lunes, 20 de noviembre de 2017

El temor y la posibilidad del Antihéroe: Lo bueno, lo malo y feo de la serie“The Punisher”.





La violencia es un tema que se debate de manera poco clara en la actualidad. Entre cierta moralidad expeditiva y una noción confusa sobre lo ético, la mayoría de los análisis cinematográficos y televisivos sobre lo que nos hace violentos — y por qué resulta tan temible esa idea — resultan incompletos, cuando no directamente innecesario. Por esa razón, la serie “The Punisher” llega precedida por el escándalo y no exactamente por su historia — la de un sanguinario vigilante que bajo las mismas líneas del cómic, es una combinación de ultraviolencia y búsqueda de cierta equilibrio moral — sino por el momento histórico en que llega a la pantalla chica. Durante el año 2017, Estados Unidos se ha enfrentado a dos de los peores tiroteos de su historia, perpetrados además por hombres norteamericanos de raza blanca y al menos, uno con ideas ultranacionalistas y un pasado militar. Las similitudes son excesivas como para que “The Punisher” pudiera ser estrenada y de hecho, al menos en una oportunidad, su estreno fue pospuesto, en espera que las comparaciones no sugirieran directamente una provocación o lo que suele ser más temible en estos tiempo de corrección política, un aparente irrespeto a la memoria de las víctimas. Cualquiera sea el caso, es evidente que “The Punisher” atravesó su propia visión sobre el bien y el mal como percepción moral, incluso antes de su estreno formal.

Claro está, no se trata de una sorpresa. Desde su primera aparición en el número 129 de “The Amazing Spider-Man” (febrero de 1974) como antagonista de Spider-Man, la figura del antihéroe marvelita ha resultado controvertida y sobre todo, sujeta a elementales transformaciones a medida que su visión sobre la venganza y la justicia — conceptos que suelen mezclarse de manera confusa en la percepción del personaje sobre la búsqueda de un bien colectivo — se ha hecho más violenta y dura. Creado en 1974 por el Guionista Gerry Conway y los ilustradores John Romita Sr. y Ross Andru, Punisher es un justiciero salvaje y despiadado, mucho más cercano a la idea del vengador anónimo solitario — tan en boga en la década de los sesenta y setenta en el cine norteamericano y encarnado la mayoría de las veces por el actor Charles Bronson — que a la del héroe. Punisher no sólo carece de los habituales límites morales de los personajes de la casa editorial, sino que se comprende a sí mismo como una visión del “horror y del miedo, en manos de la justicia” frase que suele resumir el comportamiento irregular e incontrolable del personaje. Como antihéroe, Romita y Andru renunciaron a la mayoría de las convenciones de la casa editorial y dotaron a su personaje de una personalidad ambigua y casi siempre, al borde de cierta furia redentora y extrañamente cercana a la locura. Punisher es capaz de secuestrar, extorsionar, amenazar e incluso matar en su lucha contra el crimen, lo que coloca su escala moral — y su comportamiento como símbolo de cierta impenitente percepción de la bondad y la maldad — en una región sombría que Marvel pocas veces se ha atrevido a tocar. Por supuesto, el personaje siempre se encuentra bajo cierto parámetros éticos que le definen y que intentan mantenerlo en la percepción del antihéroe: Punisher utiliza sus métodos cuestionables sólo contra criminales. O en eso insiste, en lo que parece una versión más profunda y compleja de los parámetros morales de Batman de DC y su lucha contra el crimen. De la misma manera que el héroe de la capa — símbolo del terror justiciero de la casa editorial — Punisher nace a través de la tragedia: Frank Castle sobrevive al asesinato de su familia a través de una percepción de la venganza transmutada en justicia individual. Una guerra personal contra los criminales, que emprende con toda clase de tácticas y armamentos militares. Con su contexto como veterano de guerra, Frank no es sólo un soldado entrenado para el combate estratégico, sino también es un experto en artes marciales, combate cuerpo a cuerpo y todo tipo de conocimientos que le convierten en un arma mortal. Por supuesto, se trata de un personaje fruto de tiempo, nacido de los terrores de la cercana Guerra de Vietnam y sus cuestionamientos morales. No obstante, con el correr de las décadas, Castle se ha convertido también en una alegoría al miedo y a los terrores colectivos. En una visión sobre la violencia como elemento moral que sorprende por su eficacia.

Como era de esperarse, su transición a la pantalla llevó la noción del antihéroe agresivo y de moral cuestionable al extremo que nunca pudo alcanzar el cómic. La serie de Netflix apuesta a la ultraviolencia y lo hace desde la percepción del miedo como un enemigo real a combatir pero sobre todo, coloca a Castle frente al cuestionamiento de la venganza como una utópica búsqueda de sentido a su propia moralidad. El resultado es una extraña mezcla de percepción sobre los límites del horror cotidiano que el cómic apenas sugiere — lejos de las reglas más restrictivas que rigen las adaptaciones del cómic — y convertido en una especie de mártir de sus principios que no resulta del todo convincente. La serie no logra captar el núcleo argumental de la historia ilustrada y transforma el impulso vengador del personaje en una brutalidad aburrida, a menudo desagradable y forzosamente gore, que no llega a cubrir la percepción sobre lo terrorífico de lo cotidiano — y la violencia que engendra — que siempre ha sido el elemento más notorio de la línea narrativa de la versión ilustrada. La violencia en la versión serial carece del ingrediente moral, de la inquietud espiritual y sobre todo, de la angustia esencialmente moral privada que anima al Frank Castle del cómic. Al contraste su versión televisiva tiene poco de profundidad argumental y mucho de espectacularidad visual, una combinación que transforma la historia en una colección de lugares comunes de poca profundidad narrativa.

Resulta lamentable que una de las creaciones más extrañas del Universo Marvel, deba sufrir una especie de reinvención emotiva que no añade profundidad a la historia y que escamotea los debates de conciencia que el personaje enfrenta con cierta frecuencia. De los tres intentos de adaptación que el personaje ha sufrido durante las últimas dos décadas — con un fallido intento de la propia Marvel estrenado en el 2008 y que llevó por titulo “Punisher: War Zone” bajo la dirección de Lexi Alexander — la de Netflix es quizás la que intenta ahondar con mayor seriedad en la compleja personalidad de Castle, lo que hace que su incapacidad para hacerlo resulte más notoria. Convertido en parte del Universo cinematográfico y seriéfilo de Marvel casi por accidente, “The Punisher” debe su serie al buen resultado en la segunda temporada de Daredevil. La breve actuación de Jon Bernthal sorprendió a crítico y a público, lo que le brindó la inmediata posibilidad de protagonizar su propia serie. No obstante, el resultado de la historia alargada hasta lo imposible en trece innecesarios capítulos parece incapaz de estructurar la visión de la violencia como algo más que un añadido fastuoso y visualmente espectacular. Una y otra vez, la serie parece atravesar por baches narrativos que sabotean la unidad de los elementos dispersos que intenta cohesionar en un único discurso: Castle a ratos sufre la paradoja del mártil presionado por las circunstancias y el justiciero violento que intenta expiar sus demonios invisibles a través de la violencia. Pero el guión no logra crear una versión creíble sobre el sufrimiento invisible de Castle y termina creando una percepción de su angustia existencial más cercana a justificación que a otra cosa, quizás el error más notorio en un argumento por momentos demasiado lineal y otros directamente insustancial.

Mucho más conectada al mundo militar y política que a la lucha callejera, “The Punisher” atraviesa un espacio poco definido sobre la conciencia colectiva y lo moralmente aceptable, basado en el sufrimiento que el personaje que cualquier especulación sobre sus motivos como posible antihéroe en plena batalla contra los criminales de la ciudad. La serie comienza con las imágenes de Castle asesinandose de todos los culpables de los asesinatos de su familia y tal vez, ese prólogo que conecta a “DareDevil” con la serie sea toda una declaración de intenciones. La siguiente escena nos conduce hacia el Frank Castle, anónimo y destrozado por la furia y el sufrimiento, escondido bajo el anonimato de un trabajador cualquiera. Tal parece que la intención de los productores es recrear esa percepción del duelo que brinda consistencia moral a la lucha de las armas y la violencia, pero a pesar de la impecable actuación de Bernthal, no lo logra del todo. El Castle de Netflix flota en un limbo desconcertante entre el temor y la confusión de su concepto del bien relacionado con su habilidad para matar y la serie no logra construir un punto de vista que resulte creíble. En medio del despliegue de habilidades y la evidente concepción del héroe roto que sustenta a Castle, al final su personaje parece debatirse en medio de cuestionamientos abstractos no demasiado claros y mucho menos, comprensibles.

Para Marvel por supuesto, se trata de una apuesta arriesgada: En un mundo de Dioses nórdicos y criaturas descomunales como Hulk, la ferocidad urbana y elemental de Castle resulta poco menos que un terreno difícil de explorar. Tal vez por eso, el personaje se distancia pronto de cualquier relación con el Universo general de la marca y se centra en la versión de Castle sobre su búsqueda de una redención a través de la justicia personal. Lo logra con esfuerzo y no en todas las oportunidades y es esa irregularidad quizás el mayor punto débil que aún así, supera a la torpeza de “Iron First” y medita desde cierta óptica adulta sobre las raíces del heroísmo tal y como lo concebimos en la actualidad, lo cual es de agradecer.

Sin embargo, “The Punisher” peca de autoreferencial, predecible y derivada y son estos tres elementos lo que llevan la historia a enfrentarse a un inevitable tedio argumental del que no logra librarse del todo, incluso en sus capítulos más entretenidos. La historia de corrupción carece de solidez y la política, tiene un regusto artificial que no encaja en la compleja geopolítica actual. El resultado es una maraña de preguntas sin respuestas, hilos argumentales poco lógicos y una noción casi absurda sobre la historia que contextualiza la serie entera. Desde el primer capítulo — independiente al resto de la serie — hasta la insistencia en el pasado militar de Frank, “The Punisher” batalla con su versión de la realidad con pocas herramientas y una apreciable torpeza.

Pero a pesar de todos sus fallos, la serie tiene un especial interés en la calidad del producto en común y la intención en notoria en la originalidad del uso de algunos recursos argumentales, que utiliza con buen gusto y mano firme. Sobre todo el elenco coral sorprende por su buen hacer y mejor desempeño como un ejemplo de un grupo de personajes hostiles, que deben trabajar juntos por un objetivo común. Bernthal sigue siendo extraordinario en el papel principal, Jason R. Moore con su fantástico “Curtis” y el carismático “Russo” de Ben Barnes crean una noción sobre el poder de la violencia de enorme inteligencia, a la vez que el sórdido “Rawlins” brinda un aire sombrío y tenebroso a la historia. Aún así, el esfuerzo del equipo no es suficiente para sostener sus errores y es entonces, cuando “The Punisher” parece avanzar en medio de un extraño estadio entre la violencia gratuita, la inspirada percepción de la moral hipócrita de finales del siglo XX y algo más confuso que no logra expresar en realidad. Al final Frank Castle no es otra cosa que una víctima, pero la serie — que anuncia ese extraño giro del antihéroe marvelita — no logra mostrar en realidad las herida que le aquejan. Una notoria torpeza que la serie — como conjunto — al final, no logra remontar y que se convierte en su principal debilidad.

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