domingo, 31 de enero de 2016

Entre fragmentos de sombras y otras historias de brujería.




Cuando tenía once años, me encaramé en el árbol más alto de la casa para alcanzar un mango de aspecto suculento que colgaba en una rama. Casi lo había logrado - estiré la mano, rocé el mango - cuando la rama se rompió y me caí entre alaridos. Luego, solo recuerdo el dolor, blanco y cegador, extendiéndose en todas direcciones. Cuando abrí los ojos, los rostros de mi mamá y mi abuela me miraban preocupados. Intenté moverme pero sentí la mitad del cuerpo, desde el hombro hasta casi la cadera, paralizado y tenso.

- Quedate tranquila - dijo mi mamá en su habitual tono cortante - ¿En qué estabas pensando?

Mi abuela apretó los labios y le dedicó una rápida mirada preocupada. Pero no dijo nada. Se inclinó y me acarició las mejillas con ternura.

- ¿Qué pasó? - balbuceé. Mi mamá puso los ojos en blanco.
- Te caíste del árbol y te rompiste un brazo. Eso pasó.
- ¿Me voy a morir?

Hasta mi mamá tuvo que contener las evidentes ganas de reir. Mi abuela no lo hizo y me cubrió de besos las mejillas. El cosquilleo de su risa en la piel me reconfortó.

- No, pero si vas a llevar el brazo en escayola por tres meses.
- ¿Tres meses?
- No sé en qué estabas pensando - repitió mi mamá. Yo tampoco, me dije entristecida. Mi abuela sacudió la cabeza y salió de mi campo de visión. De pronto, noté que era muy tarde - tanto, como para que las sombras triples de la tarde se alargaran sobre mi cama - y que no recordaba gran cosa de lo que había sucedido las últimas horas. Cuando mi abuela encendió la luz de la habitación, parpadeé.

- ¿Ya es de noche? - pregunté nerviosa. Abuela sonrió.
- Estuviste medio delirando de dolor toda la tarde. Pero ya vas mucho mejor - me explico - tu mamá y yo nos vamos a quedar contigo esta noche, para cuidarte.

Mi mamá me fulminó con la mirada y fue a sentarse en mi sofá roto junto a la biblioteca. La miré avergonzada y sin saber que decir. Tenía el rostro pálido, la ropa sucia y arrugada y las uñas mordidas. Se le veía muy angustiada y afligida. Intenté disculparme pero no tenía idea de qué podía decirle, así que me callé mientras mi abuela me cubría con las sábanas y me arreglaba las almohadas.

- Hija, tu también eras muy traviesa de niña - dijo entonces, dedicándole una mirada humorística a mi mamá - y también fuiste a rodar y tuve que llevarte al médico a todo correr. ¿No lo recuerdas ahora?

Mi mamá cruzo brazos y piernas en un apretado nudo. Mi abuela se sentó junto a mi y me rodeó con su brazo. Me apoyé en ella, reconfortada. El leve movimiento me envío escalofríos de dolor por la espalda. Vaya que la había hecho buena esta vez, pensé. Ahora que empezaba a estar menos confusa, noté que llevaba un enorme yeso desde el hombro hasta lo dedos de la muñeca, enorme y de un aparatoso color blanco. ¡Y como dolía! Tanto como para que prefiriera estar sin mover ni una pestaña mientras miraba a mi abuela y a mi mamá.

- Nunca te hice nada así - reclamó mi mamá. Abuela soltó una carcajada.
- Eras una brujita muy impertinente.
- No me llames así, por favor mamá.

Mi mamá tenía serios problemas con llamarse bruja. Durante su juventud, la había pasado muy mal por la gente que se burlaba de ella y de nuestras creencias. Incluso, en una ocasión, la habían despedido de un empleo por llevar sobre la Blusa su pentáculo de plata. Así que cuando se hizo mayor, decidió no seguir practicando el Arte y alejarse de cualquier tradición familiar. Era un tema muy tenso entre mi mamá y mi abuela, aunque sabía que esta última intentaba llevar la fiesta en paz. Pero en ocasiones, como ahora, no lo lograba.

- Es lo que eres.
- Es una creencia. Y puedo renuncié a eso, recuerdalo.
- Es tu familia y tu herencia. Parte de ti.

Mamá no respondió nada más y se limitó a mirarme nerviosa. Mi abuela suspiró, cansada - como si la discusión se hubiera repetido mil veces - y después sonrío. Un gesto dulce y melancólico que me pareció muy hermoso.

- Tu mamá era una brujita muy traviesa - siguió, a pesar de la inmediata mueca de desagrado de mi mamá -cuando era más pequeña tu, tendría nueve o diez, se fue a toda velocidad por la calle con su bicicleta y se estrelló contra una de las cercas del vecino. El doctor José tuvo que tomarle seis puntadas en la frente.

El doctor José era el médico de toda la familia desde hacía décadas y era muy viejo, casi tanto como Dios, solía pensar cuando abuela me llevaba para revisarme la garganta dolorida o la fiebre. Me pareció recordar haberle visto esa tarde, pero la verdad era que apenas recordaba nada. Y como ese blanco en mi mente me asustaba, decidí pensar  en mi mamá, muy chica y con la frente aparatosamente rota. Era una imagen sorprendente.

- ¿Seis? - pregunté - ¡Eso es casi toda la cabeza!

Mi mamá tuvo que sonreír. Ladeó la cabeza y me dedicó un guiño amoroso.

- Seis, imaginate. Justo aquí - dijo mi mamá mostrandome el nacimiento de su sien derecha - parecía uno de esos personajes heridos en las películas, que van con la venda floja...
- ¡Pobrecita!
- ¡Ah! ella ni lloró, tu mamá siempre ha sido muy fuerte - añadió mi abuela - esa misma noche llevó a cabo su primer ritual de Luna Llena. Y no le importó nada la herida.

Vaya, eso era importante, pensé asombrada. El primer ritual de Luna Llena que llevaba a cabo una Bruja, era con toda seguridad, uno de los momentos más importantes de su aprendizaje en el Arte de la Diosa. Era el momento de demostrar cuanto había aprendido hasta entonces y lo mucho que importaba para ella la Tradición. Pensé con nerviosisimo que quedaban algunos meses para el mio y me alegré que para entonces, ya no tuviera el yeso en el brazo.

Mi mamá apretó los labios pero no dijo nada.  Tampoco pareció especialmente disgustada. Simplemente suspiró y se quitó el cabello de la cara con un gesto lento.

- No quería decepcionar a nadie - explicó - además, era muy importante para todos.
- ¿Y para ti? - pregunté. Mi mamá me miró, con sus ojos verdes un poco nublados por los recuerdos.
- Para mi también.
- ¿Y estuvo bonito el ritual?
- Fue hermoso - interrumpió mi abuela - fue delicado, muy dulce, muy elegante. Todas nos enorgullecimos mucho de tu mamá y su aprendizaje.

Mi mamá parecía cada vez más nerviosa. Se llevó los dedos a la boca y comenzó a mordisquearse una de las uñas. De pronto pareció recordar que no estaba sola y dejó de hacerlo. Lamenté verla tan nerviosa y preocupada, aunque no me explicaba por qué el tema parecía hacerla sentir tan mal.

- ¿Te gustó hacerlo mamá? - pregunté. Lo hice quizás para que pudiera decirle a mi abuela que hacia mucho tiempo no recordaba eso y ya no era importante. Mi mamá solía decir esas cosas cuando yo le hablaba de mi aprendizaje y de cómo iba aprendiendo todo lo que mis abuela, tías y primas me enseñaban. Pocas veces admitía haber hecho cosas parecidas o incluso, atravesado un aprendizaje semejante.
- Sí claro - dijo para mi sorpresa - me había preparado mucho para eso. Ninguna herida me iba a detener.

Todas las brujas se preparan mucho y con gran cuidado para su primer ritual de Luna Llena. Aprenden invocaciones, recopilan leyendas familiares, leen los rituales de otros miembros de la familia. También cosen su vestido ceremonial, una sencilla túnica blanca atada con un trozo de tela a la cintura. Aunque todavía me faltaba considerable tiempo para hacerlo, ya yo había comenzado a reunir fragmentos de información, a memorizar invocaciones. Era una experiencia bella y profunda, difícil de explicar y mucho más de olvidar.

- ¿Y como fue?
- Llovía ¿Recuerdas? - dijo mi abuela junto a mi cabeza. Sin verla, sabía que sonreía - Esas lluvias extraordinarias de Septiembre de Caracas. Toda dorada y gris, con el sonido del viento cayendo a raudales desde la montaña. El jardín estaba muy vivo.
- Llovía, sí - dijo mi mamá y miró hacia la ventana, quizás a la montaña, hacia sus recuerdos - y todo estaba muy oloroso. Lleno de vida. Todo era precioso o al menos así lo recuerdo. Tenía tanto miedo...
- ¿Tu tenias miedo? - pregunté. Mi mamá era una persona siempre muy serena y callada. Jamás hasta entonces, la había imaginado como una niña pequeña, quizás tan nerviosa y torpe como yo. O casi.
- Mucho mucho - dijo mi mamá y sonrío. De pronto, los recuerdos no parecían dolerle tanto como siempre y eso me encantó - Temía equivocarme, decepcionar. Temía no hacer las cosas como se suponía debía hacerlas.

Mi abuela carraspeó la garganta. Mi mamá le dedicó una mirada casi furiosa.

- Mamá, no es fácil llevar sobre los hombros una tradición familiar más vieja que tu misma - dijo - ¿No entiendes? No sabía que esperabas de mi. O que podía hacer yo para satisfacer todo esto.
- No tenías que hacer nada - dijo mi abuela en un tono lento y espeso que pocas veces le había escuchado. Estaba preocupada. O como mínimo, muy cansada - Jamás te pediría otra cosa que fueras tu misma.

Mamá sacudió la cabeza. Mi abuela intentó moverse pero al hacerlo, sacudió un poco la cama y me quedé de dolor. Se quedó quieta donde estaba, acariciandome el cabello con ternura.

- Una bruja siempre es su mejor obra de arte - respondió mi abuela - todos los elementos extraordinarios, poderosos y misteriosos que la hacen única, salvaje, rebelde, inquieta. Que la distinguen como una mujer que cree en el poder de su pensamiento, que asume el poder de su mente. Y tu eras todo eso y más. Siempre lo has sido.

Nadie dijo nada por unos minutos. Me quedé muy quieta, impresionada y un poco desconcertada que ambas conversarán en esos términos. Por años, había sido consciente que mamá y mi abuela no se llevaban del todo bien, pero jamás había pensado realmente en el motivo. Me preocupó pensar en mi mamá con ese dolor a cuestas, esa sensación de perdida que al parecer llevaba a todas partes.

- Mamá, es muy fácil para ti decirlo - dijo entonces mi mamá - estás inmersa en tus creencias. Confias en ellas, las llevas como una banda de honor, bien visibles. Las amas, te sostienen. No para todos es tan fácil.

Mi tia J. me había contado que mi mamá siempre había sido una niña muy introvertida y callada. Y que eso, justamente, había provocado que las burlas y puntas de los demás por sus creencias le afectaran mucho. Al crecer, mamá había tenido que lidiar contra la sensación de ser distinta, de enfrentarse a esa normalidad aparente sin saber cómo hacerlo. Era un pensamiento triste, imaginarla tan perdida y abrumada. Quizás simplemente desolada.

-¿Por qué no lo fue para ti? - preguntó mi abuela. Agradecí que lo hiciera: también quería saberlo.
- Porque el Mundo real en ocasiones pesa demasiado - respondió mi mamá con una sencillez conmovedora - ser bruja implica aprender a asumir el riesgo de confiar, de ser vulnerable para ser fuerte. De recorrer el mundo aprendiendo y equivocandote a partir de la experiencia. Tropezar y caer. Creer que tiene sentido cada trapiez. Nunca pude comprenderlo.

Mamá siempre había sido una mujer perfeccionista y con mucho carácter, eso lo sabía. Mis abuela - la sabia, la bruja - solían contarme que mi mamá siempre se había esforzado por ser la mejor alumna, la mejor en su profesión, la mejor madre. Y que los pequeños desastres cotidianos, las caídas inevitables, le afectaban mucho más que a otra gente. ¿Ocurría lo mismo con la Brujería? ¿Temía que su confianza en si misma, en su capacidad para pensar, en la fuerza de su espíritu no era suficiente?

- La brujería no te exige nada, hija - dijo mi abuela, en voz baja y tierna - sólo te brinda la oportunidad de construir tu mundo a tu manera. Es una manera de sostenerte sobre tus miedos y debilidades. De continuar a pesar de todo. Y eso creeme, siempre lo has hecho. Siempre has triunfado en espíritu y en voluntad contra todo lo que ha intentado detenerte.

Supuse que mi abuela se refería al divorcio de mis padres, que había sumido a mi mamá en la tristeza. Y también, al largo camino de esfuerzos que mamá había recorrido para ser la mujer instruida y poderosa que era. Y no obstante ¿Por qué mi mamá no sentía que era suficiente? ¿Por qué mamá pensaba que esforzarse siempre y crear sus propias respuestas a los cuestionamientos más duros no era una forma de mirarse así misma con honestidad?

- Mamá, la brujería es una creencia que aspira a que nos enfrentemos al temor - dijo entonces mi mamá - lo hago sí, pero no siempre es...como lo imagino.
- Esa noche lo fue.

Se refería al primer ritual de Luna Llena, supuse. Mamá suspiró y se volvió a mirar otra vez por la ventana. La luz de la calle iluminó su perfil y de pronto, me pareció muy joven, casi frágil. Una mujer apenas recién nacida.

- Lo fue...porque sentí creaba algo bueno. Celebrar a la Luna Llena es también celebrarte a ti misma - respondió mi mamá - creer y construir una línea de conocimiento que recibes y tratas de perpetuar. Lo hice, justamente porque sentí merecía la pena, porque mi corazón y mi voluntad estaban puestos en eso. Porque era la Bruja que había soñado ser.

Jamás había escuchado a mi madre llamarse así misma Bruja y me sorprendió que lo hiciera. Lo hizo de manera natural, un susurro que de pronto pareció ser parte integral de si misma. Sentí que la emoción me cerraba la garganta y de haber estado menos dolorida, seguramente habría ido para abrazarla. Pero sólo la miré, asombrada por su sencilla y conmovedora fuerza.

- Hija, Celebrar a la Luna Llena te recuerda que estás unida no sólo a lo que aprendes, sino a lo que recibes como herencia y lo que brindarás como legado - respondió mi abuela - ¿No lo entiendes? No somos brujas por lo que hacemos, que es parte de nuestra capacidad creativa, sino por lo que pensamos. Por lo que somos capaces de emprender, avanzado entre dudas y temores. Las brujas siempre han luchado por lo espiritualmente complejo. Por lo intimo, por lo querido. Una bruja es una mujer que sobrevivió a su propia batalla, a sus heridas y las curó con aprendizaje.

Mi mamá no respondió, sino que se quedó muy quieta, aún mirando por la ventana. Y pude imaginarla, tan clara como si la hubiese visto, esa primera Luna Llena. Seguramente llevaría su cabello castaño trenzado sobre el hombro y el vestido blanco impecable atado a la cintura. Y llovía esa noche, había dicho mi abuela. Llovía y las ráfagas de agua caían como una pared blanca sobre el costado de la montaña, hacia nuestro jardín. Y la niña de ojos verdes avanzaba por entre el circulo de velas que apenas sobrevivían al aguacero, con la daga en una mano y la copa de cristal en la otra. Caminaba con seguridad, a pesar del barro en los pies, del viento contra la cara. Y miraba hacia la cúpula celeste, furiosa y gris, intentando ver la Luna. Sabiendo que estaba allí. Con esa fe inquebrantable de los soñadores. Con ese poder indómito de los decididos a conservar la esperanza.

¿No había actuado siempre mi madre de la misma forma? pensé adormilada. Mi madre, tan callada y firme, a mi lado siempre, a pesar de las tristezas y la desazón. Mi madre, abrazándome en nuestro pequeño departamento del Centro de la ciudad, reconfortandome, siendo un abrazo cálido, el amor intenso y silencioso, esa cómplicidad inevitable. Mi madre, siempre dispuesta a continuar el camino, a pesar de los tropiezos, del temor. De la debilidad.

- Sé es bruja en la debilidad que conduce a la fuerza - murmuró mi abuela. Y no supe si la había escuchado o soñaba que lo hacia - la Bruja en ti, siempre te guía. Y la mujer que eres, es su reflejo. No hace falta llamarse bruja para hacerlo. El poder de crear y continuar tu propio camino, siempre está en ti.

Soñé entonces que la lluvia cantaba y que la niña de ojos verdes podía escucharlo. Que levantaba la copa y la espada, que invocaba con voz firme viejos espíritus del pasado. Y la tierra se movía a su alrededor. Y la Montaña cantaba para ella. Como si el mundo fuera un sueño a medio recordar o mejor, un pensamiento a medio construir. La imagen misma de la fe que guarda un corazón enfurecido.

El corazón poderoso y siempre despierto de una bruja.
La fe de una hija de la Diosa.

***

Desperté con un sobresalto en la oscuridad. Y de nuevo tenía dolor. Me quejé en voz baja y de inmediato, mi mamá estaba allí, refrescandome la  frente con un trapo húmedo. Sentí su mano firme y cálida sobre el hombro, las mejillas. Su beso sobre los párpados hinchados.

- ¿Me voy a morir? - pregunté entre dormida y despierta. La escuché reír en la oscuridad.
- Las brujas no mueren, se convierten en rayos de Luna y voces en el viento - murmuró. Vaya que eso era una historia bonita. ¿No solía contarla mi abuela? Me acurrucé contra ella, a pesar que el movimiento trajo consigo otra oleada de dolor. Pero el calor y el olor de mi madre me reconfortó.
- ¿Eso es verdad?
- A menos no las mata caerse de una mata de mango.

Sonreí. Abrí un poco más los ojos. Los grandes ojos verdes de mi mamá - como de niña, de bruja - me miraron con calidez. Me sentí segura, querida. Parte de algo más grande de mi misma.

- Duerme otra vez - dijo en un susurro. Cerré los ojos. Más allá de la ventana el viento cantó.
- ¿La Luna canta en la lluvia? - pregunté en pleno delirio. Ella río.
- Eso tendrás que contármelo tu.

Pero ya yo estaba soñando, volando entre la lluvia tupida de un septiembre lejano. Unida a la Bruja muy joven de ojos verdes que invocaba el pasado. Siendo su futuro. Siendo simplemente parte de una historia siempre incompleta, a punto de escribirse de nuevo.

Siendo el tiempo nuevo a punto de nacer.




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