jueves, 7 de enero de 2016

En los brazos del viento y otras historias de brujería.





Cuando tenía once años, enfermé de pulmonía muy gravemente. No recuerdo gran cosa de esos días, en los que estuve recluída en una clínica privada y que todos temieron por mi salud. Lo que si recuerdo muy claro es que por primera vez, pensé en la muerte. De manera muy definida, como si la certeza que podía morir, se dibujara muy claro en mi mente. Una puerta abierta hacia un lugar de mi misma que hasta entonces me había resultado desconocido.

- Estarás bien. Necesitas muchos cuidados pero te recuperarás - me aseguró tia M., con una de sus sonrisas tranquilizadoras. Confiaba en ella mucho más que cualquier médico, pero ni siquiera su compañía amable pudo consolarme del terror que sentía de estar allí, tendida en la enorme cama de la clinica, con los brazos llenos de tubos, incapaz de moverme. Había una cierta idea de dolor desigual, más relacionado con el miedo que con el malestar físico, que me atormentaba a toda hora.

Y claro está, no podía dejar de pensar en la muerte. Lo hacía mientras respirar me resultaba tan doloroso como para que cada bocanada de aire resultara un suplicio o tuviera los dedos amoratados por alguna medicina a la cual no había respondido bien. Pero había algo más: una ligera incertidumbre que jamás había sentido antes. La idea perenne que la vida era algo muy frágil, tanto como un rayo de luz que podía desaparecer en una ráfaga de aire violento. Tendida en la cama, escuchando el trasiego de la clinica a mi alrededor - las voces de los médicos y enfermeras, los susurros angustiados de otros pacientes, el silencio inquietante de los pasillos - me pregunté cómo había sido tan ingenua para pensar que la vida era algo fulgurante y potente. Como no había notado que somos un pequeño parpadeo en medio de una eternidad sin nombre.

Me recuperé, claro. Era joven y fuerte, según mi tia M y además, toda una luchadora, según mi abuela. Nueve días después, abandoné mi convalecencia en el hospital. Me recuerdo a mi misma, pequeña y frágil, caminando junto a mi madre hacia la calle, tambaleandome de debilidad y de alivio. Mi abuela, a mi lado, me apoyó la mano en el hombro.

- Ya casi estás bien. Esto será un mal recuerdo pronto - me aseguró.

No sé por qué, sus palabras me dolieron tanto como para llenarme los ojos de lágrimas. Incliné la cabeza para que no pudieran verla, ni ella ni mi madre. Me esforcé en parecer tranquila, en disfrutar de los rayos del sol de esa tarde de Lunes cálida, de la sensación deliciosa de la ciudad llena de colores y olores. Pero cuando me senté en el automóvil de mi mamá, el dolor emocional pareció mezclarse con algo más amargo que no supe cómo explicar. Me incliné en el hueco de mis brazos cruzados para llorar con tranquilidad y a solas.

- ¿Estás mal? - se sobresaltó mi mamá de inmediato. Mi abuela sacudió la cabeza.
- Necesita un rato de tranquilidad.

Agradecí a mi abuela - la sabia, la bruja - pudiera comprender, a pesar de no haber dicho nada. Y allí me quedé, hundida en el asiento trasero del coche, aterrorizada y desconcertada por la cualidad del miedo que me atormentaba. No sabía como explicarlo - supongo que nadie puede - pero el miedo a morir era algo tan profundo como impensable. De pronto, no era tan sencillo paladear la belleza del día soleado, lo querido de las voces de mi familia, la sensación de bienestar que me producía poder respirar sin dolor, en medio de esa sensación que podía morir. Porque eso era todo: la certeza inabarcable que hiciera lo que hiciera, moriría. ¿Cuando ocurriría? me pregunté mordisqueandome las uñas, con el pecho cerrado de pánico. ¿Como podía sentir alivio o felicidad con la insistente sensación que todo podía acabar en un momento? ¿Qué simplemente podía sucumbir a esa oscuridad correosa que había atisbado al borde de la enfermedad.

Las lágrimas no pudieron consolarme. No había forma de explicar aquello a nadie o al menos, no que yo supiera. Y la conciencia de esa incapacidad para expresar la desazón - ese horror simple - me dejaron sin voz, pálida y abrumada. Cuando finalmente llegamos a casa, me apresuré a encerrarme en mi habitación, para que nadie pudiera preguntarme que ocurría. De pronto, sentí que un abismo enorme, se abría entre todos en mi familia y yo. Como si el haber estado enferma - y lo que había aprendido estándolo - me hubiesen separado del curso normal de las cosas, de la vida cotidiana que todos compartíamos.

Por supuesto, no lo pensaba de manera tan compleja. Lo único que sabía durante esas horas de soledad en mi habitación, era que el miedo a morir - persistente y que me acompañaba a todas partes - era tan fuerte que apenas podía soportarlo. Y que nadie podía entenderlo con claridad.  Tendida en mi cama con los brazos abiertos, me pregunté cómo se podía vivir sabiendo que al minuto siguiente se podía morir. Que...

- Al parecer te volviste loca mientras estabas enferma. Te curaste los pulmones, te dejaste la cabeza en el hospital.

La voz de mi tatarabuela me sobresaltó. Aún era firme, a pesar de sus casi centenaria edad y tan impaciente como siempre. Pero no me dejé convencer ni asombrar. Abrí los ojos para mirarla desde la cama, con las mandíbulas apretadas y muy dispuesta a hacerle entender que ni siquiera sus regañinas bien intencionadas podían convencerme esta vez de nada.

- ¿Me puedes dejar dormir un rato? No me siento bien - le respondí. Me di la vuelta de manera casi grosera y me quedé allí, esperando saliera. Pero no lo hizo. Escuché la puerta cerrarse y sus pasos lentos hacia la cama. El peso de su cuerpo hizo crujir la cama cuando se sentó.
- Claro que no sientes bien, casi no la cuentas.

Mi tatarabuela había nacido en Belgica y a pesar de que había vivido casi toda su vida en latinoamérica, todavía era perceptible un ligero acento en sus palabras, un bello tintineo en sus consonantes. Quizás por eso,  al hablar,  siempre parecía decir algo importante, de enorme belleza. O a mi me lo parecía. En esta ocasión, además, me sorprendió que no tuviera cuidado con lo que me decía, que no tuviera prurito alguno en dejar muy claro que sabía muy lo enferma que había estado.

- Pensé que me moría - murmuré por lo bajo - lo pensé todo el tiempo.
- Es que casi estiras la pata - dijo bisabuela con buen humor. Me aguanté la risa que se formó en la garganta y me volví para mirarla. Me gustó verla allí, con su cabello blanco trenzado que le cruzaba el cráneo y su rostro muy arrugado lleno de una expresión muy despierta. Había algo cálido y cercano en tatarabuela, un aire resuelto y práctico que siempre me consolaba.
- Tengo miedo - le dije. La verdad, no se lo había dicho a nadie. Todo el mundo daba por sentado que estaba cansada, afligida, dolorida, furiosa, pero no realmente asustada.  O al menos, todo lo asustada que puede estarlo una niña por un asunto tan abstracto y duro de entender como la muerte. Tatarabuela asintió con un lento cabeceo firme.
- Es para asustarse, morir no es una cosa simple.

Nos quedamos en silencio. Me senté sobre la cama, abrazándome las rodillas. Tatarabuela me miró con franqueza detrás de sus enormes anteojos de aumento.

- Tengo miedo de morirme a cada rato - le expliqué bajito, como para que no nos escuchara nadie - que me vuelva a enfermar del pecho. O me de un infarto o...

Se quedaron las palabras trabadas entre los dientes. Sacudí la cabeza, mirándome las pequeñas marcas de la endovenosa en las muñecas. Tenían un tinte carmesí y verde, como si me hubiese golpeado. Recordé la sensación de goteo de la vía, el sobresalto que me producía despertar a mitad de la noche y sentir que había algo artificial dentro de mi piel. Apreté los labios para no llorar de nuevo.

- Te entiendo. Asumir que morirás no es sencillo, ni tampoco algo que pase todos los días - suspiró tatarabuela - en el viejo continente, hay un refrán  que asegura que una vez que sabes que vas a morir, ya no lo puedes olvidar. Eso te pasa a ti, chiquita.

Me encogí de hombros, aún intentado no prorrumpir en lágrimas otra vez. Tatarabuela cabeceó, como si pudiera comprender a pesar de no haber dicho nada. Me acarició la cabeza con sus dedos retorcidos por la artritis.

- Morir es parte de la vida - comenzó. Apreté los puños, aterrorizada.
- ¡Una parte horrible!
- Una parte natural - me corrigió. Me hizo una seña con la mano - ven, te trenzo el cabello y te cuento algo de mi.

Trenzarse el cabello es un asunto muy serio en mi familia. Para la brujería, el cabello de una bruja es el símbolo del paso del tiempo, de la transmigración de las ideas y de la madurez. Representa la naturaleza salvaje y poderosa que vive en el espíritu de la bruja y además, su forma de comprender el mundo. Cuando una bruja trenza el cabello de otra, lo hace para transmitir conocimiento, poder y fuerza. A pesar de mi tristeza, me entusiasmó tener aquella conversación con tatarabuela. De inmediato me di la vuelta y sacudí la cabeza para que mi melena despeinada y rizada le cayera entre las manos.

- ¿Tu también le tienes miedo a la muerte? - le pregunté. Ella comenzó a desenredar el cabello con un gesto lento y tranquilizador.
- Todos le tenemos miedo a la muerte. En Brujería, se suele decir que toda bruja huye de ese temor creando, construyendo y soñando. Que ninguna de nosotras se entrega a la desesperanza porque sabe que la vida siempre debe ser más poderosa que la muerte. De manera que claro, yo también le temo. Pero huyo de ese temor siempre que puedo.

Sentí como separaba  varios mechones de cabello y tiraba de ellos con firmeza. Luego, la sensación ondulante de sus dedos trenzando con firmeza. Había algo primitivo y hermoso en el gesto, como si nos vinculara a ambas a una historia más vieja que cualquiera que conocieramos. Me pregunté cuantas veces en el pasado había ocurrido la misma escena, cuantas madres e hijas, abuelas y nietas, habían compartido ese momento de intimidad cálido y dulce. Una vez, había leído en uno de los libros de las Sombras de la Familia, que todas las brujas se reencuentran con su mundo interior cuando llevan a cabo un ritual. ¿Y que otra cosa era aquel momento pausado y agradable sino un tipo de rito muy viejo? Suspiré, entre la tristeza y la necesidad de consuelo.

- No sé como afrontar que morir es muy fácil - dije entonces - que simplemente...puedo enfermar y morir sin que pueda evitarlo. O caerme y romperme la cabeza. O...

No pude continuar enumerando todas las desgracias que podrían ocurrirme en un día cualquiera. Tatarabuela suspiró y siguió trenzando mi cabello. Sentí como las largas y gruesas trenzas comenzaban a caerme por la espalda. Una sensación extraña y casi deliciosa.

- La muerte es una idea que habrá de acompañarnos para siempre - dijo mi tatarabuela. Siempre me sorprendía la manera insólita como componía las frases. Mi abuela solía decir que se debía a que el castellano era su segunda lengua. Como fuese, era algo muy bello de escuchar - pero también la de vivir. A plenitud. Furiosamente. Necesitamos encontrar el punto de fuego que te recuerde que vivir siempre es mucho más importante que pensar en la muerte. Que entre ambas regiones del ser en tu mente - vivir y morir - debes entender que la vida siempre es más poderosa, más inquieta, más llena de posibilidades. La muerte es inevitable, nadie lo duda. Pero la vida florece donde puede, como puede, a toda plenitud.

Deslizó sus dedos callosos sobre mis sienes. Tomó un mechón de cabello muy finito y comenzó a tejer, con un movimiento rápido y fluido que no pude ver. Pensé en lo que acababa de decirme, en lo hermosa y seductora que resultaba la idea de entregarte a la esperanza. De pensar en la vida como la respuesta a todos los temores. Pero no podía hacerlo. O no sabía en todo caso. Cuando tomé una bocanada de aire, sentí un ligero palpitar de dolor en el pecho, como para recordarme mis límites.

- Pero la muerte es inevitable, Tati - insistí. Sentí el pánico aflorando de nuevo - va a pasar. Vivas bien o mal. ¿Es que la brujería no piensa en eso? ¿Que pasa después que te mueres? ¿Te vuelves...nada?

Vaya que idea espantosa esa. Sentí que me ahogaba literalmente de angustia, como si el miedo que venía sintiendo durante las últimas semanas se hiciera una pieza sólida y sofocante que me aplastara. Quise sacudir la cabeza y zafarme de las manos de Tatarabuela. Huir de nuevo a esconderme en algún lugar donde nadie pudiera mirarme y llorar hasta caer exhausta. Pero ella no me lo permitió: con un gesto lento y firme, apretó las trenzas entre sus dedos y esperó. Sentí que había algo firme en el gesto, pero también, consolador. Apreté los dientes, tratando de calmarme.

- La brujería medita sobre la vida, chiquita. En todas sus formas, en todas las ideas que la componen. La vida que es incluso la muerte - comenzó - no niega que la muerte sobrevendrá, porque todo en la naturaleza es un ciclo que empieza y que culmina. Como la Diosa de nuestras creencias que crece y se hace mujer para parir al Dios, que morirá en sus brazos, la vida es un tránsito que te conduce a la muerte. Y después a la vida ¿Cómo? No lo sabemos. Pero nadie muere para siempre ni vive para siempre. Todo se transforma, se hace algo más complejo, se convierte en una idea por completo nueva.

- ¿O sea que volvemos a vivir? - pregunté entusiasmada. Tatarabuela soltó una de sus carcajadas estruendosas, como si tosiera.

- Ojalá hubiera respuestas tan sencillas, mi chiquita. La brujería está construida no sobre la fe ciega, sino en el aprendizaje y el cuestionamiento. La experiencia. Así que ninguna bruja te dirá que ocurrirá una vez que mueres, pero si te dirá que debes hacerte preguntas, que debes intentar descubrir por ti misma a donde te conduce el camino de la vida. No hay respuestas sencillas en esto, mi niña. Ni tampoco consoladoras. La sabiduría no te consuela ni te calma. Te hace avanzar por un camino intrincado.

Me mordí los labios, luchando por entender aquello. ¿Qué quería decir tatarabuela? ¿Que la brujería indicaba que la vida siempre supera a la muerte pero aún así no puede decirte que ocurre después? ¿Eso tenía algún sentido? Pensé en la forma bonita y tan profundamente cautivadora como el cristianismo describía la vida después de la muerte. Un lugar espléndido y de paz para los buenos y un castigo eterno para los malvados. ¿Por qué la brujería no podía creer en algo así? ¿Por qué la brujería no veía las cosas de una manera tan evidente?

- Porque nada lo es - me respondió tatarabuela cuando le dije lo anterior - porque la vida es compleja, dura y bella. Porque nuestra trascendencia también lo es. La brujería celebra la vida y el poder de nuestro espíritu. Sabe que la vida se impone a todo, que vence cualquier obstáculo que quiera detenerla, pero no te indica en que creer después, hacia donde mirar para asumir tus temores y convicciones. La vida es una búsqueda, la vida es una aventura para espíritus osados. Y la brujería te educa para eso. Para buscar tus propias respuestas.

- O sea que puede ser que...haya algo o que no - pregunté. Bueno, eso era mejor que no creer en absolutamente nada, me dije un poco desconcertada. Y sin embargo no era un consuelo. Era un reto, un nudo de pensamientos que de pronto me hicieron palpitar el corazón muy rápido. No sólo eran preguntas sino también todo tipo de reflexiones, un deseo de comprender que consolaba el miedo. Moví la cabeza para mirar a Tatarabuela. Ella detuvo el gesto sostiendome la cabeza con ambas manos.

- Espera allí, colibrí inquieto - dijo. Ambas reímos - La brujería te empuja a hacerte preguntas. A estudiar, a construir tus propias ideas. Te hace recorrer el mundo, el exterior y el interior, buscando lo que deseas encontrar y después, buscando algo más. ¿Hay algo después de la muerte física? Preguntate que puede esconder ese paso de conciencia, si la vida se impone a todo. Si la vida no puede ser destruída.

Sentí sus dedos acariciandome las cabeza y luego tirando con cuidado de las trenzas que había tejido. Una a una me las paso por la nuca y cerca de las sienes hasta que toda mi cabeza pareció estar cubierta por ellas, en un estilo antiguo y extraño que me hizo sonreír. En el reflejo del espejo de mi tocador, de pronto mi rostro pálido y cansado tenía una nueva dignidad gracias al singular peinado. O al hecho de todo lo que representaba, tal vez.

- Y...¿Por eso dices que la vida...siempre es mejor que cualquier otra idea? - pregunté con timidez. Tatarabuela terminó de anudarme las trenzas antes de responder.
- La vida es un presente que dura para siempre mi chiquita. En brujería, es una manera de asegurarte que aprender, crear, avanzar en tu manera de ver el mundo siempre te permitirá crecer, te consolará de miedos y terrores. Que puedes vencer lo que te limita con tu capacidad para mirarte y mirar lo que te rodea. Eres más fuerte que tus dolores. Y mucho más poderosa que tus miedos.

Dejó caer las manos. Me volví para mirarla. Ella sonrió con ternura. Su rostro arrugado pareció llenarse de luz.

- La vida siempre será la respuesta, incluso cuando la muerte sea inevitable. La vida es un pensamiento, la muerte es parte de él. Todos somos un ciclo interminable que te lleva a la trascendencia.

Pensé en sus palabras mientras tomaba una taza de café esa tarde en la cocina de la casa. Mi abuela, que cocinaba la cena, me dedicó una de sus miradas apreciativas cuando me encontró allí sentada, con la taza entre las manos.  Sonreí, un poco aturdida aún.

- Ya voy mejor - le dije. Mi abuela me dedicó un guiño malicioso.
- Y al parecer tuviste una conversación interesante - comentó mirando mi peinado. Me llevé los dedos al montón de trenzas que me rodeaban la cabeza.
- Tengo mucho en que pensar - me detuve. Tomé una bocanada de aire - Abu ¿Temes a la muerte?
- Claro - respondió mi abuela de inmediato, con su absoluta sinceridad de siempre - pero también amo la vida. ¿Y tu?

Miré por la ventana de la cocina el color dorado de la ciudad bajo los últimos rayos de la tarde. Había algo mágico en los destellos que lanzaban los lejanos edificios. En el olor del viento de montaña que se colaba entre las cortinas de encaje remendado, en el sonido de la casa crujiendo bajo el calor. En la sensación milagrosa de encontrarme sana después de haber tenido tanto miedo y de encontrarme tan mal. De pronto, la vida no era sólo una idea, sino algo tan pujante y brillante que me dejaba sin aliento. Tan fuerte y delicioso que el miedo en comparación era sombra leve, incómoda. Estaba allí pero apenas podía empañar el brillo radiante de algo mucho más espléndido, poderoso. Me pregunté si a eso se refería la Tatarabuela al insistir que la vida siempre se impone. Que siempre es más importante que cualquier otra cosa. Sonreí.

- Creo que ya no tendré tanto miedo - respondí. Abuela sonrío también.
- Eso es suficiente.


A veces, el temor a la muerte - a la incertidumbre, a la simple fragilidad humana - me abruma de nuevo. Resulta inevitable supongo, que de vez en cuando la desazón sea más fuerte que esa noción - necesidad - de intentar buscar respuestas. Pero casi siempre, encuentro una razón para mirar más allá de esa sensación helada y dura y avanzar en busca de mis respuestas. Una manera de entrar otra vez al círculo de fuego donde danzo con las estrellas. De encontrar una forma de mirar el mundo y abrir los brazos para recibir conocimiento y sabiduría. Una forma de esperanza. Una manera de soñar.

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