El existencialismo y el dilema del mal ¿Por qué deberías ver “Dogville” de Lars Von Trier si aún no lo has hecho?






Cada obra es fruto de las obsesiones, temores, pulsiones y sin duda, esperanzas de su autor. Pero además, es un reflejo de su mundo interior, una mirada inquieta hacia espacios complejos de su propia identidad. Tal vez por ese motivo, el director Lars Von Trier suele decir de su obra “no es más que lo que veo” como si su obras cinematográficas fuera una minuciosa construcción de conceptos sobre su especialísimo punto de vista sobre el mundo. Una perspectiva que le venía desde muy niño. Según cuenta el propio director, Inger Trier era una mujer a la ideología izquierdista — en ocasiones “en un extremo sorprendente” dijo en una ocasión Von Trier, entre risas — obsesionada con educar a su hijo como un hombre “Inexplicable,libre y creativo”. Más allá de eso, la historia personal del director se hace cada vez más retorcida a medida que avanza. Su madre le confesó a su hijo unos días antes de su muerte, que su padre biológico no era Ulf Trier — como siempre lo había creído — sino un hombre que “era sólo arte”. En una entrevista publicada por la revista Cahiers du cinéma, el Von Trier cuenta que la revelación cambió su vida y su percepción sobre el dolor, la verdad y la realidad: “Ella tuvo una relación con un hombre cuyos genes podrían serle útiles, al parecer su amante tenía un gran talento musical. Por eso mi madre, sin yo saber por qué y ante mis evidentes limitaciones, me animaba a interesarme por la música durante la adolescencia. Mi madre me empujó a ser artista. Era su proyecto. No he sentido jamás esto como una presión. Ahora veo con cuánta lucidez ella siguió los pasos para crear a un individuo libre y creativo”. Después admitiría que la nueva noción sobre su identidad — o la ausencia de ella, desconocida y apremiante — sería el origen de todo lo que sería su trabajo cinematográfico. “Una gran venganza”.

A Lars Von Trier se le acusa de pretencioso y también se le alaba como provocador. Entre ambas opiniones sobre el director, se encuentra lo que parece ser un punto de quiebre entre su inusual lenguaje cinematográfico y esa decisión autoral de construir una nueva interpretación sobre lo esencial del cine y su propuesta visual. Y es que Von Trier, con su capacidad para utilizar el escándalo como vehículo de reflexión siempre creará polémica por el solo hecho de convertir cada una de sus películas en acontecimientos de la cultura pop. Como director, el danés intenta reformular lo que se asume como visualmente indispensable para cruzar el límite mismo entre lo que se narra y lo que se esconde bajo la narración. Una especie de documento inédito sobre lo que el cine puede simbolizar y aún, puede elaborar a través de su meta mensaje esencial.

Desde la criticada y desconcertante “los Idiotas” (donde el guión de Von Trier creó directamente un nuevo tipo de propuesta cinematográfica) el director ha intentado encontrar una experiencia visual que transgrede — cuando no destruya — lo que se considera como cine tradicional. O aún más allá: lo que asumimos es la esencia del cine como documento creativo. Lo intenta sobre todo, enfrentándose a esos parámetros que se insiste deben formar parte de toda propuesta fílmica y que Von Trier denigra en una evidente alegoría al destrucción del valor narrativo común, el evidente, el que se considera necesario. Probablemente por ese motivo, Dogville (2003) sea considerada una película indispensable en la filmografía del director, no sólo porque encontró en su puesta en escena una originalisima interpretación de la realidad sino además, por retratar, con una dureza poco habitual el maniqueísmo del espíritu humano. Esa ambigüedad de la moral social, de lo que se oculta bajo la normalidad aparente y quebradiza que muchas veces tomamos por realidad.

Porque ante todo “Dogville” es un alegato. Sacude y abruma al espectador de inmediato, construyendo una propuesta que le sumerge sin medias tintas en la visión del director. Una realidad alterna, que dibuja un paisaje de la realidad alterado, distorsionado pero sumamente efectivo para dirigir la atención de quien observa, del testigo involuntario, no hacia el ambiente sino hacia el efecto intrínseco de la historia que se cuenta. Resulta un impacto visual ineludible ese escenario absurdo, anónimo que apela a la imaginación del público, que deja a un lado la convencional necesidad de ambiente, para asumir el riesgo de crear una interacción inesperada con quien intenta comprender la historia a través de lo que observa. “Dogville” es un juego de espejos, una reflexión sobre lo que consideramos real y lo que no lo es, pero también sobre la necesidad del análisis más profundo, sobre el comportamiento escondido en el paisaje de la vulgaridad y lo que consideramos común. Una reformulación del tiempo y el espacio fílmico que brinda, de entrada, un resultado asombroso. Una complicidad inexplicable y súbita con quién observa más allá de la pantalla. Con el observador que muy pocas veces forma parte de la historia que se narra — de la esencia de lo visual — y en que esta ocasión juega un papel casi imprescindible dentro de lo que se muestra.

No obstante, y en una contradicción casi dolorosa, Von Trier mantiene una distancia elemental con sus personajes, con las vicisitudes que transcurren en este pequeño espacio incómodo de lineas y sombras poblado por hombres y mujeres mezquinos pero profundamente humanos. Cámara en mano, con ese zigzagueo mareante de la escena caótica, Von Trier intenta puntualizar las acciones, pero a la vez sin juzgar, sin emitir un solo comentario simbólico o metafórico sobre lo que analizamos con dificultad. Tal vez se deba a esa aridez del escenario en penumbras, de esa inverosímil propuesta de lineas y formas: lo cierto es que la realidad parece fluctuar entre el análisis y la reflexión, la necesidad de comprender las circunstancias que se muestran como parte de una idea concreta. Lo artificioso del relato, su existencialismo craso, elocuente, no deja de mostrarse incluso en los momentos más simples, en el movimiento de cámara más imperceptible.
Pero claro está, Von Trier no deja nada a lo espontáneo y ese aparente caos no es otra cosa que una excusa para insistir en sus obsesiones favoritas: La hipocresía cultural, la normalidad frágil que se derrumba en símbolos aparentes e incluso el metamensaje sobre la Universidad de lo falible del espíritu humano. Sin un solo rasgo característico que pueda definirlo, este “Dogville”, escueto y esquemático, podría ser cualquier pueblo o ciudad del mundo. Eso, a pesar de intentar dotar al pueblo imaginario que intenta imitar — reconstruir, otra vez esa necesidad de Von Trier de crear versiones inéditas sobre viejos mitos — esa América profunda que sin embargo, no parece coincidir con ese análisis incesante de la identidad espiritual, lo bueno y lo malo que llevan a cabo los personajes a lo largo del metraje. Y de inmediato, la extrapolación se hace más amplia: también sus habitantes podrían ser cualquiera de nosotros. No hay un elemento que defina lugar, época: la atemporalidad de la identidad insiste en mirar en asumir el anonimato como una búsqueda de identidad en si misma. De nuevo, las contradicciones del planteamiento de Von Triers intentan construir esa visión del otro, del yo colectivo, ajeno a toda justificación, una gran mezcla de elementos y construcciones ideales sin verdadera sustancia.

Y sin embargo, a pesar de lo que parece ser un análisis visual de la naturaleza humana, se transforma progresivamente en algo más, en una serie de ideas y de planteamientos que desmenuzan con cuidado la moralidad con una obsesión casi clínica. En este “Dogville” ideal, en esta gran puesta en escena modesta, no hay visiones constructivas, tampoco enaltecedoras. Con una agudeza casi insultante, Von Trier construye arquetipos que se repiten de manera incesante, que crean una combinación de ideas sobre la naturaleza humana poco menos que inquietante: porque a pesar de la multiplicidad de personajes que deambulan de un lado a otro, como en una pesadilla alegórica, todos están unidos por las mismas visión del mundo, por una mezquindad que supera cualquier trazo de humanidad. Todos parecen unidos por el fino hilo de lo turbio, de lo ruin: La cobardía, la violencia, el oprobio, la crueldad se hacen elementos esenciales dentro de la historia que se cuenta, pero sobre todo la que se esconde entre las líneas y la que se presume cierta en medio del ambiente onírico del film.

Mención aparte merece la actuación de Nicole Kidman: vulnerable, desconcertante y ambigua dota a su “Grace” de una humanidad que llega a incomodar por su fragilidad. Su personaje, víctima propiciatoria de esta Villa de Perros, parece demostrar esa obsesión del director por la falsedad de lo que asumimos como bondad y sobre todo, por esa moralidad que se considera atributo de la naturaleza humana. Humillado y lastimado hasta extremos inquietantes, el personaje de Kidman dibuja un rostro de la maldad que atemoriza por su realismo pero aún más por su sutileza. Lo bueno y lo malo se desdibujan en líneas argumentales cada vez más complicadas, obscenas y duras de asimilar hasta que el desenlace inevitable, una singularisima reflexión sobre la frontera entre el temor, el dolor, la bondad y lo temible. En el silencio que viene inmediatamente después, el observador confuso intenta comprender el mensaje que asume, que toma como cierto y quizás solo logra comprenderlo, como la desgraciada y finalmente reivindicada Grace, como una simple interpretación de la realidad vulgar a través de un esfuerzo — consciente y hasta elocuente — de la imaginación.

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