martes, 7 de noviembre de 2017

Una mirada a las bestias de la tierra y el cielo: El Dragón y su vuelo extraordinario.




El escritor George R. R. Martin suele decir que escribir sobre dragones “le permite encontrar un punto medio y profundo entre la fantasía y algo más simbólico”. Hace casi cien años JRR Tolkien dijo algo semejante, al hablar sobre su colosal y magnífico Smaug, eje central de su primera novela “El Hobbit” “Un dragón siempre será un magnífico secreto” escribió el novelista en sus diarios privados, fascinado por la idea de incluir entre sus relatos una criatura mítica de semejante antigüedad y envergadura. Para la ocasión, Tolkien dibujó su propia versión del extraordinario Smaug: Una lagartija gigantesca, color carmesí y dorado, adornada con joyas y envuelta en el brillo radiante de los tesoros robados a lo largo de centurias. Pero en toda las ilustraciones de Smaug, Tolkien se había asegurado que su dragón mirara al frente, grandes ojos de amatista de profunda inteligencia, una reposada inteligencia.

Por supuesto para Tolkien, Smaug era algo más que un capricho súbito o una decisión argumental nacida de su amor por la mitología que rodea a una de las criaturas míticas más antiguas del mundo: Lo había creado como referencia directa a una de sus obras predilectas “Beowulf”, cuyo héroe lucha a brazo partido con “el dragón ardiente, el demonio temeroso”. Para Tolkien, el dragón representaba un tipo de mal retorcido y beligerante, inquietante y duro de comprender. Como buen cristiano, Tolkien estaba convencido que el mal era un concepto absoluto y lo representó como una criatura espléndida, de inteligencia nítida y violenta. Porque lo realmente peligroso de Smaug no era su capacidad para escupir fuego — al menos, no lo único peligroso — sino su mordaz conocimiento sobre la naturaleza humana. “Infundo el temor en el corazón de los hombres” exclama en pleno paroxismo de belleza y poder “Nadie puede comprender mi antigüedad”.
No obstante, Smaug es sólo una versión de una criatura que ha poblado la literatura y mitología mundial durante siglos. A pesar de su papel contemporáneo como figura mística, sabía e incluso bestia salvaje (La versión preferida de Martin en su saga de novelas ríos “Canción de Hielo y Fuego”) el origen del dragón es mucho más antiguo. Puede rastrearse incluso hacia la prehistoria, justo en el nacimiento de nuestros terrores colectivos. No es casual que cuando se hallaron los primeros huesos fosilizados de los saurópodos en 1824, la leyenda popular afirmó de inmediato que se trataba “de Dragones, aparecidos desde la Tierra para demostrar su existencia”. La discusión sostenida y extravagante se extendió hasta casi principios del siglo XX y todavía, a mitad de la década de los sesenta, alguna que otra publicación afirmaba que los dragones “habían existido y era irrefutable tal creencia”. Como si la existencia del dragón fuera no sólo una noción sobre el bien y el mal, sino también, un símbolo tan antiguo imposible de contener — o definir — a través de términos científicos.

Una visión inevitable, si se toma en cuenta que el dragón ha formado parte de la imaginería popular de casi todos los países y las culturas del mundo. Remite a los mitos de la creación Occidental, desde la bestia Nórdica Níðhöggr, a los pies del árbol de la vida Yggdrasil, las figuras colosales y temibles de mitos paganos europeos hasta el mismísimo Libro de la Revelación y su “gran dragón rojo con siete cabezas y 10 cuernos” que intenta comer la descendencia de “la mujer vestida del sol” cuando da a luz. Toda una analogía sobre la sabiduría, el conocimiento, la maldad convertida en un metáfora de la belleza y el poder, de los terrores escondidos en la mirada consciente sobre la personalidad e identidad de pueblos y culturales a través del mundo. En la Biblia, de hecho, el dragón es la encarnación de la maldad como forma absoluta y lóbrega, una criatura temible que contiene todo el conocimiento de los Infiernos y que propaga el mal a través de su aliento envenenado, envuelto en los albores del pecado. En un misterioso Óleo que conserva el museo del Prado, atribuído a un desconocido “maestro de Zafra”, puede verse a un arcángel Miguel de extraordinaria belleza venciendo a un dragón espléndido, con garras de león, alas de buitre. Una colosal serpiente marina que parece intentar vencer sin lograrlo el pie bendito del arcángel. Esa fue la imagen del dragón — o su evolución — durante los labores del Cristianismo y hasta la casi la mitad del medioevo, época durante la cual la Iglesia propagó una imagen sobre el Diablo encarnado como una bestia temible y astuta. Para buena parte de Occidente, el Bíblico enemigo de Dios, asumió la forma de una criatura que encarnaba un tipo de sabiduría anterior incluso a las historias primigenias de la Biblia, de los albores mismos de la sabiduría de profetas y Patriarcas judaicos.

La belleza, la sabiduría y el poder: El dragón como símbolo del conocimiento.
Mientras en la Europa medieval multitudes aterrorizadas temían que un dragón de fauces eternas les llevara al Infierno, al otro lado del mundo, los espléndidos dragones imperiales Chinos se alzaban como espléndidas alegorías de nobleza y bienestar. Solían representarse en medio de ricos tejidos de seda, rodeados de perlas y abalorios de piedras preciosas y solían formar parte de las ricas decoraciones de salones imperiales y otros lugares en los que habitaba la nobleza del país. Incluso se insistía que el Emperador Yao ( 2356 a. C) descendía de un dragón, quién había amado tanto a su madre como engendrarlo. La línea imperial de dragones se hizo célebre en la visión popular del continente asiático sobre la monarquía y por siglos, hubo vívidas descripciones sobre leyendas de dragones que protegían a la familia real, se enamoraban y odiaban con verdadera pasión humana, vivían en poblados lejanos e incluso, habitaban con formas humanas durante largas temporadas de dolor y expiación.

Tan variadas, detalladas y profundas fueron las narraciones, que para el año 1854, el geólogo victoriano Charles Gould, que recorría Asia en busca de leyendas antropológicas y mitológicas, llegó a creer a pie juntillas en la existencia del dragón tal y como lo concebían los pueblos orientales “No hay nada imposible en la noción común del dragón tradicional” escribió Gould en su libro “Mythical Monsters” publicado en el año 1886 “Es más probable que alguna vez haya tenido una existencia real que ser un mero descendiente de fantasía”. Para Gould parecía impensable que las innumerables historias, los detalles de enorme belleza de cada relato, fueran fruto de la simple fantasía colectiva. Había en las leyendas una fe en lo fabuloso que Gould podía comprender y que tradujo como una de comprender la noción sobre China como territorio extraordinario e inexplorado. Una visión sobre lo desconocido.

Claro está, Gould provenía de una larga generación de científicos habituados a sorprenderse por la posibilidad real de lo imposible. Durante buena parte del siglo XVI, XVII y bien entrado el XVIII Europa parecía poblada de todo tipo de criaturas asombrosas: desde brujas, vampiros, hombres lobos, hasta extraordinarios dragones misteriosos que atravesaban la tierra en vuelos raudos. Buena parte del arte de la época muestra una geografía de lo imposible asombroso por su belleza: El arte de William Blake, Edward Burne-Jones y Aubrey Beardsley mostró una época donde las bestias temibles eran más comunes — y apreciadas — que los animales corrientes. Había algo hermoso en toda la fauna espléndida, musculosa y poderosa que llenaba las paredes de museos y páginas de libros. Para Burne — Jones el dragón era una criatura colosal, precursor de los monstruos extraordinarios del cine, musculoso, hambriento de sangre humana y de una vitalidad asombrosa. Para Beardsley, obsesionado con el sexo y lo erótico, el dragón era capaz de seducir y mostrar un tipo de belleza exquisita, enervada y eléctrica, con su cuerpo sinuoso y casi fálico, su poder misterioso y fatal.

Sin duda, como todos los monstruos, el dragón tiene el poder de la evocación y la belleza. Para buena parte de los escritores victorianos, el dragón era la raíz de un tipo de búsqueda inquietante y profunda que avanzaba a través del tiempo como una noción sobre la trascendencia y la identidad. Una idea que el escritor WJT Mitchell pondera en su intrigante estudio casi postmodernista “The Last Dinosaur Book”, en la que la figura del dragón se transforma en el referente cultural de todos los monstruos, todas las ideas y todos los trasfondos sobre el miedo y la inquietud erótica a través de cientos de mitos que le transforman en deseo y advertencia sobre los peligros de la tentación. Tal vez por ese motivo, Carl Jung declaró que el dragón es un arquetipo de nuestros miedos inconscientes: la naturaleza primigenia, devoradora y caníbal de lo primigenio que devora nuestra consciencia y nuestra visión única de la identidad. Pero la vez, es también el poder transformador dentro de nuestro espíritu (“el Gran Ser Interior” en la frase de Jung) lo que coincide con la tradición oriental. Tal vez, ese sea el mayor secreto del dragón, escondido entre lo alegórico y lo evidente: su capacidad para conjugar las fortalezas y debilidades del espíritu del hombre. La profunda y primordial belleza de nuestros paisajes mentales.

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