domingo, 17 de enero de 2016

Pequeños recuerdos perdidos y otras historias de brujería.







De niña, practiqué Ballet por casi cinco años, aunque no tenía el talento ni tampoco el amor a la disciplina para hacerlo. Pero lo hice quizás, por esa vena competitiva que todo perfeccionista suele tener y más allá de eso, para demostrarme a mi misma que podía triunfar en el escenario, aunque todo parecía demostrar lo contrario.  En una ocasión, una de mis profesoras se sorprendió de mi empeño y lo que llamó "inspirada perseverancia".

- Evidentemente disfrutas mucho bailar - comentó. La miré, un poco perpleja.
- Un poco...sí.

La verdad era que no disfrutaba en absoluto bailar. Todo lo relacionado con el ballet me resultaba un suplicio: desde las largas prácticas rigurosas hasta los espectáculos públicos, en los que siempre participaba como alguien al fondo del telón. Pero por supuesto, uno no le dice esas cosas a una profesora que te mira con ojos iluminados de entusiasmo. A quien si se lo dije fue a mi abuela - la bruja, la sabia - unos días después de esa conversación.  Me escuchó en silencio y se sorprendió cuando le expliqué lo mucho que me desagradaba bailar. Después de todo, me había acompañado desde que vivía en su casa a cada una de las clases y había dando por sentado, como toda mi familia, que amaba el ballet tanto como para insistir a pesar de mis evidentes limitaciones.

- ¿Y para qué continúas haciéndolo? - preguntó perpleja. Suspiré, mirando el fondo humeante de la taza de café que sostenía.
- Porque...quiero hacerlo. A pesar de todo.

Era dificil explicar mi insistencia en continuar practicando ballet a pesar de todos mis tropiezos. Asistía religiosamente a las clases, todos los martes, miércoles y viernes de tres a cinco de la tarde, me esforzaba en aprender las coreografías, le brindaba una maniaca dedicación a los ejercicios y pasos reglamentarios. Pero no sentía pasión, verdadero amor. Ni algo cercano tampoco: no podía compararse a mi amor por las imágenes o a mi devoción por las palabras. En realidad, bailar era lo más parecido a una expiación dolorosa, un reto personal que jamás terminaba de vencer o cristalizar. En más de una ocasión, confundida entre el tropel de compañeras que sonreían al bailar, me preguntaba por qué insistía en algo que no me provocaba el menor placer. Pero seguía haciéndolo, con la dedicación del empecinado y la furia discreta del obsesivo.

- El orgullo no es un buen consejero. Lo es tan poco, que seguramente te llevará por regiones muy amargas de tu mente antes de dejarte ir - comentó mi abuela con cierta preocupación. Parpadeé, confundida.
- No se trata de orgullo. Es simplemente...que no tengo buenas razones para dejarlo.
- Tienes todas las buenas razones para hacerlo, pero el orgullo te aconseja continuar, a pesar de todo - insistió - en Brujería, a esos pequeños trucos de nuestro espíritu voluntarioso, se le llama Fuego fatuo.

Había leído la frase en los libros de las Sombras de la familia. Algunas de las brujas de la casa, hablaban del "fuego fatuo" de la displicencia y el ocio. Y otras, sobre los espejismos del ego. Nunca había entendido bien ninguna de aquellos términos pero si recordaba que todas coincidían en que un Fuego Fatuo, de la misma forma que la leyenda en la que se basaba, era un espejismo, un engaño mal intencionado de nuestra mente. Recordaba sobre todo, la imagen de un dibujo en uno de los Libros que me había dejado muy confusa y desconcertada: se trataba de una mujer que bailaba en medio de un océano de estrellas, con los ojos cubiertos por un trozo de tela. Tenía las puntas de los dedos quemados y los pies descalzos sucios de hollín. Alguien había escrito bajo el dibujo "perdida entre el infinito sin nombre". Una frase que me parecía atemorizante.

- Pero bailar no es malo ni terrible - me quejé - simplemente es una distracción. No se trata de nada tan importante como para...

Me quedé sin palabras. Recordé las extenuantes jornadas de ejercicio, donde terminaba con los músculos doloridos y entumecidos. La sensación de angustia que me producía nunca encontrarme al buen nivel del resto de mis compañeras. La extraña cólera que me invadía cuando simplemente no podía realizar un movimiento con tanta gracia y elegancia como los demás. ¿Sería orgullo, como decía mi abuela? me dije con cierto desamparo. Mi abuela suspiró, dedicándome una de sus largas miradas apreciativas.

- Toda pasión, toda expresión artistica es una forma de creación intima. Hablamos con lo que hacemos - me explicó. Nos encontrábamos en la pequeña terracita de su habitación y más abajo, la calle tenía un aspecto tristón y silencioso. Pensé si no me la imaginaba así, mirándome a mi misma - somos lo que asumimos forma parte de nuestra manera de comunicar las ideas más personales que tenemos. Por ese motivo, en brujería es tan importante que una bruja realice a viva voz un ritual, que lo lleve a cabo paso a paso, con sus propias manos. Impregnando con su identidad cada objeto y cada palabra. Una especie de obra de arte que represente tus símbolos personales.

Sí, sabía eso. Recordé la primera vez que había llevado a cabo un ritual de Luna Llena: mis tías y primas habían insistido que creara el circulo de velas con mis propias manos, que encendiera cada una de las velas. Que levantara los brazos para la invocación principal. Mi bisabuela me había insistido que una bruja es lo que hace y sobre todo, lo que piensa. Y que lo demuestra en cada decisión y forma de ver el mundo. "Somos creadoras natas" me había dicho esa noche "Una forma de hablar sin palabras. Un lenguaje de estrellas".

- Tengo miedo de dejar de hacerlo - le expliqué entonces, en voz baja. La verdad, hasta a mi misma me había sorprendido la revelación. Abuela asintió, tomando un sorbo de su café.
- Temes sentirte derrotada.

La miré desconcertada e incluso un poco ofendida. Abrí la boca para contestar, para explicarle que no se trataba de nada tan simple como un triunfo o una derrota. Pero perdí las palabras en medio de la confusa sensación de angustia que me invadió. Incliné la cabeza, dándome por vencida.

- No me imagino reconociendo en voz alta que no pude hacerlo - reconocí con esfuerzo - me duele muchísimo la idea.

Flor, mi amiga de la Escuela, solía decir que era muy empecinada y malcriada. Con frecuencia, se sorprendía de mis preguntas, mi mal carácter y mi nerviosismo. Pero sobre todo, a Flor le asombraba que nunca dejaba de insistir en algo, que siempre encontraba razones para continuar incluso en los momentos más difíciles. Y a ella, eso no le parecía tan valiente ni tampoco tan emocionante como a mi.

- De vez en cuando hay que admitir que uno hace algo mal - me dijo en una oportunidad en que me castigaron por hacer muchas preguntas en una clase de biología. ¿Suena extraño verdad? el caso es que si había hecho muchísimas preguntas: Comencé cuestionando a la maestra sobre lo que decía sobre la manera en que nacían las flores y terminé insistiendo en que la versión que Dios mismo colocaba con su dedo cada granito de polen, era un cuento para niños pequeños. No me importó continuar incluso cuando me prohibió seguir preguntando y finalmente me castigó. Para Flor, todo aquello era excesivo y sin sentido.
- ¡Pero es que no es así! ¡Lo leí en un libro! - dije enfurecida y tirándome del cabello - ¡Dios o la Diosa no hacen las cosas así! ¡Todo es...!
- ¡Algunas cosas no se van a poder y ya! - me interrumpió Flor muy molesta - ¿No lo entiendes? No siempre puedes ganar.

Recordé esa conversación con enorme incomodidad. Me encogí de hombros, con una sensación pesada y desagradable recorriendome.  No era fácil admitir en voz alta que no era buena algo, que simplemente carecía de lo que necesitaba para ser una buena bailarina, sea lo sea que eso fuera. Sentí un dolor helado en el pecho y la garganta se me cerró por las lágrimas.

- Perder y ganar son conceptos culturales. Son ideas que se transmiten de una generación a otra y se convierten en pensamientos que se dan por sentado. En ideas absolutas que aceptamos casi a ciegas - mi abuela se inclinó para tomarme de las manos con cariño - todos tenemos un pensamiento muy claro de quienes deberíamos ser, que se espera de nosotros. Como quisiéramos ser. Pero eso no siempre es cierto, válido o evidente.

Apreté sus dedos con fuerza. Me callé el gemido de angustia que me subió a los labios. No entendía por qué algo en apariencia tan trivial como bailar ballet o no, podía suponerme un sufrimiento semejante. Y tuve que asumir que no se trataba sólo del baile o de mi talento para hacerlo, sino de algo más. Con doce años recién cumplidos, comprendí por primera vez en mi vida, que el orgullo y el ego, ese fuego Fatuo tan tramposo en nuestra mente, me estaba jugando malas pasadas. Y que esa cacería silenciosa y artera, podía ser no sólo dolorosa sino también, devastadora.

- La brujería insiste que toda bruja busca un camino propio, y que ese camino, probablemente será el menos transitado. El más extraño, el más insólito - me explicó en voz baja - no porque así deba ser, sino porque la Antigua Tradición asume el mundo a través de preguntas y cuestionamientos. Una bruja nunca toma nada por cierto, nunca acepta nada. Una bruja se rebela contra todo, se hace preguntas. Se enfrenta incluso a lo que parece tranquilo y pacífico. Una bruja recorre caminos dolorosamente simples para encontrar respuestas más complejas. Una bruja espera las respuestas a lo que desea comprender, sino que las busca, Abre puertas, deja entrar la luz del conocimiento en su mente siempre que puede. Una bruja es un espíritu salvaje en busca del Infinito.

Me recordé sobre el escenario, tambaleandome de puro cansancio, sintiéndome torpe y humillada. Era realmente torpe: No sólo carecía de la gracia del resto de las niñas sino por alguna razón, mis movimientos eran siempre muy desmañados y un poco confusos. Me lanzaba a correr y a saltar cuando no debía y de hecho, era de las esas alumnas irritantes que las profesoras preferían sentar al fondo e incluían en los espectáculos por pura formalidad. Con frecuencia, me ahogaba la sensación de pura furia que me hacía continuar bailando a pesar de la amargura, de la angustia que me provocaba simplemente no sentir otra cosa que cólera al hacerlo. ¿Por qué necesitaba tanto bailar? ¿qué intentaba demostrarme? No lo sabía: había comenzado a asistir a las clases de Ballet porque mi madre había insistido, pero después, bailar se había convertido en una especie de rutina obsesiva. Bailaba con los ojos cerrados,  tropezando, con los puños apretados. ¿Por qué continuar? ¿No era más simple sólo retroceder? No lo imaginaba. Se me escapó un jadeo de angustia.

- Pero abandonar el ballet significaría que todo lo que hice hasta ahora, no tiene valor - murmuré - que...sólo fue malcriadez, insistencia. No sé que fue. ¿Cómo lo abandono sin...?

Sentirme aplastada por la frustración, pensé y muchos años después, pensaría que ese fue el pensamiento que me hizo perder cierto tipo de inocencia. Una percepción inmaculada sobre el mundo. Pero en ese momento, sentada frente a mi abuela, con las manos apretadas sobre las rodillas, pensé que el dolor que me atenazaba el pecho era algo parecido a perder una pieza de mi misma, a no reconocerme en muchas formas. Durante algunos meses, había atravesado los primeros cambios de la adolescencia, esa sensación de no pertenecer a ninguna parte, de no encajar en mi propia mente. ¿Era esta sensación parte de esa transformación discreta?

- Una vez, una bruja amiga de mi madre me dijo que el orgullo tiene la capacidad de recordarte tus límites y que el valor y la inspiración, que eres trascendente - me respondió mi abuela - quizás no se trata tanto de saber cuando dejar de hacer algo que nos produce dolor, sino de saber por qué lo haces. Todos somos artífices de nuestra propia forma de magia, mi niña. Todos somos creadores, asumimos el poder de construir ideas desde lo básico a lo profundo. En brujería, ese elemento creativo es indispensable para comprenderte. Es, sobre todo, necesario para liberarte de las pequeñas ataduras cotidianas. Encuentra un motivo para comprenderte y camina el trayecto que te lleva a elevarte sobre el dolor.

Sacudí la cabeza. Me miré las piernas enfundadas en las finísimas medias de Nylon, las zapatillas gastadas que se adherían como un guante a mis pies. Y sentí angustia, una muy nítida y limpia. Casi ingenua. Pero no había nada simple en la sensación que me embargó de perdida que trajo consigo. En ese silencio elemental y ajeno que me dejó sin palabras hasta mucho después que mi abuela se levantó de su silla y me dejó a solas.


***

Como siempre, había obtenido un papel de relleno en la obra de final del trimestre en la clase de Ballet y como siempre, me encontraba al final del escenario, confundida entre el resto de mis compañeras. En esta ocasión, estaba disfrazada de árbol - o algo semejante a un árbol, en todo caso - moviendome de un lado a otro para imitar el movimiento plácido de un bosque de verano. Sentí el ardor de la humillación en el pecho y también, esa desesperada necesidad de justificar mi miedo a ese sentimiento árido y helado que me paralizaba. Miré como el resto de mis compañeras sonreían al bailar, con los brazos extendidos sobre la cabeza, el cuerpo en tensión. Y envidié en silencio esa placidez de la satisfacción, la evidente felicidad que las llenaba a todas.

- ¡Arbolitos! ¡A la derecha! - susurró la profesora, haciéndonos girar a todas la vez para crear el efecto de un viento poderoso. Me tropecé sin querer, me quedé paralizada con las manos húmedas escondidas dentro del disfraz del cartón. ¿Merecía la pena esta tristeza? ¿Esta sensación de llegar a cierto lugar en mi interior devastado y árido?

Estiré el cuerpo con cuidado, sacudí las ramas de cartón pegadas a mis manos con cierta brusquedad. Una de mis compañeras me miró entre los festones de tela y cartulina con alarma.  Con frecuencia, pensaba que bailar era un espacio silencioso en mi mente, donde no había imágenes ni sensaciones. ¡Que distinto era cuando fotografiaba o escribía! había una vitalidad brillante que me recorría de arriba a abajo cuando lo hacía. Una felicidad reposada y tranquila que parecía ser parte de mi espíritu incluso antes que lo recordara. ¿Qué ocurría que no lo sentía al bailar? Me incliné, balanceando el peso del árbol de cartón sobre mi espalda. El pequeño bosque al final del escenario se movió conmigo. La angustia me sofocó un poco.

¿Qué intentaba demostrar? ¿Y a quien? recordé que en una ocasión, mi abuela me había mostrado las fotografías de un viejo ritual de matrimonio en que había participado junto al resto de la familia. En las imágenes, todo el mundo sonreía, daba palmas, hacia cosas un poco ridículas. Incluso había una foto donde mi abuelo, siempre tan propio y callado, bailaba a saltos junto a una de mis tías. Todo eso me sorprendió. Abuela había reído a carcajadas "Nadie es elegante cuando es feliz. Y eso es bueno. Ser feliz es un reflejo que somos libres".

El pensamiento encajó en algún lugar de mi mente en el preciso instante en que el bosque de cartón debía moverse a la derecha, como abatido por un viento huracanado. Pero yo no lo hice. Simplemente me quedé allí, con las manos extendidas al frente y las piernas en una posición nada elegante. El grupo de árboles me miró confuso. La profesora junto al escenario, sacudió una mano, frenética.

- ¡Para allá! - me susurró. Señaló con dedo imperioso - sigue a todas. ¡Para allá!

Pero no me moví. Me quedé muy quieta, mirando al público, que me lanzaba miraditas curiosas. Alguien soltó una risita. Y de pronto, yo también tuve deseos de reír. Sin que supiera cómo, la bolita de amargura en mi garganta se disolvió y me permitió respirar. ¿Por qué no podía ser libre? ¿Por qué no podía liberarme por completo de esa sensación persistente de frustración? ¿Por qué no admitir simplemente que no necesitaba hacer otra cosa que ser feliz?

- Pero ¿Qué haces niña torpe? - me gritó otra vez la profesora, esta vez en voz muy audible. Varios de los árboles de la derecha se volvierona a mirarla. Uno de los cisnes que bailaban sobre el escenario, perdió el ritmo para volver la cabeza - ¡Que vuelvas allí!

No lo hice, claro. En lugar de eso, tomé una bocanada de aire y arrojé al suelo las ramas de cartón y el tronco de cartulina mal pintada. Me quedé allí con mi mallita verde oscuro y el delicado tutu transparente en las caderas. Ahora sí, todo el público me miraba asombrado.

Y comencé a bailar. Pero no con la elegancia refinada de una bailarina, sino con esa salvaje sensación de alegría que me producía sentir estaba rompiendo lo que fuera que me ataba a ese escenario y a la tristeza. Bailando con torpeza, tropezandome con mis pies y mi impulsividad. Girando con los brazos levantados hacia las luces del escenario, riendo a carcajadas. Bailando por primera vez, sin temor a equivocarme, sin desear impresionar a nadie. Bailando para encontrar un momento donde la alegría fuera un sólo pensamiento, que el poder de crear fuera algo más que una pulsión nociva. Y Bailé, riendo a carcajadas, dando saltos y riendo con el público, que sin entender que ocurría batía palmas y daba vitores. Bailé con la sensación que me despojaba del miedo, de la angustia, de algo muy pesado y duro que por años había llevado a todas partes. Bailé a carcajadas, bailé con toda la energía que fui capaz, bailé hasta que comencé a llorar y no sabía lo que hacía. Bailé hasta que el mundo se tornó un manchón muy ruidoso y  me sentí mareada y eufórica. Y aún así, feliz.

No recuerdo cuando llegó la profesora y me jaló de un brusco tirón hacia detrás del telón. Parecía furiosa, ofendida pero sobre todo, incapaz de comprender mi comportamiento.  Se inclinó para mirarme a los ojos con los suyos chispeante de reprobación.

- ¿Puedo saber que fue eso? - me recriminó con los dientes apretados. Suspiré.
- Se llama despedida.

Me miró boquiabierta mientras me desataba las zapatillas, me quitaba el tutu y la malla. Cuando me enfunde en mis jeans y camiseta, parecía más irritada que nunca.

- ¿Qué se supone que haces?
- Soy una terrible bailarina - dije soltandome la melena de rizos desordenados, que siempre me llevaba tanto esfuerzo peinar en un apretada y pulcra coleta - No me gusta nada del ballet...
- Pero...debes esforzarte.
- Sí, sé que debería - tragué un nudo de frustración. Sacudí la cabeza - pero no lo haré. Hay cosas mucho mejores y que amo más que perseguir fuegos fatuos.

No esperé me respondiera. Corrí con todas mis fuerzas hacia la puerta trasera y caminé hacia el estacionamiento vacío hacia el automóvil de mi abuelo, que como siempre, me esperaba leyendo el periódico detrás del volante. Me miró con una ceja levantada cuando me dejé caer a su lado.

- Fue rápido esta vez.
- Sí - suspiré - aunque creo que tal vez duró demasiado.

Abuelo encendió el automovil con una sonrisa. Maniobró con pulso firme y avanzó por el estacionamiento hacia la calle. Me volví para mirar la academia de baile por última vez. Sonreí aliviada.

- ¿Te dijo tu abuela alguna vez que bailo muy bien? - me comentó entonces. Sacudí la cabeza, conteniendo una carcajada. Le recordé dando saltos desordenados en la fotografía que había visto años atrás.
- ¿En serio?
- Oh sí. Todo un gran bailarín.

Reímos juntos. En mi mente, un fuego azul  y parpadeante, venido de ninguna parte en la ciénaga de mi mente, se apagó. Un fuego fatuo sin nombre, destinado quizás a ser parte de mi imaginación.


A veces bailo, aún de adulta, toda torpeza y alegría. Lo hago para recordar que vale la pena reír a carcajadas, llorar a lágrima viva, seguir el camino que deseamos seguir. Luchar y perder pequeñas batallas. crear desde el error. Asumir el riesgo de equivocarnos y quizás, volar con alas recién abiertas hacia la simple y más personal esperanza. Un salto de fe.

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