jueves, 14 de junio de 2018

El mundo en un balón y otras historias íntimas.




Mi abuelo materno era un gran fanático del fútbol. Tanto como para sintonizar todos los partidos de liga italiana, española — e incluso la inglesa — y gritar con el mismo entusiasmo por la Juventus, el Real Madrid y el Arsenal Football Club. Para mi abuelo no había diferencia: el fútbol era el fútbol en cualquier idioma y había una magia extraordinaria en esa estrategia refinada y potente de cualquier oncena sobre el campo de juegos. De manera que uno de mis primeros recuerdos de la infancia, es la imagen de mi abuelo dando palmadas frente a la pantalla del televisor, animado con pasión y euforia al equipo de turno, al mismo tiempo que trataba de explicar a su nieta neófita los rudimentos del asunto.

— ¿Ves ese pase? Limpio y directo. El Fútbol es pura geometría — me decía durante aquellos domingos calurosos y llenos del bullicio de los almuerzos familiares — si sabes mirar, vas a encontrar que se trata de un deporte no sólo de habilidad sino de algo mucho más inteligente. Es como el ajedrez, pero sobre un campo minado de obstáculos.

Mi abuela, que solía escuchar de cerca, ponía los ojos en blanco y soltaba algún comentario levemente irónico sobre la pasión desenfrenada — no había otra forma de llamarla — de abuelo por el llamado “deporte rey”. No había otro manera de explicar la forma en que mi abuelo degustaba no sólo el juego como espectáculo, sino lo que parecía ser sus infinitas ramificaciones como una forma de sofisticada estrategia deportiva. El caso era que para mi abuelo, el fútbol no era solamente un deporte — como supongo no lo es para ningún fanático — sino también, una forma de comprender la vida. Una afición que tenía mucho de obsesión y también de maravilla.

Claro está, como buen inmigrante, abuelo seguía conservando sus pequeños tesoros del terruño y uno de ellos, era su férreo apoyo — solidaridad, complicidad, en ocasiones una fidelidad desconcertante — por la selección española. La célebre y malograda “Roja” que tantas angustias, placeres y sinsabores regaló a su fanaticada y que durante cada Mundial, despertaba las esperanzas sobre un gran, esperado y ansiado triunfo que tardaba demasiado en llegar. Para mi abuelo, La Roja era una especie de oncena mítica, una combinación de fuerza, perseverancia y poder que nadie reconocía y mucho menos, comprendía del todo. Durante años, mi abuelo espero con la fe del buen creyente, y la esperanza de un ferviente admirador, que la tradicional Furia Roja, ganara la copa del Mundo. Un bello recuerdo: esas tardes donde el fútbol lo era todo, la emoción y la expectativa de esperar el pequeño milagro que se retrasó una y otra vez. Mi abuelo se inclinaba frente a la vieja poltrona del salón, las manos apretadas y empapadas en sudor nervioso, los ojos muy abiertos, dirigiendo a gritos a los jugadores, celebrando sus aciertos y lamentando sus torpezas. Al final, el resultado era siempre muy semejante: una desilución melancólica que le dejaba enfurruñado y enfurecido por días enteros. Pero mi abuelo era inquebrantable. No hacía más que repetir: “Ya verás, solo es cuestión de tiempo. La roja se lo trae (la copa) a casa. Ya lo verás”

Por supuesto y en medio de tanto frenesí, terminé volviéndome fanática de la Roja. Casi sin querer. Simplemente escuchando a mi abuelo repetir los nombres de los jugadores y equipos, de señalar las jugadas, de mostrar lo que podía dar de sí aquella emocionante batalla entre oncenas la mayoría de las veces, llenas de una euforia similar a la de su público. Aprendí que Isidro Lángara marcó 17 goles en sus 12 partidos con la selección de España, que Ricardo Zamora fue figura prominente y popular de la Selección Española. Que la especialidad de Telmo Zarra era los remates de cabeza y que gracia a eso, ayudó a la Roja a ganar ante Inglaterra en el Mundial de Brasil de 1950, que fue además, la primera vez que la selección clasificó como entre las cuatro mejores del mundo, un logro que España entera celebró con un bacanal monumental de sangría y jamón serrano. Que el gran Luis Suárez se convirtió a mediados de 1964 en el jugador más conocido de la selección y lo fue durante quince años, además de lograr el récord de 13 goles en 32 partidos y llevar a la Roja a su primer titulo continental. Que el mítico Emilio Butragueño — El delantero madrileño que se convirtió en figura pública tan extraordinaria que llegó a considerarse el primer ciudadano de España — marcó 26 goles en 69 partidos con La Roja y que sin duda, se consagró como el gran héroe del fútbol español en el Mundial de México de 1986 ante Dinamarca (5–1), donde marcó cuatro de los goles que llevaron a la selección al triunfo. Y por supuesto, me habló docenas de veces sobre su ídolo indiscutible el gran Raúl González, que disputó los Mundiales de 1998, de 2002 y 2006, participó en los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996, las Eurocopas de 2000 y 2004 y fue el diestro capitán de La Roja desde 2003 hasta 2006.

— En total jugó 102 partidos y marcó 44 goles para la Roja — me explicó mi abuelo en una oportunidad — ¡Todo un portento!

Su expresión de júbilo me hizo reír pero también, me provocó una íntima tristeza. Con ochenta y dos años, abuelo comenzaba a mostrar los primeros síntomas del Alzheimer y olvidaba cosas de su vida de a poco, como si su identidad comenzara a erosionarse con lentitud en una espacio vacío y anónimo al que yo no podía llegar. En ocasiones no recordaba el nombre de mi fallecida abuela o el lugar en el que había nacido. Y más de una vez, miraba mi rostro como si no supiera con exactitud quién era la desconocida que le sonreía con cariño y escuchaba con paciencia. Pero no olvidaba aquellos datos de extraordinaria precisión sobre su pasión más querida, la que nos había unido tantos años, la que me nos había obsequiado una especie de vínculo secreto entre ambos que suponía, luchaba contra el tiempo y el olvido. En esa ocasión, me tomó de la mano y siguió hablándome de todas las virtudes y debilidades de la Roja, de todas las cosas que le alejaban de la Copa. Del hecho que siempre parecía muy cerca pero nunca capaz de alcanzar la dorada y preciada Copa Jules Rimet, aunque ya nadie le llamaba así y de hecho, poca gente recordaba ya que ese había sido su nombre oficial hasta que Brasil terminó por apropiarsela en lo años ’70. Pero por supuesto, no se me ocurrió corregirlo, sino que le tomé de la mano, ya muy delgada y sarmentosa y sonreí, asegurandole que la Roja lo lograría pronto. Que alguna vez el equipo nos daría la alegría, a pesar de los años de decadencia.

— ¡Lo hará! — me aseguró con los ojos muy abiertos y brillantes, como los de un niño entusiasmado — ¡Lo hará! La Roja es invencible.

Sin dudarlo, le aseguré que así sería. Mi abuelo me apretó la mano con cariño y otra vez, como había ocurrido tantas veces durante los últimos meses, me preguntó mi nombre y quién era. Si trabaja en la Clínica de cuidados Geriátrico en la que se encontraba recluido y que si me gustaba el fútbol. Contuve las lágrimas y le respondí con paciencia, aterrorizada y enternecida por aquel no existir, por ese silencio en su mente que no llegué a comprender muy bien. Por esa despedida lenta que poco a poco, le hacía desvanecerse en el olvido.

***

Con frecuencia, suelo ser bastante discreta sobre mis conocimientos sobre el fútbol, no sólo porque me resulta una especie de placer privado sino porque además, debo lidiar con el machismo tradicional de mi país que no parece tomarse muy bien mis fanatismo. O al menos, así me ocurre con frecuencia. La primera vez que mi primer novio de la universidad me escuchó debatir sobre las bondades de la dupla Maradona y Caniggia, me miró estupefacto y con una sonrisa burlona.

— ¿Y de donde sale todo esto?

No era la primera que un hombre me hacia una pregunta semejante. Durante la adolescencia, varios de mis amigos más cercanos me escuchaban boquiabiertos hablar sobre tácticas de equipo: de explicar con detalle las tácticas de espacio libre para aliviar la presión y construir un nuevo ataque cuando las líneas defensivas del equipo rival se hacían muy cerradas. Insistir en obligar a cambiar tácticas en mitad del juego, lo que suele desbarajustar a cualquier estrategia previamente planificada. La primera vez que lo hice, mi primo mayor me dedicó una larga mirada apreciativa, como si de pronto pasara de ser la niña flacucha e irritante que apenas soportaba, a uno de los suyos.

— Sabes sobre fútbol — dijo en voz baja y sorprendida. Sonreí.
 — Algunas cosas.

Es un prejuicio muy viejo ese: el de creer que lo femenino tiene poca o ninguna relación con la pasión deportiva o incluso, la mera actividad física, la competencia, el arrojo, esa agresiva energía que se asocia con frecuencia a los deportes. Uno de mis profesores solía decir que quizás se trataba de alguna reminiscencia de esa idea determinista que insistía en la mujer como una figura pasiva, exclusivamente dedicada al cuidado de los hijos y el hombre cazador. Pero había algo más: el deporte parece ser territorio exclusivamente masculino, una especie de espacio privilegiado vedado para las mujeres por razones poco claras o incluso infantiles. O eso es lo que he aprendido, cada vez que dejó traslucir que mi pasión por el fútbol es tan ardiente como la de cualquier fanático y que tiene una relación directa — emocional, privada — con ciertos aspectos de mi vida, de como recuerdo mis historias más íntimas y sobre todo, como asumo mi manera de vivir. Mi psiquiatra, que tiene un humor festivo y profano, insiste de vez en cuando que una mujer que ama el deporte es una especie de criatura mítica que los hombres idealizan hasta crear una especie de noción casi inexistente sobre su posibilidad. La idea siempre nos hace reír a ambas.

— Se trata de rituales personales y sociales, claro está — me comentó en una ocasión, cuando le hablé de la ruptura con el novio universitario que me escuchaba hablar de fútbol con la boca entreabierta — una forma de comprender lo que somos como pequeñas estructuras de comportamiento, que es de donde nace el estereotipo y sobre todo, lo que sostiene la percepción sobre terrenos inaccesibles para la mujer. Es muy latino eso, además. En norteamérica por ejemplo, el Soccer es un juego muy popular entre las niñas y de hecho, se considera un deporte femenino.

Cuando leí sobre el tema, me resultó toda una revelación. No sólo la noción sobre el fútbol que había en norteamérica, sino la diferencia con la nuestro continente, donde es casi una devoción muy cercana a lo religioso. En EEUU se le considera un deporte menor, una actividad extracurricular, una hobbie deportivo en las que muy pocas ocasiones se recibe una beca para grandes Universidades. Las jugadoras deben luchar justamente con el mismo prejuicio de latinoamérica pero en sentido inverso, lo que hace que el tema me pareciera más complejo, extraño y fascinante, pero sobre todo, síntoma de algo más enrevesado y comprensible: ¿Por qué el deporte parece engendrar un antiguo prejuicio sobre lo que pueden o no hacer las mujeres?

— Ah, es cosa vieja. Aquí el rey de los deportes es el Fútbol Americano, muy macho, muy relacionado con el valor físico, con el triunfo social — me explica mi amiga B., cuando le hablo sobre el tema — una especie de cumbre de la fortaleza física y el poder del macho americano. En comparación el Soccer es muy poca cosa. O mejor dicho, incapaz de hacerle mella a su popularidad. Una especie de curiosidad latinoamericana o en el mejor de los casos Europea.

— ¿No se considera un deporte entonces? — pregunto sorprendida. Ella, que conoce mi pasión por el tema, suelta una carcajada.

— Claro que sí. Sobre todo en los últimos años y sobre todo, después de ser anfitrión de un Mundial. Pero el interés sigue siendo muy poco en comparación con otros deportes y especialmente con el imbatible fútbol Americano.

B. Emigró a Nueva York con su familia hace casi casi veinte años y ya es madre de una niña de doce, que claro está y siguiendo la tradición, juega fútbol “soccer”. Me cuenta que se trata de una especie de tradición muy estadounidense y además, que se toma con toda naturalidad. Las niñas practican soccer o atletismo, mientras los chicos hacen todo lo posible por convertirse en Quarterback. La idea me resulta tan extraña como divertida y me echo a reír.

— Tal vez debiste nacer en este país. Ya serías como Alex Morgan — me dice, refiriéndose a la jugadora del equipo de futbol femenino norteamericano Portland Thorns.
 — Mejor como Deyna Deyna Castellanos — insisto, refiriéndose a la futbolista venezolana que juega como delantera en Florida State University, de la NCAA. Mi amiga vuelve a reír.

En Venezuela , el fútbol es una pasión veleidosa, que jamás ha sobrepasado al fanatismo por baseball pero que durante la última década ha logrado alcanzar cierto nivel de popularidad gracias a la querida “VinoTinto”, la selección nacional que llevó cierta esperanza sobre una posible participación mundialista la década pasada. A pesar de las derrotas — y que el sueño de la clasificación desapareció con rapidez — la selección sigue siendo centro de un grupo de fanático leal y ferviente que espera lograr el milagro mundialista en el futuro. En paralelo, la selección juvenil sub diecisiete y la llamada “Vino Tinto” femenino ha cosechado todo tipo de triunfos y buenas expectativas, lo que ha hecho que de pronto, el Fútbol ocupe un nuevo sitial como obsesión nacional.

— Este es un país de inmigrantes — dice mi tio abuelo cuando se lo comento, mirando con atención las lista de seleccionados que llevará La Roja al mundial Rusia 2018 — el Fútbol es una pasión que se lleva en la sangre, se lleva a donde sea que vayas. Lo disfrutas como una celebración que muy poca gente comprende.

Tiene razón, claro está. Venezuela fue en algún momento un país próspero, ideal para la emigración en grandes grupos familiares. Y por supuesto, el fútbol es una de esas herencias, esas grandes historias que se llevan a cuestas de un país a otro. Las reminiscencia de esa época de oro ahora es muy poca, muy limitada, muy poco representativa de lo que fue, pero sigue allí. Y el Fútbol es una de esas expresiones que siguen siendo simbólicas, elocuentes, muy importantes para los Venezolanos que aún recuerdan sus herencias y raíces. Esa vieja historia que sustentó a la Venezuela mestiza y variopinta por tantos años.

— Una celebración masculina — le contesto, como quien no quiere la cosa. Mi viejo y anciano tio, suelta una de sus carcajadas, que le hacen parecer tan joven.
 — ¿Y que hace una mujer hablando de fútbol?
 — Yo lo hago.
 — Eso es otra cosa.
 — Es es machismo.
 — Es la vida. A las mujeres les interesa cualquier otra cosa.

Cuando escucho algo semejante siempre pienso en tres cosas: En mi amiga E. que no solo tiene un conocimiento enciclopédico sobre baseball, fútbol y cualquier deporte que incluya una pelota, sino también en mi amiga J. que además de ser madre, esposa y buena profesional, es además una apasionada de la Vino Tinto y lo demuestra siempre que puede. No solo ha asistido a cada partido posible de la oncena durante las eliminatorias — incluyendo los internacionales — sino que para ella, la representación de fútbol de nuestro país representa lo mejor de los colores patrios. Además, está mi amiga N., entusiasta del deporte en todas sus manifestaciones y una aventaja ciclista. Son tantos los ejemplos que demuestran no solo el interés sino la pasión del sexo femenino por el deporte, que me pregunto si quien insiste en el particular habrá comprendido que el deporte para la mujer actual es otra manera de expresión y sobre todo de disfrutar de esa renovada visión sobre su cuerpo y el poder sobre su propia identidad.

Pero no le digo nada de eso al viejo cascarrabias que frunce las cejas canosas y anota prospectos y posibles proyecciones de lo que ocurrirá en el venidero Mundial. En lugar de eso, le tomo de la mano, le doy un apretón amoroso y seguimos leyendo juntos las alineaciones. Como antes, como siempre. Cosa de familia.

***

Mi abuelo murió en el 2008 y en medio del dolor de su pérdida, tuve el extraño y casi infantil pensamiento que a dos años del mundial, quizás había perdido la oportunidad de ver a La Roja triunfar. O quizás se trataba de mi esperanza y la suya, convertidas en una sola cosa. La última vez que le vi, me tomó de las manos y me miró con sus ojos como de niño, que ya no me reconocían.

— El mundo es redondo como una pelota de fútbol — me murmuró. Una frase que apenas comprendí, farfullada entre tartamudeos. Le besé los dedos, con los ojos llenos de lágrimas.
 — Y rueda igual de rápido.
 — Así es.

Por supuesto, así lo era. Lo pensé sentada junto a su tumba — un lugar apacible, rodeado de hierba verde y bajo un cielo azul cristalino — pensando en nuestras conversaciones, en las tardes de debates y discusiones, en los dolores y decepciones que la gran Roja había traído aparejada entre el fanatismo saludable y ferviente. Me conmovió ese recuerdo tan viejo, ambos sentados frente a la pantalla de un viejo televisor enorme de cuerpo ancho, gritando y dando palmas por las hazañas de los jugadores. Una pasión muy antigua, muy querida, por completo entrañable.

***
Me encuentro sentada frente al televisor. Las manos apretadas contra el vientre y los dedos húmedos de sudor nervioso. En la pantalla, la Roja alza finalmente La copa, en medio de una algarabía estruendosa que contrasta con el silencio que me rodea en mi apartamento. Algún vecino grita: “Esa es la Roja, Carajo” y una discreta celebración se escucha en alguna parte de la calle. Pero yo celebro sola, sintiéndome niña de nuevo, llevando la camisa y gritando a todo pulmón por una celebración que sé en alguna parte, mi abuelo comparte conmigo.

Y aunque espero que algún Mundial venidero pueda llevar con enorme orgullo la franela Vino Tinto y gritar Gol hasta quedarme sin voz por mi País, por ahora sigo llevando la camisa de la Roja, enviando un silencioso mensaje a una antigua herencia, una vieja celebración, una pasión que heredé casi sin querer.

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