lunes, 27 de junio de 2016

ABC del fotógrafo curioso: Todo lo una visita al cuarto oscuro puede enseñarle a un fotógrafo de la era digital.



Cuando el año pasado decidí impartir un taller de Fotografía analógica en la Escuela de fotografía donde trabajo, me enfrenté a la incredulidad de buena parte de mis amigos y colegas. Hubo quien me intentó convencer de lo poco rentable que resultaba una técnica en desuso o el hecho que en mi país, los materiales para el proceso tenían precios prohibitivos. Pero la mayoría, coincidió en el poco interés que despierta en los fotógrafos de la nueva generación, la fotografía tradicional. Ese proceso artesanal que construye la imagen desde el origen y que permite al fotógrafo comprender la imagen desde lo esencial y a nivel de profundidad por completo nuevo.

La idea me entristeció y me preocupó. Pero no me amilané. En lugar de eso, me hice preguntas concretas sobre por qué consideraba necesario volver a lo básico del proceso fotográfico y sobre todo, que tan beneficioso podría ser. Un recorrido emocional e incluso intelectual por todas las buenas razones que me hacen fotografiar y que me han hecho seguir haciéndolo durante casi veinte años de mi vida.

— La fotografía en film te enseña a pensar como fotógrafo — me explicó uno de mis primeros profesores sobre el tema — te enseña a construir la imagen desde tu mente incluso antes de sostener la cámara. Lo digital desconoce ese proceso o mejor dicho, lo menosprecia. Para cualquier fotógrafo actual la imagen nace en la cámara, en lo instantáneo. El proceso tradicional desmiente eso.

Nos encontrábamos en el cuarto oscuro donde aprendí la mayor parte de las cosas que sé sobre el tema. Se trata de una habitación diminuta en la parte trasera de una casa llena de luz del Oeste de la ciudad donde vivo. Mi profesor — que odia que le llamen así — es un anciano que nunca se ha considerado fotógrafo y que dudo que lo haga alguna vez. Más de una vez me ha dicho que se llama así mismo “contador de historias” y que por carambola, es la cámara el instrumento que se lo permite. Lo dice, mientras mezcla con una paciencia casi beatífica los químicos en las bandejas, observando con atención la manera como se funden y se mezclan. Yo, que no puedo verlo — nunca supe — lo miro asombrada y admirada.

— Pero para todo fotógrafo, la imagen final es la conclusión de un montón de referencias — le digo — ¿Cambia eso el proceso creativo? ¿Lo destruye o lo construye? ¿Lo afecta?
— Depende de lo que desees lograr. Mejor dicho, la forma como asumes el peso de la historia que cuentas o lo que intentas lograr con la fotografía. Ninguna fotografía es inocente, mucho menos accidental. Incluso si la cámara cae y dispara, lo hizo en el lugar en que escogiste estar de pie. El proceso tradicional resume todo eso.

Toma una de las bandejas, la sacude con lentitud. La coloca a la derecha de la mesa. Ahora toma la otra y con cuidado la coloca a su lado. Bajo la luz rojiza del bombillo de seguridad, ambas tienen el aspecto de lagos cálidos y silenciosos.

— Fotografiar es arte. Es tomar una escena y componerla para que diga alguna cosa. Para que construya alguna cosa. Para que eternice una idea de todas las formas posibles. Para que te agrade, te incomode, te asombre. En la fotografía tradicional toda la estructura comienza por las decisiones que debes tomar para crear una imagen. Para hacerla perfecta y lo más cercano a cómo imaginas posible. Eso es un trayecto largo y sostenido en toda una serie de conclusiones sobre lo que la imagen puede ser.
Sonrío. El profesor levanta los ojos desde la ampliadora. Enciende la luz como un gesto.
— ¿Qué opinas?
 — Que la fotografía está viva.
 — Qué romántico.
 — La verdad no.

Las primeras veces que revelé en el cuarto oscuro me equivoqué tantas veces que llegué a creer que no podría dominar el proceso nunca. Era como el juego del gato y el ratón con la luz, la combinación de químicos y sobre todo con mi sensibilidad con la forma de mezclarlo para encontrar un resultado idóneo. Me llevó meses lograr algo parecido a eso. Una enorme paciencia que no supe que tenía hasta entonces, pero sobre todo amor. De pronto, me encontré sintiendo una emoción profunda y personal por todo lo que implicaba crear una fotografía. Verla nacer entre mis manos, construir una idea desde su génesis.
En una oportunidad, tuve uno de esos pequeños accidentes que le suele ocurrir a cualquier fotógrafo que empieza a recorrer el largo camino del mundo de la fotografía en film: luego de dedicar horas de esfuerzo y trabajo en la copia de una imagen, el resultado no resultó, ni mucho menos satisfactorio. Eso, a pesar que había procurado que cada paso fuera perfecto, esencial y concreto. La imagen, levemente borrosa sobre el papel, carente de esa pulcritud que había imaginado para ella, me acusaba de algún descuido imaginario o lo que era peor, declaraba en blancos y negros mi desconocimiento sobre el tema. Frustrada y decepcionada, rompí la hoja sintiendo que entraba a trompicones en terreno desconocido. Por supuesto, ya lo sabía: Una manera de recrear la imagen donde el ingrediente principal era la paciencia, una idea sobre la obtención de un resultado visual que tenía mucho que ver con una forma laboriosa y meticulosa de expresarla. Y me pregunté, quizá no por primera vez, que tanta relación tenía mi esencia como fotógrafo digital, estos pequeños traspiés en mi recorrido en film.

Más tarde, todavía obsesionada por la idea, me dedique a ver un documental sobre Cartier Bresson, que forma parte de la bien nutrida biblioteca audiovisual de la ONG (Organización Nelson Garrido) donde por entonces, llevaba a cabo un extenso taller sobre revelado y copiado en Film. El documental, titulado “El Momento Decisivo” , es una interesantísima reflexión sobre la fotografía tradicional, no solo como proceso, sino como transición conclusiva sobre el arte de la imagen. Y fueron las palabras reposadas y exquisitas de un Bresson perfectamente consciente de su lugar en la historia de la fotografía, las que de alguna forma respondieron mis disyuntivas, mis preguntas y sobre todo, aliviaron la inquietud que mis errores en la creación visual de película me había producido. Una sensación extraña, escuchar a un fotógrafo legendario, referirse a la fotografía como el arte de Captar “el momento decisivo”. Una idea que en lo digital se diluye en la inmediatez del resultado concreto, que deja de tener sentido, al poder repetir una toma tantas veces como el concepto que necesitamos expresar lo requiera.

Y es que mirar las hojas de contacto de un Bresson jovencísimo, llenas de imágenes maravillosas que nunca vieron la luz más allá que esa fugaz mirada del momento perfecto, comprendí que el problema de mis fallos y errores radica exclusivamente en no haber comprendido el núcleo de la fotografía en film: su elaborada construcción de un lenguaje visual a través de un esquema progresivo. Paciencia, observación, la capacidad de encontrar un instante congelado en el tiempo, radiante e irrepetible, que pudiera conservarse como una trascendencia de su memoria. Escuchar a Bresson explicar lenta y con escogidas palabras, lo que significaba atisbar en las largas series de imágenes, una a una, casi idénticas entre si, hasta encontrar el hallazgo, la referencia absoluta, la idea elemental, me hizo pensar en que como fotógrafa digital, el concepto me resulta desconcertante y extraño. Para mi, esa búsqueda, esa edición, se realiza aun en cámara, mientras la imagen se encuentra en formación y recreación. Me resulta muy sencillo sólo borrar la imagen, su secuencia y continuar hasta encontrar lo que deseo o lo que más se parezca a esa imagen en mi imaginación que me hizo concebir una fotografía. Más aún, el momento perfecto deja de existir, por el mismo hecho que puede haber varios, o recrearlos de cualquier manera. El sentido de la oportunidad se transforma en sentido de la capacidad para escoger, con rapidez y bastante precisión, que imagen es la más idónea para representar la idea visual que deseo plasmar.

En la fotografía en film, el proceso resulta todo lo contrario. Retrocedo, a la génesis misma de la fotografía, tomo la cámara y aguardo. En silencio, el dedo sobre el obturador, aguardando pacientemente hasta que encuentro el momento, hasta que se hace real y yo puedo captarlo. O lo intento, o lo deseo, lo sueño. Pero continúo sin saber si lo hice. Si es verídico o solo inconcreto, una necesidad que jamás llega a satisfacerse. Con el film el proceso es obligatoriamente emocional: un momento que intentas captar y que podría no suceder de nuevo. La oportunidad definitiva, el momento justo.

De hecho, es esa paciencia en la observación lo que define a todo el proceso de la fotografía en film. Desde el revelado hasta el copiado, el proceso artesanal te permite construir una idea visual coherente y profundamente meditada. Desde la manera como revelas el negativo hasta los estrictos tiempos de copiado, permiten recrear tu imagen con una exactitud inquietante. Cuando la imagen comienza a emerger en la hoja con lentitud, dibujando casi de una manera mágica en la realidad de luces y sombras, comprender el poder de cada una de tus decisiones, incluso la más mínima de ellas sobre el resultado final. Y esa capacidad enorme y decisiva de recrear la imagen que vive en tu mente de la manera más fidedigna posible ( como nació, como fue, como la paladeaste, como la captaste, como necesitabas verla ) es quizá uno de los milagros más profundamente sentidos que he conocido en el mundo visual.

Cuando terminó el documental, regresé al cuarto Oscuro con una sensación de profunda atemporalidad. Y al volver a intentar esa pieza única, esa recreación perfecta de lo que busque al fotografiar, todo el proceso de pronto tuvo otro tenor, otro sentido. De pie, en la oscuridad, con los ojos entrecerrados, un poco mareada por el olor penetrante de los químicos, en silencio, imaginé por instante a todos los fotógrafos antes que yo — quizá incluso al mismo Bresson — esperando, como me estaba ocurriendo a mi en ese instante, con el corazón palpitando muy rápido, las manos heladas de expectativa, el nacimiento de una idea tan mía como nada lo había sido antes. Y cuando finalmente la imagen apareció, fue, se hizo real, sobre el papel y la levanté a la luz rojiza de las lámparas, sonreí, con los ojos húmedos. Porque no sería perfecta, ni mucho menos — me faltaba y me falta mucho para eso — pero era tan mía, tan profunda e íntima en mi mente, que sonreí, entre lágrimas, fascinada y asombrada de haber podido hacer algo semejante. La observé y comprendí, quizá por primera vez desde que comencé esta aventura a la esencia de la fotografía como la conozco, el poder de recrear una historia que no volverá a repetirse, que no podré repetir y que capté en un impulso emocional espontáneo, fugaz, enormemente personal.

Mi profesor sonríe cuando le cuento lo anterior. Bajo la luz de la ampliadora, el negativo de la imagen parece flotar en la oscuridad con una lenta belleza. Un dulzura desconocida. Todo misterio y promesa. Me acerco, miro a través de la lupa. Siento lágrimas al fondo de los ojos.

— Comienza tu recorrido — dice mi profesor — y recuerda: el que busca, siempre encuentra.
El momento decisivo, le llamaría Bresson. Yo sólo un pequeño prodigio de luz.

C’la vie.

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