jueves, 23 de junio de 2016

Del miedo y otros demonios: La película de terror que imaginamos.





Hace unos días, vi por enésima ocasión la película de James Wan “The Conjuring”, en una especie de revisión de detalles y tramas para disfrutar de su secuela que ahora mismo se encuentra en las salas de cine de mi país. Fue una experiencia divertida, sobre todo por lo que hice en compañía de un grupo de amigos y comprobé de nuevo que el terror siempre será mi género favorito — sea en literatura o en cine — por una serie de motivos que tienen mucho ver con su capacidad para provocar emociones profundas. Y no hablo de emociones precisamente amables: hay algo turbio en esa sensación de vulnerabilidad, de angustia y sí, de miedo, que despierta una película — o un cuento — de terror bien narrado. A veces tengo la impresión que ese terror mínimo, casi primitivo, que se experimenta hacia lo desconocido, tiene mucho ver con nuestra imaginación y lo que en ella vive. Y de hecho, estoy casi convencida que los más imaginativos, siempre serán, sin duda quienes mejor comprenden el terror en su estado puro.

Pensé justo en eso, mientras miraba una escena especialmente tensa de la película. Durante casi veinte minutos, el metraje logrado crear un ambiente malsano e inquietante: la película parecía ir reduciendo espacios en la normalidad aparente para crear una sensación de peligro inminente. Una amenaza inexplicable. De manera que todos en la habitación en la que nos encontrábamos nos encontrábamos tensos y desconcertados. Eso, a pesar de saber que ocurriría en la escena e incluso, el final de la película. Como espectadores parecíamos compartir la misma sensación de angustia invisible ¿Que estábamos aguardando? Me pregunté mirando a mi alrededor, fascinada por el fenómeno. En realidad había sucedido muy poco en la escena, que avanzaba con una lentitud casi irritante. Uno de los personajes caminaba por un pasillo levemente iluminado, con los ojos cubiertos y las manos extendidas. Sonreía con cierto nerviosismo. No había otro sonido que el de sus pasos vacilantes y su respiración agitada. Pero todos, sin duda, todos sabíamos que el miedo — así, intangible y abstracto — se encontraba cerca, oculto en alguna de las sombras líquidas de ese pasillo interminable. La mujer avanza entonces hacia un cuarto en semipenumbra, siempre con los ojos cubiertos. Juega al escondite con su hija y hay algo inquietante — y casi desagradable — en esa combinación de peligro inminente e inocencia de la idea que sugiere la película.

Me vuelvo a mirar: todos en la sala están petrificados, con la respiración contenida. Nos encontramos a plena luz del día, con las ventanas abiertas y el sonido de la calle entrando a raudales desde la concurrida avenida frente a la cual se encuentra el edificio donde vivo. Aún así, la tensión es palpable, muy evidente. Mi amigo C. se inclina un poco hacia adelante en su asiento, los ojos entrecerrados. Mi amiga E., que también nos acompaña en la improvisada función de cine, tiene los ojos muy abiertos y asombrados. El miedo es real y evidente, aunque aún, no ha ocurrido gran cosa. La escena se hace tensa, interminable: La madre que avanza poco a poco hacia un armario de puertas cerradas. E instintivamente todos sabemos que lo temible se esconde allí. Lo sabemos con tanta claridad, que antes que las puertas del mueble se abran lentamente con un chirrido, todos nos cubrimos la boca con una mano helada de inquietud. Y entonces ocurre: Un par de brazos salidos de la oscuridad aparece, casi con elegancia. No hay especialmente aterrador en ellos. Pero quizás justamente eso sea lo que provoque el inmediato escalofrío que me recorre. Hay algo siniestro, retorcido, en ese elemento anómalo, en esa visión de lo cotidiano distorsionado por algo por completo impredecible. Los brazos de manos extendidas, que no pertenecen a nadie y no deberían estar allí, hacen algo casi simple, infantil. Dan dos palmadas. Y es quizás la sencillez del gesto, lo reconocible mezclado con lo siniestro, lo que hace que la tensión estalle, que todos los espectadores dejen escapar un gemido de angustia e incluso gritos de terror. Incluso yo, que ya conocía la escena, sentí una clara sensación de desazón. Un miedo casi instintivo hacia ese misterio oculto en mitad de la cotidiano. Esa sensación de miedo sin nombre que proviene de un rincón muy profundo de la consciencia común.

Pensé en ese momento durante los días siguientes, sobre todo porque comencé a hacerme preguntas sobre el fenómeno. El cine, la literatura e incluso la fotografía juegan con símbolos tan antiguos que pocos de nosotros reconocemos su origen o mucho menos, asumimos su existencia. Pero existen y son reales. Como solía decir Robert Graves: “El arte es la repetición de historias que recordamos una y otra vez”. ¿Y que es el miedo sino una manera de asumir esa primitiva historia de vulnerabilidad y desasosiego?

No soy la primera en pensar en tales ideas. Hace unos meses, veía un documental sobre la obra del director Roman Polanski, que comentaba que su escena favorita en cualquiera de sus películas, es la última de “Rosemary’s Baby”. Una jovencísima Mia Farrow, temblorosa y confusa, se inclina sobre una cuna oculta a la vista del espectador. Y su rostro hay algo inquietante, mientras mira la prueba definitiva que su temores no eran fundados: un bebé monstruoso que nunca llegamos a ver. Y es que Polanski, utilizando con maestría esa visión del miedo primitivo y esencial, tomó el final evidente y muy directo de la novela en la cual se basó en film, y lo transforma en un monumento al miedo. Una insinuación inquietante sobre algo tan espantoso como inenarrable…que no llegamos a ver nunca. Pero podemos imaginarlo: ese esa visión personal del posible rostro del bebé monstruoso lo que le brinda un brillante leitmotiv al metraje, una visión tan amplia como desconcertante del miedo que habita en la mente del espectador. Muchos años después, cuando se le preguntó al director si alguna vez pensó en mostrar al Bebé Maligno, comentó: “habría destruido por completo la película”. Y es que para Polansky, la cosa está muy clara: el miedo es un secreto, un código misterioso entre lo que lo produce y la mente que construye — o traduce su significado.

También Stephen King piensa algo semejante. El autor, célebre por sus novelas de terror, siempre ha insistido que el miedo real poco tiene que ver con la sangre o monstruos asesinos. Hay un elemento inquietante en cada una de sus novelas, y es que el escritor, invoca ese temor referencial, esa sensación de vulnerabilidad que nos hace a todos creadores de la verdadera escena de terror: la que ocurre una vez que leemos la última palabra del libro. Es nuestra imaginación, ese recinto de luces y sombras, la que parece mezclarse con las palabras, con la historia que se cuenta para crear algo más retorcido, inquietante y sin duda espeluznante. Y quizás es ese juego entre lo imaginario, lo que se cuenta y lo que no es evidente, lo que haga que King sea capaz de transformar lo cotidiano en una escena de terror inquietante y que provoca no sólo miedo sino la inequívoca sensación que hay algo más que lo que podemos ver, acechando, provocando temor. En sus palabras, King comprende el miedo primitivo como una idea que nace y se debate más allá de toda evidencia, un instinto primitivo del temor real: “Lo que hago es atacar las emociones de los lectores. Se me considera un escritor de horror, pero soy básicamente un doctor en emociones. Si apagan las luces y tienen miedo, entonces he ganado.”

* Del miedo en estado puro: El niño que todos somos al momento de temer.
Una vez leí que toda película de terror proviene de los personajes de cuentos de hadas que provocan miedo en los niños. Es decir, que el miedo — como emoción e idea — tiene mucho que ver con lo que recordamos nos produce temor, más que con el miedo mismo. Una idea curiosa: me hace preguntarme si todos nuestros temores a la oscuridad y lo aparentemente peligroso, no tendrá una relación directa con un eco en nuestra consciencia, más allá de lo que somos capaces de recordar. Tenemos miedo porque recordamos haberlo tenido. Y más allá, somos niños al momento de temer: el miedo desencadena esa necesidad de gritar, de protegernos, de mirar el mundo con recelo. Es allí probablemente donde surge el recurso más evidente de toda idea y creación literaria y visual: el temor a algo se puede aprender, que se imitar, que puede provocarse a través de la palabra o el testimonio de otros, sin que necesariamente lo hayas experimentado personalmente.

Todos hemos tenido miedo alguna vez. Quizás a lo desconocido, o a lo que no podemos explicar. Es una idea que tiene mucho que ver con la supervivencia o incluso, la idea de asumir el peligro como parte de lo cotidiano. Y es justamente en esa grieta entre lo normal y lo inquietante, esa predilección por intentar explicarnos por qué sentimos miedo — o que nos lo provoca — lo que hace que nadie sepa muy bien a que teme, pero sabe que lo experimenta. No es casual, por tanto, que oír relatos de miedo o ver películas de terror desata los mismos efectos físicos que el peligro real: se acelera el ritmo cardíaco, aumenta la presión arterial y la respiración se acelera. La adrenalina nos prepara para enfrentarnos a ese miedo invisible, a ese terror oculto que parece sobrevivir a la racionalidad. Una idea tan infantil como quizás inexplicable.
De manera que ese gusto por las películas de terror, tiene mucho que ver con nuestra manera de manejar nuestra propia visión del mundo: el temor como emblema y símbolo, el temor como metalenguaje de nuestra visión del mundo. Es de hecho, bastante probable que lo que tememos no tenga que ver con el monstruo de la pantalla o la escena de nuestro libro favorito, sino con ese terror en sombras de nuestra imaginación.

Sonrío mientras miro a mi amigo C. inclinarse hacia la pantalla, con los ojos muy abiertos, mientras la escena que vemos muestra una puerta que se abre lentamente, con un sonido inquietante en medio de la noche. Los personajes miran el fenómeno de pie muy rígidos y de pronto, todos somos la mujer y el hombre atemorizados, todos entendemos el temor en esa fuerza invisible que abre la puerta y nos recuerda que quizás el miedo es algo más elaborado que una simple necesidad de expresión.
C’est la vie.

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