miércoles, 20 de enero de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: Venezuela a dos escenas.




Imagine la siguiente escena: usted desea preparar un pastel — torta, dependiendo del país donde viva — y comienza a hacerlo, en medio del habitual de cualquier cocina. Nada especial, sólo un pastel. Añade la leche, la harina de trigo y añade un par de huevos a un bol. Mezcla de manera vigorosa. Y entonces descubre que olvidó incluir la mantequilla. La busca entre los anaqueles. Encuentra el envase vacío. El último trocito lo untó sobre el pan tostado del desayuno. De manera que para completar el pastel, debería comprar un poco más. Decide hacerlo.

En cualquier país del mundo, usted podría ir a la tienda de la esquina, el abasto a media cuadra, el supermercado a unas calles y comprar no sólo el paquete de mantequilla faltante, sino quizás una tableta de chocolate. Y quién sabe, si una de esos paquetes de mezclas con sabores singulares que en ocasiones suelen llenar los anaqueles. La incluye en la cesta, junto con un rollo de papel higiénico, detergente que olvidó comprar unos dias antes y para calmar la conciencia, un poco de fruta. También recuerda que quizás necesite un poco más de azúcar, así que incluye un paquete pequeño.
La fila hacia la caja registradora avanza con rapidez. Cuando llega, se pregunta si tiene el suficiente efectivo para cancelar el pequeño grupo de productos. Resulta que sí. Le extiende los billetes a la cajera. La mujer le entrega el cambio con una mirada somnolienta y cansada. Usted se pregunta, cuántas horas ha estado sentada allí, aburrida por la rutina diaria.

Si usted vive en Venezuela, para comenzar no estaría preparando el pastel (Torta). No lo haría porque la venta de huevos se encuentra restringuida hace unos tres meses, la leche es un producto escaso y difícil de encontrar en cualquier establecimiento comercial y el azúcar dejó de producirse en el país hace más de un año. De manera que con toda probabilidad, usted no podría preparar cualquier comida que incluyera esos ingredientes. Pero supongamos lo hace: que logra reunir con mucho esfuerzo los productos y complace un largamente aplazado antojo por saborear un buen pedazo de torta casera. Y como en el caso anterior, usted de pronto descubre que no tiene una barra de mantequilla que agregar. Si usted vive en Venezuela, sin duda sentirá un desagradable sobresalto y se preguntará que puede hacer ahora. La mezcla está casi completa y echarla a la basura no sólo es un desperdicio imperdonable sino además, impensable en la Venezuela socialista. Así que decidirá sin duda que debe al menos intentar un poco de mantequilla y completar la preparación de la torta. A pesar de lo que eso implica y sin duda, del esfuerzo que le llevará hacerlo.
Porque en Venezuela, comprar una barra de mantequilla — un trozo, un envase, unos cuantos gramos — implicará que usted debe salir a la calle a recorrer la ciudad para intentar encontrar un establecimiento que pueda venderlo. Telefoneará a los amigos y conocidos, revisará la información de ese grupo en Facebook que se encarga de informarle el lugar donde puede comprar un producto. Finalmente, alguien le indicará que en un Supermercado al otro lado de la ciudad, un supermercado tiene en venta una poca existencia de mantequilla. Usted entonces verificará su número de cédula de identidad, porque es probable que de otra forma no pueda adquirir la mantequilla y sentirá un enorme — humillante — alivio cuando compruebe que hoy es el día donde puede adquirir lo que quiera. O al menos, lo que pueda, que en Venezuela muy pocas veces coincide.

Después de conducir por al menos una hora — o trasladarse en un vagón maloliente del Metro de Caracas — usted llegará al Supermercado. Ya habrá por entonces una larga fila de compradores, que como usted, esperan poder comprar ese artículo que por meses han necesitado. La cola de personas obedientemente formadas, como se le suele llamar en estas latitudes, ya atraviesa la esquina, sigue un poco más abajo y sigue unos pocos metros hacia la calle que sigue. Y usted, cansado y un poco abrumado ya, se pone al final. Bajo el sol inclemente del mediodía. La fila no avanzará de inmediato — y quizás tampoco en unas cuantas horas — de manera que se prepara mentalmente para una larga espera.

De hecho, lo es. La larguísima formación avanza unos pocos metros y mientras tanto, la multitud que le rodea se queja en voz baja de todos los males que aquejan al ciudadano del país. Usted se enterará — queriéndolo o no — de las pequeñas desgracias de la medicina escasa, de la violencia callejera, del país de los exilios. Y mientras escucha la larga letanía de angustia y dolor, aguardar allí, con las manos temblando de impotencia y preocupación, se hace una pregunta inevitable ¿Hasta cuando podré soportar esto?
La cola comienza a avanzar con un poco más de rapidez. Ha transcurrido ya casi una hora y un poco más, pero al parecer podrá comprar algo. A su pesar, se siente aliviado cuando los compradores pasan junto a Usted, llevando bolsas con un paquete de papel higiénico, unos cuantos jabones y una botella de champú. Se siente profundamente incómodo por el alivio que le produce pensar que podrá comprarlo también. Pero no puede evitarlo. Hay un cierto rasgo de supervivencia en esa alegría secreta, turbia. Que parece contradecir esa visión mucho más razonable sobre la normalidad perdida, sobre el miedo a habituarse a todo aquello. Pero que siente, real y cercano sin que pueda evitarse.

Entrar al supermercado es una experiencia dolorosa. El aire acondicionado está dañado, de manera que la temperatura en los pasillos atestados es sofocante. Y también lo es la visión de los anaqueles vacíos o peor aun, llenos de un mismo producto. Repetido hasta la saciedad como un eco irrisorio y absurdo de la realidad. Los compradores van de un lado a otro, con las manos vacías y el rostro preocupado. La verdad, no hay casi nada que comprar. Y lo poco disponible marca precios tan disparados que en un par de ocasiones usted se sobresaltará al preguntarse si tiene suficiente dinero en sus tres tarjetas de crédito para poder adquirirlo, de necesitar comprarlo. Pero por ahora, sólo será la mantequilla. Se repite en voz baja. La mantequilla.

La encuentra. Es una barra pequeñísima. Al triple de precio que podría haber costado hace un año y que comienza a repetirse cuando la guarda en la cesta vacía que lleva colgada en el brazo. En medio del caos de clientes que corretean de un lado a otro, decide llevar también un poco de verdura — escasa y con un aspecto un poco pasado — y quizás una botella de detergente. La pequeña compra no tiene la menor relación con nada de lo que necesita a diario, pero lo lleva porque no tiene idea de cuando podrá comprarlo de nuevo. O incluso, encontrarlo en algún anaquel de la capital.
Ahora, se forma en la larguísima fila para cancelar lo poco que ha podido encontrar. De nuevo, escucha el interminable coro de desgracias. Intenta quedarse callado, impaciente, incómodo, pero pronto también comparte las suyas. La de todos los días. Las colas en todas partes. El miedo que lo abruma. La Ciudad asesina. La espera no se hace menos larga por eso, pero quizás la solidaridad ajena, no saberse tan sólo en medio del desastre le hace menos trabajosa la espera. Y piensa que el país está herido, está roto. ¿Todos estarán conscientes de la profundidad de la grieta?

Cuando finalmente se encuentra junto a la caja registradora, debe apoyar ambos pulgares son una máquina de aspecto barato junto a la cinta de metal. Lo hace, con una extraña sensación de alineamiento. Abrumado y angustiado por la certeza que no está bien, que no es admisible nada de lo que ocurre. Pero lo hace de todas maneras. No le queda otro remedio.

La máquina no funciona bien. De apoyar al menos tres veces los pulgares hasta que finalmente, la imagen de un check de color verde, le reconoce. Le aprueba. Con un ligero sobresalto, se pregunta que habría ocurrido de no hacerlo. De insistir en la acusadora letra “X” de color rojo que le señala como fuera del sistema. ¿No habría podido llevar su pequeña compra? ¿Habría tenido que admitir que necesita pertenecer a él?
Cuando la cajera le indica el precio a pagar, siente un sobresalto. La cifra quintuplica sus cálculos y se alegra de haber llevado más de una tarjeta de crédito. Cuando cancela, el vértigo regresa, la sensación de anormalidad. Pero dura poco. Camina hacia afuera, donde de nuevo será revisado y chequeado. Abrirá la bolsa, le revisarán y sólo entonces le dejarán salir. El olor húmedo y metálico del supermercado le acompaña unos metros más allá.

De regreso en casa, completa la mezcla y finalmente logra preparar la torta. Lo hace, cansado, aburrido, de mal humor. No siente ningún placer en completar la receta, pero ¡Vamos!, lo hará después de pasar por tanto, después de las horas bajo el sol, la humillante cola frente a la caja registradora. Tal vez por ese motivo, no siente ninguna satisfacción cuando horas después, se sirve un trozo esponjoso de torta junto a una taza de café sin azúcar. Porque mientras cualquier otra persona alrededor del mundo, comería con placer ese anticipado sabor casero, a usted le sabe a poco. Le recuerda la privación, le conmueve esa sensación de derrota que no sabe como explicar bien. Pero lo come igualmente, masticando con lentitud, agradeciendo poder comerlo. Porque no puede hacer otra cosa. Porque quizás, a pesar de todo…se resignó.

***

Si en un país normal, usted despierta con síntomas de un resfriado, lo siguiente que pensará es que quizás debería quedarse en casa. Que con el dolor de cabeza que padece, la nariz goteando y la garganta escaldada, lo mejor que puede hacer es cubrirse la cabeza con la sábana y descansar el resto del día. Quizás avisará a su oficina y explicará que necesita descansar, que los síntomas son extenuantes, que el malestar es insoportable. Después se tomará un par de medicamentos — de los montones que cualquiera suele acumular ese pequeño mueble junto al baño — y tratará de tomarse las cosas con calma. Mucho líquido, algo de sopa. Quizás para mañana podrá levantarse de la cama, pensará sonándose la nariz con un poco de papel de baño. Pero por ahora, deberá descansar. Todo lo que pueda y como pueda. De manera que lo hace, tosiendo a ratos, dormitando a otros.

Si usted vive en Venezuela, lo más probable es que si despierta con síntomas de resfriado, tendrá un primer momento de desconcierto y después, de profunda preocupación. Porque estando allí, tendido entre las sábanas con unos grados de fiebre, comenzará a preguntarse donde podrá comprar las medicinas. Cuál será el preocupado itinerario que deberá seguir para encontrar lo que sea que vaya a necesitar para sentirte mejor. Tendrá que levantarse, a pesar de los escalofríos y la dificultad para respirar y pedir a cualquiera de sus familiares que le acompañen para recorrer la ciudad y aprovisionarse de lo que necesite para curar. Y lo hará con la certeza que lo más probable que a pesar del esfuerzo, no logrará encontrar el medicamento que precisa, por muy sencillo que sea, por vulgar que parezca. En la Venezuela socialista, enfermar es un riesgo que nadie sabe muy bien cómo asumir.

El recorrido comienza con las farmacias cerca de su casa. Por supuesto, en los anaqueles vacíos no hay nada que pueda ayudarle. Eso ya usted lo sabía de ex profeso y de hecho, decidió visitar a su farmaceuta de confianza sólo por intentar convencerse que quizás no tendría que realizar el incómodo periplo por el resto de la ciudad. Pero por supuesto, tendrá que hacerlo. Y lo hará, temeroso de ese enemigo invisible de la escasez, de esa amenaza perpetua de no saber cómo enfrentar el miedo que le abruma, la frustración que parece convertirse en otro de los síntomas que le aquejan.

El recorrido se hace monótono e insoportable. Con la fiebre cada vez más alta, se detiene una y otra vez, para formarse en cola, preguntar a gritos por un medicamento, regresar al automóvil para continuar. Las sienes le palpitan de puro cansancio, la garganta parece una herida abierta y la mañana avanza con lentitud. Todavía no ha logrado comprar el analgésico para la jaqueca persistente, el antigripal para los estornudos, un calmante para la molestia general. Tampoco sabe si lo hará.

La sexta farmacia consecutiva. De nuevo, se forma en fila. Y alguien le informa a los gritos, que sí, que podrá comprar el calmante y hasta el medicamento genérico para los síntomas la gripe. Pero claro, deberá esperar, formarse en cola. ¿Tiene la cédula a mano? ¿Es su número? Lo lamento, si no lo es, no podrá comprarlo. ¿Enfermo? Lo lamento, órdenes de la gerencia. Lea aquí el anuncio. No, no podremos venderle absolutamente nada hoy. En este establecimiento, hoy no es su número.

Así que el recorrido continúa. Hará unas seis horas que despertó con un poco de resfriado. Ahora tose sin parar y estornuda tanto como para detener el automóvil varias veces para recobrar el aliento. Alguien le envía un mensaje de texto, indicando la dirección de una farmacia donde podrá comprar al menos uno de los medicamentos. ¿Y el número de cédula que no coinciden el día? “No importa, tu pregunta por mi amigo. Y paga un poco más”.

En otra vida, usted se hubiera negado. Habría debatido y con toda seguridad se habría preguntado en voz alta porque tendría que sobornar a nadie para comprar un sencillo calmante y un antigripal. En otra vida, usted no habría creído bajo ningún concepto que tendría que recorrer de un lado otro la Capital Venezuela para comprar un par de cajas de analgésico y un poco de jarabe para la tos. Pero ahora, en la Venezuela socialista, no hay quejas, no hay remilgos. Usted simplemente conducirá con las manos temblando por la fiebre, con los dientes apretados para evitar seguir tosiendo hasta el cansancio hasta el lugar que le indicaron. Con la esperanza que el dinero que lleva en el bolsillo sea suficiente para el soborno, que quién sea que le espera, el amigo del amigo de ese otro buen amigo, no exija un poco más pierda la oportunidad de comprar el medicamento. Después de todo, en esta Venezuela socialista, en esta tierra arrasada por el desaliento, usted es una víctima pero también es una pieza del sistema. Queriéndolo o no, deseándolo o no. Consciente o no de que lo es.

El desconocido le espera unos metros más allá de la puerta de la farmacia, tal como prometió. El dinero cambia de manos — sí, era suficiente el dinero, piensa aliviado — y finalmente, sostiene la pequeña bolsa de plástico con medicinas. Le han costado el quíntuple, quizás diez veces más de lo que podría haberle costado hace dos años, pero pudo comprarlas. Y eso es lo importante ¿no? se dice con las manos apretadas en el círculo del volante. Eso es suficiente. ¿Por qué me quejo? Se trata sólo de un resfrío y encontré las medicinas que necesitaba. ¿Qué habría sucedido de ser más grave? ¿De necesitar medicinas mucho más especializadas y costosas que estas pocas? ¿Qué habría…pasado?

Finalmente de regreso en casa. Se tiende en la cama. La fiebre no bajará de inmediato y sabe que con toda probabilidad no lo hará en horas. Que la tos se hará peor. Los estornudos más frecuentes. Que los malestares empeoraron por todo un día de descuido. Pero ya no piensa en eso. Sólo quiere descansar un poco. Ya se sentirá mejor en un rato. Lo suficiente para disgustarse, preocuparse de nuevo. Lamentar el país que heredó de no sabe quién. Pero por ahora. Sólo necesita descansar. Resignarse que así es la Venezuela que le tocó vivir. Antes de caer dormido, probablemente usted se preguntará cuándo terminará todo eso. Y no habrá respuesta.

***
A veces camino por las calles de mi país y me pregunto cómo será vivir en un país normal. Lo hago con enorme inocencia y tristeza, con la sensación que imagino una posibilidad que se perdió en Venezuela hace tanto tiempo que no puedo recordar que hubo antes. Miro a mi alrededor — este país herido, roto, violento — y me abruma la sensación de no comprender quienes somos o quienes deseamos ser. O mucho menos, en quienes nos hemos convertido. En quienes seremos si la lenta, progresiva destrucción continúa al ritmo en que avanza. Y de pronto, esa visión del país irreconocible parece aplastarme, dejarme sin voz. Simplemente arrebatarme esa noción de esperanza que conservo pesar de todo. ¿Qué ocurrirá después de esto? ¿Qué nos espera a medida que el país real se haga menos semejante al normal? me pregunto, a ciegas, tambaleandome un lado a otro de la incertidumbre.

No lo sé. Y creo que tampoco lo sabré pronto.

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