martes, 19 de enero de 2016

La inusitada belleza del Terror: Unas reflexiones sobre la Obra de Edgar Allan Poe.




Leí “Narraciones Extraordinarias” de Edgar Allan Poe a los diez años y con la misma avidez con que se leen los cuentos de Hadas y otras historias asombrosas. Sólo que estos fragmentos de pesadillas y fantasias morbosas, provocaban miedo en lugar de alegría o maravilla. Verdadero terror, de ese que sólo se experimenta en la oscuridad, en los momentos más lóbregos e inciertos. Eso me encantó. Me cautivó. Me conmovió. Y nunca lo olvidé. Como otros tantos lectores antes y después, descubrí con Poe una interpretación del mundo que hasta entonces me había resultado desconocido.

Una vez leí que Poe fue el primer escritor moderno en tratar de vivir sólo para y por la escritora. Que lo intentó cuando aún el oficio de escritor era un terreno borroso en medio de la pasión privada y algo más nebuloso, que no terminaba de definirse. Tal vez por ese motivo, su figura más que trágica — se le considera el prototipo del escritor maldito y atormentado — sea más bien poderosa en su simbología. Porque Poe, abrumado por la incertidumbre, sofocado por la necesidad de escribir — a todas horas, de brindar su vida a esa compulsión ciega de la literatura — se creó así mismo, con el mismo pulso firme y profundo con que delineó a cualquiera de sus personajes. Poe, convencido de no sólo de la urgencia de la escritura — de partir de la hoja hacia algo mucho más profundo y enaltecedor — se esforzó no sólo en convertirse en escritor — cualquiera sea el significado de esa imagen popular — sino en brindar a la escritura ese poder de asumirse como oficio. Como inequívoca forma de subsistencia. La palabra como vocación.

Parece sencillo, pero no lo es. Para Poe, desde luego, resultó una temeridad: pasó la mayor parte de su vida negociando, viviendo de la caridad ajena, sofocado por un mar de deudas con las que lidiaba sin demasiado decoro en una época donde la reputación bursátil era algo más que un reglón en la hoja de vida común. Hay anécdotas de Poe intentando vender su obra, siendo a la vez apasionado artista y pragmático negociante. Y es que el escritor, epítome de la tragedia gótica, era también un hombre que construía meticulosamente su lugar en el mundo. Un hombre que luchó a brazo partido para hacerse un lugar en medio de esa idea tan abstracta que su época tenía del escritor. Crítico, valiente, ambiguo, en ocasiones violento, Poe encarnó entonces esa transición entre el escritor como objeto de culto — encumbrando por un cierto elitismo intelectual — a el escritor que nace del objetivo, la forma y la inspiración. El creador literario por excelencia.
Porque por extraño que pueda parecer, Poe no procedía del mundo artístico ni mucho menos, disfrutaba de la vida decadente y exquisita que se le suele atribuir al escritor clásico. Su vida fue lo suficientemente trágica como para cimentar un telón de fondo a las historias que escribiría en las décadas venideras: hijo de una pareja de cómicos itinerantes y luego huérfano con apenas un año, Poe fue adoptado por la adinerada familia Allan en su plantación de Virginia, lo que le convirtió en un pequeño terrateniente sin serlo y mucho menos, sin disfrutar del jugoso patrimonio familiar. A pesar de eso, pasó los primeros años de su infancia y adolescencia, entre distintos colegios e Internados ingleses, antes de volver a su natal EEUU, donde finalmente comenzaría su largo recorrido como escritor. El mismo Poe diría en una de sus cartas que la incertidumbre, la sensación de ser un extraño en el mismo seno de su familia le acompañaría durante buena parte de su vida. “Como un fantasma en mi propia vida” llegaría a decir, para describir ese extraño ser y no ser, ese vacío existencial tan angustioso como lóbrego, que luego sería el elemento distintivo de la mayoría de sus novelas.

Y es que Poe, en su tragedia mínima, encontró la inspiración para esa visión del horror marcado por el dolor y la nostalgia. Porque Poe, sufriente pero también, aferrado a la realidad con la desesperación del sobreviviente, supo crear una nueva aproximación al miedo. Una noción tan viva como humana sobre lo que nos lastima, nos aterroriza, nos acosa. Las pesadillas literarias de Poe no solo asustaban, sino también analizaban la mente humana. Las desmenuzaban con una firmeza que llegó a desconcertar a sus contemporáneos, acostumbrados al miedo — a la fragilidad y a la debilidad del terorr — como una idea pasajera, sin sentido, que moría bajo las luces del positivismo. Pero Poe atrajo el miedo al foco de luz de la vela, del farol de las esquinas de una ciudad cualquiera, a las calles pobladas y habitadas del hombre moderno. Y es que cada una de sus obras — los poemas, los cuentos, los afanosos fragmentos de realidad convertidos en arte — se basaban no sólo en el miedo construído a partir de metáforas y símbolos, sino en la percepción durísima e implacable de Poe sobre la realidad. Para Poe, el miedo estaba profundamente enraizado en el alma humana, confundido y mezclado con todas las escenas y circunstancias que creaban algo más sustancioso que el miedo simple que podía provocar lo sobrenatural. El miedo de Poe era algo real.

En una ocasión, Poe escribió a uno de sus editores — sostenía una abundante y meticulosa correspondencia con cada uno de ellos — que su primer amor fue la Poesía, a pesar de ser el género el cuento que no sólo le hizo célebre sino que además, le consagró como narrador de historias escritor. Sin embargo para Poe, la poesía “le conectaba casi de manera sobrenatural con el intelecto”. Un recorrido hacia esa otra visión sobre el mundo — la mirada misteriosa, inquietante, siempre escalofriante — que le hizo. Por ese motivo, se permitió el lujo no sólo de ser poeta — y de afirmar serlo siempre que fuera necesario — sino crear a través de la poesía una interpretación sobre el arte de escribir por completo nueva. De hecho, los momentos más importantes de su recorrido artístico, se los debe Poe a la poesía y a su incansable necesidad de experimentación: “El Cuervo”, su primer gran éxito literario y el que lo convirtió en un respetado escritor y fenómeno cultural de su época, fue publicado una y otra vez en periódicos y revistas, rodeado en ocasiones de anuncios de carbonerías y daguerrotipos. Toda una novedad, en una época donde la literatura aún se consideraba académica y limitada exclusivamente al cierto ámbito cultural. No obstante, Poe rompió el paradigma: El Cuervo se convirtió en un espectáculo de masas, al alcance del lector corriente, del que no nunca había leído nada parecido y sucumbió fascinado a esa nueva interpretación del terror que Poe supo construir con una sorprendente habilidad. Considerado el primero libro de artista e ilustrado por Manet, el poema “El Cuervo” demostró el poder de la literatura convertida no sólo en objeto de masas — para horror y fascinación de la élite intelectual que rodeó a Poe — sino en un objeto de culto. Quizás el primer objeto literario pop conocido.

Porque Poe creó algo más que un lugar para el terror como forma de expresión sino todo un proceso creativo que revolucionó la manera de contar historias. No sólo estableció la manera de contar historias de detectives — que aún se conserva, en mayor o menor parte, en la actualidad — sino que dio un giro innovador al género de la fantasía, el terror y el suspenso. Poe, con su necesidad de contar historias, de aterrorizar desde lo convincente, profundizó en los miedos populares pero también en los íntimos, convirtió los terrores primitivos y atávicos en extraordinarias percepciones sobre la vulnerabilidad humana. Porque Poe escribió para asumir el miedo como parte del mundo, en un momento histórico donde el mundo parecía hundirse en un cinismo secular. Escribió para contar, pero también para transformar y ese empeño suyo, perdura hasta hoy.

En una ocasión, leí que Poe corregía poco o mejor dicho, se ocupó de borrar los borradores de sus cuentos. Escribía con pocas tachaduras y una caligrafía cuidada y sobre todo, elegante. Añadía indicaciones al pie de página sobre cómo deseaba que sus obras fueran publicadas. Incluso se tomaba el atrevimiento para un escritor poco conocido, de incluir pequeños bocetos sobre cómo deseaba que sus cuentos fueran publicados. Los editores al principio le ignoraron, pero a medida que sus poemas y cuentos se hicieron populares, comenzar a mostrar la literatura desde la perspectiva de Poe. De manera que sus obras literarias no eran sólo lo que el escritor escribía sino también, como lo mostraba al mundo. Un juego de espejos, un libro objeto que convirtió la obra de Poe en una forma de trascender la mera obra literaria para convertirse en un singular tesoro de masas.

Vitalista, blasfemo, disoluto y desconcertante, Poe atravesó el mundo literario con pie firme y lo transformó para siempre. Audaz como pocos, Poe fue un hombre muy alejado de su imagen trágica pero aún así, quizás construído a la medida del mundo literario que ayudó a crear. Muy probablemente por ese motivo, acabó sus días en Baltimore tras deambular por las calles vestido con ropas prestadas, delirando y al borde de la locura. Una escena muy semejante a la que podría vivir cualquiera de sus personajes, una reencarnación quizás involuntaria de su propia obra. Quizás el final inevitable para una vida dedicada al miedo, a la creación basada en las sombras de la mente humana y más allá, de esa capacidad de Poe para asumir que el mundo era algo más que lo aparente. O como lo interpretó Bernard Shaw, admirador pero sobre todo, fiel creyente en la capacidad del Poe escritor para reinventar el mundo “Una revolución definitiva de las palabras”. De hecho, para Bernard Shaw el merito de Poe reside no sólo en su capacidad para reinterpretar lo real en algo más extraño y sustancioso, sino también en brindarle un lustre original. Ennoblecer lo que escribe con una visión extrañamente conmovedora. “Poe constante e inevitablemente producía magia allí donde sus contemporáneos sólo encontraban belleza” sentenció Shaw en una oportunidad y con toda seguridad, no hay una frase que resuma mejor la obra — y visión — de Poe, que esa.

1 comentarios:

Unknown dijo...

Hermoso artículo, sin desperdicio, me encanto.

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