miércoles, 1 de junio de 2016

De candilejas y otros engaños: El bello y la Bestia o una historia de hipocresía moderna.






Cuando tenía dieciséis años me enamoré de Johnny Depp, como supongo le ocurrió a cualquier chica de mi edad. Después de todo, el actor era todo lo que una adolescente podía aspirar: Guapo hasta el infarto, raro — raro de verdad, no sólo fingía serlo — y además era talentoso. Todas sus actuaciones mostraban un tipo de hombre sensible, nervioso, inteligente y vulnerable que se encontraba en las antípodas del macho vernáculo de mi país. De manera que me enamoré hasta los tuétanos y decidí que el estereotipo Depp sería el que marcaría al hombre con el que deseaba tropezar en algún momento de mi vida.

No era para menos: corrían las primeras décadas del los ’90 y el actor encarnaba un tipo de masculinidad por completo desconcertante para la meca del cine. No sólo era un extraordinario actor, sino uno además, especializado en papeles extravagantes que cualquier otro habría rechazado. Pero Johnny, obsesionado con una indefinible cualidad de la rareza y con una extraña sensibilidad para el horror y el dolor, creó personajes inquietantes e insólitos que conquistaron al gran público de una generación cínica. Como yo, millones de mujeres alrededor del mundo decidieron que Johnny Depp era el epítome de la rebeldía, la inconformidad y sobre todo, ese elemento puro que podía tanto inquietar como sorprender. Así que allí estaba el bueno de Johnny, encarnando al rudo pero sensible chico de Cry Baby de John Waters. Una única lágrima solitaria en un plano al rostro para pasar a la historia. Después, no dudo en maquillarse y enfundarse en un raro traje de cuero troceado a pedazos para darle cuerpo y voz a esa criatura exquisita y fascinante como lo fue Eduardo Manostijera de Tim Burton, la caracterización que lo catapultó a la fama y además, lo convirtió en un icono de ese cine marginal, tenebroso y exquisito que cautiva a buena parte del público. Lo demás, es historia.
Es lo personal, Johnny también deambuló de aquí para allá representando en la vida real una especie de parodia de sus personajes fílmicos. Con el cuerpo cubierto de tatuajes, una actitud borde y la mayoría de las veces escandalosa, el Depp real dedicó buena parte de sus veinte y treinta a demostrar que no sólo era el actor preferido de una generación en particular difícil, sino que la encarnaba mejor que nadie. Camaleónico como pocos, fue transformándose a medida que su vida personal se hizo opulenta, violenta y visible. Fue el chico romántico y furioso para Winona Ryder, el atormentado y atractivo Don Juan para Kate Moss y por último, el bohemio seductor para la cantante Vanessa Paradis, con quien no sólo asentó cabeza sino que procreó dos niños. Paradis y Depp rompieron su relación en 2012 y quedaron en buenos términos. Depp siguió siendo un ídolo masculino exquisito y extraño.

Entonces llegó la más extrañas de sus decisiones: Una boda rápida y al parecer por amor con una modelo a quien le doblaba la edad. El mundillo de fanáticos que continuaban adorándolo no sólo se sorprendió sino que se preguntó si al bueno de Johnny le había llegado la mentada crisis de los cincuenta y que esa crisis, incluía además, abandonar esa apariencia emocional de hombre misterioso para descubrirse como un tipo vulgar y corriente. De esos que se enamoran hasta los tuétanos de jovencitas y que intentan recuperar la juventud a través de ellas. Pero a Johnny se le pueden perdonar esas cosas: Nadie lo criticó y de hecho, a pesar de lo apresurado del matrimonio y de las pequeñas anécdotas — los recién casados protagonizaron un dilema legal absurdo con el gobierno Australiano por llevar a sus perros sin registrar — se consideró aquel romance tan tópico otras de las excentricidades de Johnny. ¿Cómo no podía serlo? Una historia de amor muy pública, salpicadas de viajes alrededor del mundo, plagado de fotografías de la parejita besándose en cámara, las historias de derroche de una pareja de famosos. Al fin y al cabo, era Johnny Depp ¿No? y por serlo, ese pecado menor de la lujuria, de volver a las lides de su vida romántica escandalosa era comprensible. Una fantasía moderna y barata sobre el heroísmo simple de cautivar la imaginación pública.
Hasta que, la jovencísima esposa de Depp mostró su rostro golpeado en público.

Leí la noticia con una sensación de asombro e incomodidad, no sólo porque recuerdo mucha claridad el pensamiento pasional que me despertaba Johnny Depp — y todo lo que significó en mi adolescencia — porque de pronto, me encuentro sacudiendo la cabeza y mirando con incredulidad el rostro golpeado de Heard. El artículo en el cual leo la noticia lo incluye: Se ve el rostro de la modelo enrojecido y rasguñado en un primer plano que no deja equívocos. La piel está golpeada y la lesión es real. Es pequeña y muy poco profunda. Pero es evidente que Heard sufrió algún tipo de agresión. Y aquí estoy yo, chasqueando la lengua y preguntándome el motivo por el cual esta mujercita desconocida y hasta hace poco anónima denuncia a un ídolo de cine de algo impensable.

¿Impensable? me repito con un sobresalto ¿Qué me hace pensar que lo es?

Nací en una generación adicta al espectáculo y a la fama. Una generación que conoce a sus ídolos desde la sobresaturación de las noticias ególatras y la celebridad inmediata y está convencida — con una inocencia asombrosa — que eso es suficiente para asumir que ese famoso que despierta idolatría, nos es cercano, conocido. Esa sensación de “alguien de la familia” que se construye a partir de la repetición, la mirada obsesiva por el ir y venir de las celebridades, por esa mirada insistente del ojo público sobre los rostros y vidas que nos apasionan. Pero ¿Eso es suficiente? me digo observando la fotografía de Amber Heard. ¿Por qué de inmediato menoscabo su testimonio por el simple hecho que “conozco” — lo que sea que eso quiera decir — mucho más a Johnny Depp que a ella? ¿Por esa solidaridad inmediata, absurda y superficial que la celebridad provoca? El sentimiento me hace sentir incómoda y también, un poco patética.

Por supuesto, no puedo decir que soy la única que cometo un error de juicio semejante: apenas comienzo a leer y repasar la forma como se está analizando la noticia en el mundo, encuentro que la gran mayoría de artículos, opiniones y reflexiones sobre el tema se apresuran a poner en tela de juicio las declaraciones de maltrato de Heard antes de acusar a Depp, a quien continúan disculpando. Lo hacen escudándose claro, bajo esa percepción inmediata que Heard es una virtual desconocida, casada con un hombre multimillonario y de fama mundial. Que esta modelo sin al parecer otro talento que parecer hermosa y deseable colgada del brazo de una celebridad, ahora intenta sacar una sustanciosa tajada de un matrimonio del que se aburrió pronto. Palabras menos, palabras más, Heard resulta la villana de una lucha pública que apenas ha comenzado y en las que tiene todas las de perder.

— Agla, ¡Pero es que es evidente! — me dice mi amiga P., con quien comento la noticia — ¡Esa niña lo único que quiere es arruinarle la reputación y obtener dinero!
 — Ya lo tiene: es modelo y actriz — comentó. Mi amiga suelta una carcajada.
 — Pero no tanto como tiene él — me insiste — ella está tratando de asegurarse un futuro cómodo y ya. Y una denuncia por maltrato es tan efectiva como cualquier otra.
 — ¿Y la fotografía? — le recuerdo. Mi amiga se encoge de hombros.
 — Eso puede ser cualquier cosa. Un bofetón que se dio a ella misma.

Sacudo la cabeza. Me preguntó por qué alguien podría intentar algo semejante si con toda seguridad, obtendrá una abultada cifra de dólares como compensación por el divorcio, con o sin denuncia. Pero vayamos más allá ¿Por qué alguien querría armar un circo mediático a su alrededor donde sería acusada, vilipendiada y además juzgada de inmediato por el sólo hecho de ser la joven esposa de un hombre famoso? Analicemos mejor esa idea: ¿Para que azuzar la polémica, crear un conflicto que no podrá controlar, que le cerrará todo tipo de puertas y además, la convertirá en objeto de escarnio público? ¿No era más sencillo una negociación a puertas cerradas donde tendría todas las posibilidades de salir triunfante? ¿No sería mucho más fácil llevar el asunto con cierta discreción y disfrutar de las ganancias que esa discreción pudiera reportar?

— ¡No seas ingenua! — insiste mi amiga — No importa lo fácil, lo importante es que pueda sacar más dinero y eso es lo que está intentando.
 — Ganaría más con menos escándalo — opino. Mi amiga se encoge de hombros.
 — Ella quiere quedarse famosa. Además ¿Te imaginas a Johnny en algo así?
La verdad, no me lo imagino de ninguna forma, porque “Johnny” sólo es un rostro atractivo en varias de mis películas favoritas. Porque Johnny, bizqueando bajo el flequillo rebelde, mostrando sus brazos fornidos y cubiertos de tatuajes en fotografías extraordinarias, solo es un desconocido del que sólo sé que tiene un enorme talento para la actuación. Tampoco sé mucho de Amber Heard, para ser justos.

Pero ¿Por qué dudo primero de ella que de él?

La prensa alrededor del mundo parece estar muy de acuerdo con la opinión de mi amiga. Durante varios días, toda la prensa americana, desde la más seria a la amarillista, repetirán punto a punto los detalles de lo que se avizora como una batalla legal. Pero lo hace desde puntos de vista muy distintos, según el personaje hacia el que apunte el foco: mientras para Depp hay una ligera noción sobre su inocencia — y una insistencia nada sutil en que podría ser víctima de una situación incontrolable — , hay una antipatía directa hacia Amber Heard. Una y otra vez leeré insinuaciones que la modelo y actriz ha sido un verdadero “quebradero de cabeza” para su esposo, que desde los primeros días del brevísimo matrimonio se ha comportado de una manera conflictiva y otros tantos comentarios que en general, dejan muy en claro que antes de creer que a una recién llegada, la fama mundial prefiere creer a Depp, tan amado, respetado y venerado. ¿Por qué tendría que mentirnos Johnny Depp? parecen decir los tabloides donde se le muestra misterioso y hermoso. ¿Por qué tendríamos que dudar de su palabra?

Toda la situación me hace pensar de inmediato en un caso reciente que me aterrorizó: las múltiples denuncias de abuso sexual contra Bill Cosby y que buena parte de la prensa y público norteamericano ignoró hasta que no le quedó más remedio que creerlo. Resulta inquietante el hecho que más de cien mujeres acusaron a Cosby en diversas formas y medios, sin que nadie las escuchara. ¿Quién podría creer en una desconocida? ¿Quién podría creer en una mujer que necesita fama y fortuna contra la palabra de un hombre amado por multitudes? Nadie. Hasta que el propio Bill Cosby confesó en una grabación que la Fiscalía obtuvo en una de las tantas denuncias, donde admite haber utilizado drogas para abusar de una mujer. Hasta entonces las víctima de Cosby eran tan poco creíbles como las fotografías de Amber Heard.

— ¡No es lo mismo! — protesta mi amiga P. cuando lo comento — ¡Por favor lo de Bill Cosby es evidente!

No lo fue durante casi dos décadas, pienso. No lo fue para la industria que aplastó a las denunciantes cada vez que pudo, para entronizar a un hombre que se convirtió en ícono por el amor fervoroso de sus fans. ¿Ocurre lo mismo con Johnny Depp? ¿Le protegemos por el sólo hecho que para una generación fue el símbolo del hombre deseable?

Leo la cronología del escándalo: según la modelo, Depp la agredió lanzándole a la cara un teléfono iPhone en el ojos derecho. Lo hizo, luego de una semana donde Depp no abandonó los reflectores públicos: El viernes 20 de mayo moría su madre, Betty Sue Palmer, a los 81 años de edad luego de agonizar por meses. Un día después, el actor llegó borracho a la casa que compartía con Amber Heard y ambos sostuvieron en una discusión, que acabó con el actor arrojándole a la cara el teléfono celular. Una amiga de la modelo telefoneó a la policía, que se apresuró a llegar a la casa de la modelo. La encontró sola. Según la policía, «en ese momento no había evidencia de ataque físico» y Heard sólo mencionó una «disputa verbal».

La historia se hace más confusa con el transcurrir de los días: varios periódicos mostraron una fotografía de Heard en una fiesta, horas después que supuestamente fuera agredida. En ella, tiene un aspecto relajado y sonriente. La fotografía fue borrada de la cuenta Instagram de la modelo, pero para entonces, la mayoría de los tabloides del mundo la mostraban como una prueba contra el testimonio de la modelo. El lunes 23 de mayo, Amber Heard presentó una demanda de divorcio en la que arguyó “diferencias irreconciliables” y no “maltrato físico”. También se conoció que la pareja no había firmado acuerdo prenupcial por lo que a Heard le corresponde la mitad de la fortuna de Depp. De nuevo, Amber fue tildada de “caza fortunas” y recibió burlas y comentarios por su “gran negocio”.

— ¡Es que es el gran negocio de su vida! — protesta mi amiga P. cuando sigo dudando de la versión que coloca a Amber como una gran maestra de la manipulación — ¿No lo ves claro? estaba tan enamorado que decidió no hacer un acuerdo pre matrimonial. Ella lo sabía y…

De nuevo, Amber Heard convertida en un villana de ocasión, capaz de exponerse al ataque público por sus buenos millones. Nadie parece recordar que Johnny Depp lleva un historial a cuestas de drogas, destrucción de habitaciones — una vez se le detuvo en Londres por esa causa — y una complicada relación con la sobriedad. Que en realidad, el actor es un desconocido que todos asumimos deseable e intachable por el mero hecho de tener un tipo de fama con la que la mayoría sólo sueñan. De allí a la defensa a ultranza, hay un sólo paso.

De inmediato, los rumores del entorno de Depp parece insistir en esa imagen de hombre trágico que cometió una equivocación de pura torpeza. Amigos y parientes se escudan en el anonimato para dejar caer declaraciones sobre “lo terrible que ha sido para Johnny” un matrimonio con una mujer muy joven que apenas conocía antes de pasar por vicaría. “Su relación se agrió casi inmediatamente. Ella es muy joven. Es una chica genial, pero Johnny no tolera algunas cosas de ella” confesó un amigo del actor al periódico Page Six, declaraciones que el periódico El País del España también reproduce. Una y otra vez las publicaciones cuentan sobre el martirio que Depp padeció lidiando con el “maltrato” que sufrió a manos de una mujer que declaró a quien quisiera escucharla que a Depp se comenzaba a notar la edad ‘¿Qué estoy haciendo con este anciano que solía parecerse a Johnny Depp?” se cuenta que llegó a decir la modelo a una entrevista a un tabloide que jamás se publicó. En contraposición, son pocos los periódicos que comentan sobre las declaraciones de la modelo sobre los gritos y otros abusos emocionales que al parecer atravesó durante su corto matrimonio.

¿Qué hace que una versión sea más creíble que otra? ¿Qué hace que Johnny Depp tenga la posibilidad de la sospecha — o el beneficio de la duda — mientras a su ex mujer de inmediato se le acusa y su versión sea atacada por todos los medios posibles? ¿Por qué motivo es mucho más creíble una intrincada trama de manipulaciones y versiones encontradas que una posible agresión real? Lo pienso mientras leo la reseña que hace el periódico inglés The Guardian sobre el tema: Luego de reseñar la prolífica carrera cinematográfica de Depp, dedica más de cuatro párrafos a listar todas las posesiones del millonario actor: los 30 millones de Euros que cobra por película, la fortuna que acumula en buenas inversiones bursátiles, la isla privada en Las Bahamas, los restaurantes, cadenas de hoteles y bares, incluso una línea de cosméticos CoverGirl. Sólo al final se habla — y en una par de líneas — sobre las denuncias de la modelo contra Depp. Y lo hace con una nada disimulada incredulidad, dejando claro que el poder y la fama de Johnny deben ser protegidas o cuando menos, son mucho más creíbles que los posibles alegatos de su ex mujer. La nota al completo resume la actitud mundial sobre el tema. La consideraciones sobre lo que con toda probabilidad vendrá después.

Aún no sé quién dice la verdad o si alguna vez lo sabré, pero lo que si tengo muy claro es que con toda seguridad la versión que conoceré llevará el peso de la complacencia del dinero y del buen ver de la fama. Una idea que resulta escalofriante pero también un reflejo de esta cultura obsesionada con la celebridad en la que nací y que no hace más que crecer.

Una forma distorsionada de comprender quienes somos y la forma como comprendemos nuestra época.

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