martes, 14 de noviembre de 2017

El campo de batalla entre las sábanas: cuando el sexo es poder.




Se le llama el oficio más viejo del mundo y sin duda la es: la prostitución ha sido parte de la historia Universal, incluso antes que tuviera un nombre, que fuera rechazada y estigmatizada, incluso cuando se le consideraba sagrada. Y es que por siglos, lo sexual se consideraba una comunión con lo divino y por tanto, una expresión de fe. O al menos, esa es la conclusión a la que puede llegarse con un rápido repaso a los hábitos y rituales culturales más antiguos: En la antigua Babilonia, todas las mujeres tenían la obligación de acudir al santuario de Militta (el equivalente babilónico de la griega Afrodita) y rendir tributo a la Diosa. El tributo consistía en sostener relaciones sexuales con un extranjero, no sólo como muestra de hospitalidad sino como celebración del poder de la Divinidad. Además, el favorecido por la “ofrenda” a Militta, debía expresar su júbilo con una pequeña donación en metálico para el templo. La costumbre pareció extenderse por oriente medio o al menos, tener las suficientes versiones como para formar parte de una idea común de la sexualidad entre los antiguos: la divinidad sexual, la gratificación como forma de creencia, unido además, por una pequeña transacción económica. Una curiosa combinación entre el placer, lo misterioso y el poder material. La idea precursora de esa donación tan calculada y vilipendiada como lo es la prostitución.

Porque la prostitución no parece ser únicamente una cuestión de dinero, del sexo que se intercambia por él o mucho menos, algo tan frugal como una simple transacción económica entre dos adultos. Durante buena parte de la historia, el sexo fue considerado un arma — una muy peligrosa por cierto — y quien tenía la libertad de ejercerlo, alguien temible. Poderoso. Por ese motivo, la figura de la meretriz pertenece a esa idea tan antigua como recurrente, sobre la mujer amenaza, la tentación insoportable, la caída en el desastre. Y es que hubiese o no un intercambio de dinero, el sexo fuera de la alcoba matrimonial y mucho más, animado por razones más allá de las tradicionales, jugaba un papel tan importante como inquietante. El sexo, que era a la vez una muestra de voluntad, de capacidad para la manipulación, de una transgresión a cualquier orden. Quizás por ese motivo, las prostitutas Romanas tenían incluso una vestimenta ritual que las distinguía de las mujeres casaderas y las griegas (cuna de los primeros burdeles) y pagaban impuesto, una obligación que las reconocía como trabajadoras a pleno derecho. De hecho, la prostitución otorgaba a la mujer griega un atributo que la de vida “respetable” no podía aspirar: la libertad y la completa independencia. Las prostitutas griega no estaban sometidas a la voluntad del marido o al hijo, y las ley las reconocía como autónomas. Todo un logro que parecía directamente relacionado con el poder esa ocupación misteriosa, imprescindible en un mundo esencialmente masculino.

Muy probablemente, la combinación de la cortesana sexualmente intrépida y culturalmente poderosa, nació en la Grecia clásica, donde las hetairas o cortesanas, no sólo se dedicaban al comercio sexual — donde eran consideradas consumadas expertas — sino además, sino también a la oratoria y al debate, lo que las hacía criaturas desconcertantes para una sociedad tan misógina como la griega. El altísimo nivel intelectual de las hetairas, las hacían no sólo compañeras sexuales de quienes pudieran pagar por su compañía — generalmente hombres de enorme relevancia en la sociedad griega — sino además, portados de secretos de estados, consejeras discretas e incluso verdaderas figuras de poder, como lo fue Aspacia, quien como amante del político ateniense Pericles, influyó de manera decisiva en la vida común de la ciudad. Su casa — en donde recibía con frecuencia no sólo a sus amantes sino a personalidades públicas que deseaban escuchar su consejo — se convirtió en un círculo intelectual de Atenas, refugio de escritores y pensadores, entre los que se incluía el mismismo Platón. Según algunos historiadores, el filosofo quedó tan impresionado por las capacidades intelectuales de Aspacia que se basó en ella para crear su personaje “Diotima”, la mujer sabía por excelencia para el autor. Para Aspacia, el sexo era un herramienta muy afilada — e inmediata — para entrar en los grandes círculos de poder, como también descubrió muy pronto la célebre Lais de Corinto, a quien se le consideró la mujer más hermosa de su época. Amante de Eubotas — un campeón olímpico — y el filósofo Arístipo, que la homenajeó escribiendo dos obras en su honor. Independiente, fuerte y sobre todo, intelectualmente intrigante, Lais de Corintio fue una figura prominente de su época, algo impensable para sus contemporáneas. Tenía un profundo conocimiento filosófico que la hizo famosa de inmediato en Atenas. Quizás no tan desconcertante como Aspacia, Lais de Corintio creó el mito de la mujer fatal, de la beldad extraordinaria que además ocultaba una poderosa mirada intelectual.

Con el correr de los siglos, la combinación de sexo y poder fructificó. Teodora de Bizancio, la mujer más poderosa del siglo IV, fue una meretriz de reconocida belleza, que luego de contraer matrimonio con Justiniano — sobrino y heredero del emperador Justino I — y atravesar una tortuoso paisaje de intrigas y sinsabores palaciegos, se convirtió en Emperatriz romana el 4 de abril del 527, día de pascua. Teodoro se convirtió así, en el epítome del sexo poderoso, de la sexualidad firmemente enraizada en las batallas de alcoba. No sólo fu un firme apoyo político para Justiniano en una época especialmente levantisca, sino que además, gracias a su inteligencia, brindó una súbita estabilidad a Constantinopla. Un esplendor hasta entonces desconocido en una ciudad azotada por la guerra y las batallas internas. La emperatriz Teodora tenía influencia absoluta sobre su esposo y gracias a su insistencia, Justiniano I abolió la ley que negaba a las mujeres el derecho a tener propiedades y heredar bienes o sumas de dinero. Mejoró la situación de las divorciadas — estigmatizadas por el conservadurismo eclesiástico -, estableció la pena de muerte para los violadores. En suma, la inteligencia de la Emperatriz no sólo contribuyó a construir un nuevo panorama del poder en el Imperio de la Roma oriental sino que además, a crear un proto sistema legal que protegiera a sus congéneres del puño opresor masculino. Y lo hizo, a la manera sutil y definitiva del poder detrás del trono: ese poder amparado en el placer.

Y es que el sexo, insistió en seguir abriendo el camino de mujeres talentosas hacia las alturas del poder político y sacramental. Como lo descubrió Leonor de Guzmán, la sevillana del siglo XIV que fue por más de viente años la amante del Rey Alfonso XI de Castilla. Su prolongado amorío desató una guerra entre Portugal, sus sabios consejos políticos — fruto de un cerebro analítico y un juicio sólido que sorprendió en secreto a sus principales adversarios de su época — permitieron al Rey lograr una improbable estabilidad en el Reino y por si eso no fuera suficiente, el hijo de ambos, Enrique II, fue el primero de la dinastía Trastámara, de la cual provenía la espléndida Isabel I, la reina Católica. Todo logrado por la paciencia de Leonor, que logró no solo influir notablemente sobre su real amante, sino conseguir que el Reino entero — por entonce caotico y violento — confiara en su palabra. Eso, a pesar que el Rey Alfonso XI contrajo matrimonio con la infanta María de Portugal, hija del Rey luso y con quien Alfonso XI sostenía una precaria complicidad. Durante la mayor partte de la vida del Rey, Leonor no fue sólo su confidente, sino también su consejera de mayor confianza. Quizás por ese motivo, a la muerte del Rey y apenas se desataron los demonios de la sucesión, Leonor de Guzmán fue mostrada encadenada y humillada por el triunfante Pedro I, hijo de la viuda del Rey. Un final doloroso pero inevitable para la mujer que por tanto tiempo, sustituyó a la Reina María en la vida del Alfonso XI.

De nuevo, la dupla insistente del poder y el sexo, teniendo por protagonista a una mujer, siguió siendo una imagen común en la historia, incluso la contemporánea: como el caso de Margarita Gertrudis Zelle, mejor conocida como Mata Hari,quien amparada por su belleza — y esa invitación al sexo, flor misteriosa — frecuentó a hombres ricos, políticos y militares, para quienes resultó además de un cuerpo deseable, una exquisita confidente. La primera Guerra Mundial la encontró aún en París, protagonista de quizás su propia historia fabulada, con amantes de bando y bando. Quizás aterrorizada, quizás fascinada por el poder que le brindaba ese conocimiento de lo secreto, lo murmurado a las almohadas húmedas, Zeller comenzó a mercadear sus secretos con Eugen Kraemer, jefe del espionaje alemán. Se supone que aceptó o en eso insiste la historia no oficial del mito que rodea a una mujer desconcertante. El resto de su historia, también entra el terreno de lo sugerido y quizás, de la fabula histórica: acorralada por el Capitán Georges Ladoux, jefe de inteligencia francesa, se ofreció para trabajar como contra espía para Francia. Se supone que lo hizo, al menos por algún tiempo, pero al parecer, finalmente y por razones poco claras, decidió continuar leal a Alemania. Ladoux le tendió una trampa para que regresara a suelo francés y El 13 de febrero de 1917 fue arrestada y sometida a juicio: fue condenada a muerte no sólo por su labor como espía, sino además por usar el poder del sexo para inmiscuirse en el movedizo terreno del poder político. O eso parece sugerir su sentencia, donde se le acusaba de de aprovechar sus relaciones íntimas para trabajar como agente de Alemania.

Margarita murió negando la historia, insistiendo en que se acostaba con militares por deseo y no por deber. Aún así, fue fusilada el El 15 de octubre de 1917 en Vincennes. Nunca admitió ningún crimen, más allá del placer.

¿Donde se encuentra el límite entre el poder, el sexo y las profundas implicaciones que parecen mezclarse entre ambas cosas? En una ocasión, Pamela Digby, nuera de Winston Churchill y considerada la gran cortesana del siglo XX aseguró según el libro Life of the Party: The Biography of Pamela Digby Churchill Hayward Harriman de Christopher Ogden que el poder para los hombres el “era otro afrodisíaco, el más poderoso quizás” . ¿Y que es entonces para las mujeres? Desde Aspasia de Atenas hasta Pamela Pamela Digby Churchill Hayward Harriman — que logró llevar a la Presidencia a un joven e improbable Bill Clinton — es quizás un triunfo de la imaginación, de la voluntad y la perseverancia, gracias a esa tentación incesante, esa promesa de lujuria apenas siempre sugerida, que cada mujer parece simbolizar. Y es que después de todo, el sexo puede ser no sólo un vehículo de éxtasis carnal, sino el medio más directo para lograr un ambiguo y misterioso éxito intelectual.

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