sábado, 18 de junio de 2016

Una voz en la oscuridad y otras historias de Brujería.





Una vez, me obsesioné con la puerta cerrada del sótano en la casa de mi abuela - la bruja, la sabía -.  No sabía muy bien por qué, pero la sencilla puerta de madera, cerrada con llave y cubierta de telarañas, representaba de una manera u otra todos los misterios de esa enorme casona envejecida a la que había ido a vivir. Pasaba horas de pie en el par de escalones que me separaban del descansillo inferior, contemplando la puerta entre desconfiada y temerosa. Pero también, llena de una curiosidad que me llevaba esfuerzos contener.

Me había mudado a casa de mi abuela hacia apenas dos meses y todavía me parecía un lugar misterioso e incluso, en una que otra ocasión, aterrorizante. Por supuesto, se trataba también de la manera como la miraba, desde los colores brillantes de mi imaginación: la mayoría de tiempo estaba convencida que aquella enorme casona destartalada era un lugar lleno de enigmas y misterios. Miraba a todas partes, esperando que algún misterio mágico saltara de las esquinas o se me revelara algún portento imposible detrás de los sencillos anaqueles de la cocina desordenada. Con ocho años recién cumplidos, ya sabía lo suficiente del mundo como para que su aspecto corriente de casa vieja no me engañara. Sabía muy bien, que detrás de todo ese aspecto rutinario y medio desvencijado, se ocultaba la magia. O lo que yo creía era la magia, por supuesto.

Mi prima M. le parecía mis delirios lo suficientemente graciosos como para burlarse de ellos. La mayoría de las veces me escuchaba entre divertida y asombrada por los desbordes de mi imaginación.

- ¿Una casa viva? - preguntó en una oportunidad, luego de escucharme parlotear por largos minutos sobre el "poder" de la vieja casa familiar. Me encogí de hombros, muy seria.
- Sí, viva como para escucharnos y mirarnos - dije en tono exaltado - como si respirara a través de la madera y se moviera, lento, muy lentico...para que no lo notáramos.

Mi prima se quedó muy quieta, observándome. Años después, me confesaría que mi apasionada descripción sobre nuestra casa le había aterrorizado por un momento blanco y helado. Que con toda su petulancia de quince años, de pronto se sintió un poco desconcertada por esa firme creencia mia de una casa capaz de respirar. Pero por supuesto, por entonces era muy arrogante para admitirlo, de manera que soltó una carcajada insultante.

- Entonces, la casa está viva y respira - se inclinó hacia el espejo de su cómoda para mirarse mejor - ¿Y que se supone que significa eso? ¿Qué tu eres una especie de pulguita molesta provocando escozor?

No sabía que significaba la palabra "escozor" pero me sonó lo bastante grosera como para enfurecerme. Cruce los brazos sobre el pecho y miré a prima, desafiante.

- Bueno, tu fuiste la que me dijiste que todas las casas de brujas son temerosas.
- Temibles - me corrigió con los ojos en blanco. Pateé el piso furiosa.
- ¡Eso! ¿Lo dijiste o no?
- Lo dije. Pero lo que tu dices es otra cosa.

La primera semana en que había vivido en la casa de la abuela, prima se había dedicado a fastidiarme y a tratar de asustarme. Me veía mirando las decenas de fotografías familiares colgadas en las paredes junto con escobas y símbolos desconocidos y sonreía con malicia. "¿Sabes que la casa de una bruja todo tiene una historia misteriosa" me decía, señalando los viejos objetos polvorientos. "Todo está allí para recordarte que hay cosas que nunca sabrás y que podrían asustarte". Y aunque nunca admití que la puyas de prima me afectaban, la verdad es que me habían provocado una que otra pesadilla. Me despertaba a media noche mirando a mi alrededor la habitación desconocida, el jardín más allá de la ventana con una sensación de terror seco e inexplicable. Aún no me acostumbraba a los sonidos de la casa, sus lamentos y crujidos y tenía la exacta sensación que la oscuridad me observaba o mejor dicho, esa presencia de la casa en la oscuridad. Solía quedarme muy quieta, con las sabanas apretadas contra la barbilla, esperando algo que no sabía muy bien que podría ser.

- La casa está viva - insistí con los brazos en jarra y mirando a mi prima desafiante - es una casa mágica, llenas de cosas de brujas.

Mi prima chasqueó la lengua y siguió maquillándose, pero yo no me di por vencida. Me quedé junto a la puerta, mirándola con impaciencia. Volvió otra vez la cabeza.

- ¿Y que quieres que te diga?
- No lo sé, tu siempre dices que sabes alguna cosa.
- ¿Cómo que la vieja casa está embrujada?

Me contuve de dar un salto. En lugar de eso, eché una rápida miradita a mi alrededor, un poco sobresaltada. Pero prima, malvada como era, lo notó y eso la hizo sonreír.

- ¿No lo sabías? Todas las casas de las brujas están embrujadas. Tienen fantasmas y esas cosas.
- No es verdad.
- Tu me dijiste que la casa estaba viva.
- Pero...
- Esta embrujada, eso es lo que ocurre.

Tampoco sabía muy bien que quería decir esa palabra, aunque tenía una vaga noción que era algo terrorífico, cosa que había aprendido muy bien gracias a las películas de terror y los cuentos de miedo que leía a escondidas a pesar de la prohibición de mamá y mi abuela. Sabía por ejemplo, que una casa embrujada estaba llena de algo malvado, inquietante. Que podía provocarte un miedo insoportable, que te perseguía a todas partes. Una fuerza invisible que abría y cerraba puertas, provocaba ruidos temibles y lo que era aún peor, te hacia sentir asustado. Siempre y a toda hora. ¿La casa de la abuela lo estaba?

La verdad, la casa de la abuela me atemorizaba pero también me caía bien. O todo lo bien que te podía caer una casa a la que recién llegas. Me gustaba su enorme salón repleto de muebles viejos en diferentes estados de deterioro, sus habitaciones amplias con camas enormes, los baños con bañera de porcelana, la biblioteca ruinosa y llena de libros. Incluso el feo jardín antipático con su hierba muy crecida por la que nadie se preocupaba me agradaba muchísimo. La casa era misteriosa, eso sí. Pero jamás realmente atemorizante...o eso creía.

Tragué saliva. Me negué a demostrarle a mi prima que había logrado asustarme.

- Es una casa de Brujas. Hay muchas cosas buenas aquí.
- Por supuesto que las hay, pero hay algunas...que no tanto.

Levantó la cabeza y miró hacia la puerta abierta de la habitación, que daba al pasillo del primer piso. Seguí su mirada. Allí no había nada como no fueran los feos cuadros de algún pariente entusiasta de la pintura, un tapiz tejido de colores desteñidos y...los primeros escalones hacia el sotano. Estiré el cuello para ver mejor. A partir del primer escalón la oscuridad se volvía verde y brumosa, salpicada de tela de araña y polvo.

- En la casa de una bruja hay cientos de cosas buenas. Hay libros, especias, escobas, viejos objetos que se heredan y que simbolizan a la familia que los hereda - prosiguió mi prima. Reconocí el fragmento de uno de los libros de la casa. Me asombro lo conociera de memoria - pero también hay misterios. Unos tan temibles que...

Volvió a mirar hacia el boquete del pasillo. Me impacienté.

- Mira, si vas a decir algo.
- No tengo nada que decir. Cuando puedas, ve a echarle un ojo...a ciertos lugares.

Se inclinó para mirarse al espejo, en un gesto indiferente que de haber sido mayor, me habría hecho reir pero siendo la niña que era, me provocó una cierta sensación de angustia. ¿Que sabía prima que yo no? Me dije cuando finalmente salí de la habitación y recorrí el pasillo hasta los primeros escalones del sotano. Y lo que era un poco más inquietante ¿Quería descubrirlo?

***

La casa de una bruja suele estar repleta de viejos recuerdos y todo tipo de objetos que como bien dijo mi prima, simbolizan el vinculo de la familia con la vieja Tradición que practican. La de mi abuela no era la excepción: No había un sólo lugar en la casa que no estuviera lleno de antigüedades, cosas de dudosa utilidad y otros francamente desconcertantes. Había cuadros de tela bordados por las manos de alguna pariente desconocida, telas cubiertas de estrellas y lunas plateadas que cubrían muebles rotos o muy gastados. Libros muy viejos, algunos carcomidos por la humedad. Lámparas que no encendían, relojes que marcaban horas distintas, una gran variedad de esculturas de mujeres y hombres que nadie sabía muy bien - o al menos, yo no lo sabía - que podría significar. Todo mezclado y apilado a la vez en cada pared y anaquel. Uno podía pasarse horas mirándolo todo, inventándose historias fantásticas de lo que eran y lo que podían significar.

Pero después que mi prima me asegurara que la casa estaba embrujada, ya no parecía tan divertido. Me pasaba horas mirando las paredes con los ojos muy abiertos, esperando que algunas de las personas de las fotografías enmarcadas se volvieran a mirarme. O muy convencida que las enormes puertas talladas se abrirían  para mostrarme alguna figura fantasmal que me perseguiría por los pasillos oscuros y húmedos. Me despertaba por la noche, petrificada de miedo, esperando que algo entrara por la ventana de mi habitación, rasgando las delicadas cortinas de terciopelo. La casa cálida y cómoda, que antes me parecía soñaba despierta, ahora me vigilaba con gesto feroz.

Y por supuesto, la puerta del sótano, cerrada por tres cerraduras y cubierta de telarañas me resultaba más temible que cualquier otra cosa. No hacia otra cosa que mirarla, tratando de adivinar que guardaba - porque algo tenía que guardar ¿No? - y que podía ocultar mi familia en ese feo sótano alejado de todos los lugares que frecuentaban los miembros de la casa. A veces bajaba un par de escalones  lo suficiente para notar que la puerta era muy vieja: tenía grietas polvorienta, los goznes desvencijados e incluso, los candados que colgaban de la cerradura, tenían pinta de estar a punto de sucumbir al óxido. Me pregunté por qué abuela, por lo general tan meticulosa con la limpieza y orden de la casa, no parecía preocuparle mucho lo que ocurría en aquel rincón desolado. ¿Significaba alguna cosa? me preguntaba mientras miraba boquiabierta la carcoma y las infinitas telas de araña que flotaban en el aire. ¿Había algo detrás de la puerta...digno de proteger?

Una noche, soñé que me levantaba de la cama y caminaba por el pasillo, sólo para encontrar la puerta iluminada por una luz rojiza que no parecía provenir de ninguna parte. La madera ardía sin fuego y los viejísimos goznes de metal se retorcían en la pared. Y entonces, escuchaba el claro PUM PUM de un corazón invisible, intentando escapar de entre la madera y el yeso. Palpitando como un eco maligno, cada vez más cerca de la superficie.

Desperté temblando, con las sienes cubiertas de sudor y la garganta cerrada de pánico. Me apresuré a levantarme para cerrar la puerta de mi habitación con doble cerradura. El crujido del metal pareció llenar el mundo, chocar en la oscuridad como un gemido.  Me quedé con la cabeza apretada contra la puerta, con las lágrimas rozandome los párpados. Y me pregunté si algo más allá de la puerta cerrada, me esperaba algo más.

***

Mi abuela solía decir que toda bruja es un espíritu osado que no tiene miedo de caer porque sabe volverá a volar. Recordé esa frase cuando, armada con una vieja linterna de metal, caminé por el pasillo del sotano para enfrentarme a él. Luego del sueño, no había podido pensar en otra cosa. Era como si la vitalidad de la casa fuera más evidente que nunca y todo me empujara hacia esa puerta cerrada. O así me lo imaginé, con todo el dramatismo de mis impresionables ocho años. Tenía la impresión que la puerta me vigilaba, por muy cerca o muy lejos que estuviera. De manera que finalmente, decidí que debía enfrentarme a lo que sea me esperara allí, por mucho miedo que me provocase. Después de todo, pensé con las manos húmedas de miedo de pie frente a la puerta, quería ser una bruja. Y las brujas no se asustan de nada.

Bueno, quizás si se asustan un poco, pensé encendiendo la linterna y bajando de a pasitos por los escalones. Quizás eso de no tener miedo era más bien seguir a pesar del miedo, de la sensación que una mano seca y llena de talarañas me secaba la garganta. Avancé, mordiendome los labios, con los ojos muy abiertos y las manos extendidas. La puerta pareció mirarme con tranquilidad, desde su oscuridad azul y ceniza.

Dejé la linterna en el piso. Me acerqué un paso a la puerta. La contemplé desde mi estatura y tuve la impresión que era mucho más alta, grande y fuerte de lo que había imaginado.

- Vine a vencerte - dije entonces, muy heroica - porque las brujas nunca se detienen.

Eso decía uno de las docenas de tapices que colgaban por la casa. Había uno que me gustaba mucho y que según me había dicho una de mis tias, había tejido una pariente Europea luego de sobrevivir a una larga enfermedad en su juventud. Era una pieza muy sencilla: Una noche tachonada de estrellas se elevaba sobre la cabeza de  una mujer de cabello largo parecía contemplarla con placidez. Junto a la Luna Llena de hilo plateado, se podía leer la frase: "El corazón de una bruja es indomable. Jamás se detiene y siempre avanza". Me pregunté si la bruja del tapiz había tenido que enfrentarse a un sótano polvoriento en una casa embrujada.

Bueno, quizás esta era mi...¿prueba? me dije en un jadeo extendiendo la mano para tocar la madera vieja. Una vez, había leído que todas las viejas deben atravesar "océanos de fuego para alcanzar la sabiduría" y aunque esto era sólo una puerta, para mi era una especie de monstruo silencioso que me observaba inmóvil. Apoyé la punta de los dedos junto a las cerraduras y casi creí percibir una leve palpitación. La sensación de ese corazón gigante y cruel que estaba detrás de la puerta.

Sentí un extraño deseo de gritar y correr, de escapar de ese miedo inaudito y extravagante que me sofocó. Pero no lo hice. Simplemente continúe allí, con los ojos apretados y el cuerpo rígido. ¿Un corazón? me dije, con la garganta seca de miedo. ¿Un monstruo de verdad? Apoyé las palmas de las manos, las deslicé sobre las astillas de madera. Percibí como la puerta parecía ondular bajo mi peso, sacudirse un poco. Esta viva. No, no lo está.  ¿O sí?

Empujé. Sólo un poco. Lo suficiente para un crujido casi peligroso hiciera temblar la madera. Pero aún así, no me moví. Empujé de nuevo, esta vez con más fuerza. Ahora fue el metal el que crujió y se combó, como si años de silencio lo debilitaran. Y quizás así era: cuando empujé de nuevo, esta vez con toda la puerta de mis hombros rígidos, la puerta se movió y el metal de los goznes se dobló sobre el yeso. El movimiento de la puerta se aceleró, se hizo más fuerte. Un sacudón flexible, como si la vida que lo animaba - o así me lo imaginé - le recorriera por última vez. Entonces, en un movimiento lento, triste y hasta sencillo, la puerta se abrió hacia atrás y se abrió con un chasquido.

Una polvareda se levantó a mi alrededor. Comencé a toser, sorprendida y aterrorizada. De pronto, pareció que la casa entera se sacudía por el chillido de la madera al romperse, por ese lento vaivén de los goznes de metal colgando de la pared húmeda. La puerta se sostenía apenas de la pared, como si flotara por una voluntad invisible. Tan frágil, tan simple. La contemplé tratando de respirar entre el polvo, de comprender que sucedía.  Con manos torpes, tomé la linterna y alumbré el espacio oscuro que se abría más allá de la media luna polvorienta de la puerta rota. Estaba convencida que la extraña vitalidad de la casa residía allí, que lo que sea que había embrujado la casa, estaba oculto justo en esa oscuridad.

Avancé un poco a ciegas, mirando la puerta con los ojos muy abiertos. La oscuridad retrocedió, herida por mi pequeño haz de luz que rebotaba aquí y allá en pequeños destellos informes. Y luego, me encontré con la simplicidad de una habitación con ventanas cubiertas por tablas de metal mal encajadas y una jungla de objetos cubiertos por sábanas carcomidas.

A la distancia de los años, he llegado a pensar en esa escena como la de un sueño, tan onírica y significativa en su sencillez. Me recuerdo de pie, cubierta de polvo y mirando lo que parecían ser una colección de objetos tristes, abandonados, cubiertos por la carcoma y el comején, ingrávidos en la oscuridad del olvido. Sin nombre, sin nadie que los recordara. Me veo a mi misma mientras camino con la lámpara temblando en la mano, con el haz de luz zigzagueando de un lado a otro, incrédula en aquella nada sin voz. En esa colección de recuerdos que nadie - estaba segura de eso - recordaba existían. La niña que fui, da un paso hacia las sombras tristes. Luego otro más. Y se queda allí, en medio de un paisaje de pesadillas, con la respiración agitada y las mejillas pálidas, tratando de entender que ve a su alrededor.

Por supuesto, se trata de una idealización de un recuerdo torpe. En realidad, caminé por la oscuridad hecha un mar de nervios, tropezando de aquí para allá, intentando no gritar aterrorizada por cada crujido y sonido que el silencio de la habitación parecía aumentar. ¿Solo esto guardaba el sótano? me pregunté en medio de la confusión, apretando la linterna con tanta fuerza que me dolían los nudillos. ¿Sólo esto me provocaba el miedo?

Me acerqué a unas de las paredes. Una grieta de humedad la atravesaba de un lado a otro. Colgaban ramas retorcidas y secas, con toda seguridad del jardín que había por encima. Uno de los tapices familiares colgaba en ella, manchones de colores podridos aquí y allá. Un pájaro verde y amarillo cruzaba lo que debió ser un cielo azul añil. El color del anochecer. En una esquina, había otra de las frases que las mujeres de mi familia solían incluir en piezas de tela semejantes.

"El Reino de la magia habita en el espíritu" se leía en un bordado carcomido por el tiempo "Somos parte de un lenguaje de estrellas. Somos parte del valor y del miedo". Lo leí en voz alta y mi voz pareció flotar en la oscuridad, tan pequeña y manchada de humedad como todo lo que me rodeaba. Pero me gustó ese sonido. Y me gustó también las frases, que me recordaron el bonito libro de las sombras de mi Abuela, que ella me había mostrado nada más llegar a casa. Ese primer día, me leyó un fragmento que me hizo sonreír. "Toda bruja es un ave que remonta el vuelo a ciegas, que recorre distancias infinitas para encontrar lo que busca y que desea. Toda bruja es fuerte por decisión, impertinente por necesidad y furiosa por conocimiento. Somos fuego puro, en la oscuridad y en medio de la noche. En el brillo de las estrellas. En las noches ciegas y sinceras".

Nunca había comprendido esa frase y tampoco lo hice en mitad del sótano polvoriento. Pero hubo algo entre ambas ideas que me consoló a medias, que convirtió el miedo en una sensación lenta y extraña. Levanté la linterna y mirando el tapiz - esa ave sin rostro remontando un cielo imaginado por alguien más - la apagué.

No podría decir por qué lo hice. No se trató de un acto de valor, mucho menos un gesto de que demostrara algo más que otro tipo de miedo. Pero allí de pie, a oscuras, sentí que la casa que amaba - la que respiraba y estaba viva - volvía a ser sólo una criatura fantástica de mi imaginación dotada de vida y no el monstruo inquietante que había llegado a temer. Me quedé allí, conteniendo como pude las ganas de gritar y de correr. Escuché el silencio llenarse de crujidos y extraños sonidos. Las sombras palpitar de un lado a otro. Pero no me moví. Seguí allí hasta que simplemente los sonidos me rodearon, no fueron otra cosa que ideas deslizándose de un lado a otro. Entonces volví al hueco de la puerta. Las manos abiertas hacia la oscuridad.

Los primeros peldaños de la escalera me esperaban bañados por el resplandor dorado de la tarde. Y sentí, cuando comencé a subir por ellos, cubierta de polvo y con el corazón latiendo a toda velocidad, que hay recuerdos e ideas de la oscuridad que la luz no puede comprender. Que quizás, no todo es miedo y valor si algo mucho más extraño y doloroso en mitad de ambas cosas.

***

Mi abuela me castigó a lavar los platos de la cocina cinco días luego de descubrir que había roto la puerta del viejo sotano. Aún así, no contuvo la sonrisa cuando le hablé de lo que había ocurrido el día en que lo hice y todo lo que había aprendido en esa habitación polvorienta y solitaria.

- Fue como si entendiera que el miedo no es de verdad - expliqué enjuagando la enésima taza - o si lo es, uno puede vencerlo.

Mi abuela me dedicó una de sus miradas apreciativas. Tomó la taza y la colocó junto al resto junto al fregadero. La noté pensativa.

- El miedo puede ser muchas cosas, pero el valor es una sola: tu capacidad para enfrentar lo que te aterroriza - sonrío - Una bruja aprende bien pronto que el miedo es una ilusión simple y el coraje, una lección que se lleva de por vida.

Continué fregando los cacharros en silencio, analizando lo que acababa de decirme sin comprenderlo del todo. Me volví a mirarla.

- Buela, entonces ¿La casa no está embrujada?
- Oh claro que lo está - soltó una carcajada - pero un embrujo es un sueño, una esperanza, una forma de mirar al mundo. Una aspiración por un ideal. Y todas las brujas lo construyen a diario. Entonces, sí. Está embrujada. De buenos recuerdos, de risas y dolores. De historias propias y ajenas. Todo eso impregna esta casa.
- ¿El embrujo no es algo malo?
- Depende a quien le preguntes.

Me sequé las manos con el trapo de lana que colgaba de la ventana. Miré a mi abuela con una sonrisa.

- ¿Y si te lo pregunto a ti?
- Te diré que toda casa de bruja está embrujada por su firme decisión de crear, creer y construir.

A veces recuerdo esa frase y todavía me hace sonreír. Como si la sabiduría que la llena formara parte de mi vida de todas las maneras posibles, en todos sus pequeños secretos. Y pienso en ese poder que me acompaña a todas partes. En ese espíritu indomable que me pertenece. En esa sabiduría intima que me hace llamarme bruja. Una manera de soñar.




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