martes, 26 de junio de 2018

El Universo de las muñecas anónimas Todas las razones por las que una mujer no quiere ser madre, aunque todo a tu alrededor insista en lo contrario.




tenía ocho o nueve años — no lo recuerdo con claridad — mi tío materno me obsequió un microscopio. No era la gran cosa: era un aparato antiguo, con el metal del cuerpo mellado y los cristales de aumento opacos y uno incluso, roto al borde. Pero a mi me pareció fascinante: Cuando miré por primera vez a través del lente para contemplar toda la gloria de un par de granos de azúcar, pensé en la complejidad del mundo, en lo asombroso de todas las cosas ocultas en medio de la realidad.

Por supuesto, a esa edad tenía muñecas pero preferí al microscopio. Y después al telescopio que le siguió — capricho cumpleañero que mi madre complació un poco desconcertado — , el pequeño juego de química que hacía estallar pequeñas mezclas aleatorias e inofensivas. Las muñecas seguían allí — y me interesaban de vez en cuando — pero por supuesto, seguían pareciéndome mucho más divertidos, los pequeños descubrimientos e inventos. Más de una vez, miraba a mis muñecas — unas diez, algunas de plásticos, unas cuantas e inevitables Barbies, una que hablaba un incomprensible inglés si apretabas un botón — y me parecían pequeñas curiosidades sin interés. Como artefactos venidos de otro planeta. No es que no me agradaran — lo hacían — sino que simplemente no podían compararse con instrumentos científicos, pelotas, libros y la variedad de objetos que consideraba juguetes, aunque la gran parte de ellos no lo era.

Por supuesto, no pensé en esos términos -nadie lo hace a esa edad — pero definitivamente, encontraba mucho más intrigante lo que había más allá de lo que se suponía hacía una niña a esa edad. O lo que al menos suponían las monjas bigotonas del colegio en el que estudié, que me miraron entre escandalizadas y un poco desconfiadas cuando mostré mi flamante telescopio. Una de ellas, una novicia muy joven, con el rostro rollizo y el cutis un poco estropeado, sobre todo pareció en realidad preocupada porque prefiriera “aquel pedazo de metal” a una “bella muñeca”.

— Las muñecas no hacen mucho — le expliqué con toda la sabiduría de mis ocho o nueve años recién cumplidos — pero con un telescopio…
 — Eso no hace nada tampoco — me insistió. Los ojos muy abiertos y sorprendidos — a todas las niñas les gustan las muñecas.

Bueno, a mi me gustaban, pensé mientras intentaba explicarle a un par de compañeras de clases curiosas el hecho asombroso que aquel tubo de metal blanco podía mostrarte — ¡mostrarte de verdad! — las estrellas. Pero no sentí que fuera importante que mi relación con las muñecas se limitara a vestirlas de vez en cuando, peinar su cabello y fingir pequeñas escenas de conquista — todas se llamaban Juana de Arco, claro — y después, simplemente abandonarlas. Eran sólo plástico, un objeto rudimentario carente de cualquier interés.

De nuevo: Nadie piensa de semejante manera durante la niñez. Pero si tienes bien claro lo que es divertido y lo que no. Y yo sabía que mi colección de cacharros científicos eran mucho más entretenidos que los rostros de plástico — indudablemente bonitos — de las muñecas. Pero cuando intenté explicarle eso a la novicia, ella ladeó la cabeza, suspiró y me dedicó una mirada impaciente.

— A todas las niñas les gustan las muñecas — sentenció — y eso es todo. Forma parte de tu vida.

Por supuesto, las muñecas no gustaron más por su proclama exaltada ni comencé a jugar con ellas para obedecer, pero de vez en cuando, miraba a mi pequeña colección de juguetes y me preguntaba si había algo en mí, que hacía prefiriera cualquier otro objeto a las muñecas. Que hacía que al contrario de otras niñas de mi edad, pareciera más interesada en perderme en las aventuras literarias de mis libros favoritos que sostener entre los brazos a una risueña carita de plástico. No pude explicarmelo y con el transcurrir del tiempo, siempre recordaría el rostro preocupado de la novicia como un símbolo de algo más complejo y extraño. La noción sobre esa ideal sobre lo femenino que tantas veces se inculca y se hace obligatorio. Ese “es parte de tu vida” que acompaña a todas las mujeres en su forma de ver el mundo.

***

La escena es desconcertante: la pareja mira en silencio al bebé que patalea sobre la pequeña cuna. Unos minutos antes, el guión dejó claro que ambos son solteros, se detestan convenientemente y que la niña rubia que cuidan, es la hija de una fallecida pareja de amigos en común. Tal vez por todos esos motivos, Ella parece muy incómoda y abrumada. Él, cuando menos confuso. Cuando la bebé agita sus puñitos y comienza a llorar, el hombre se aleja un paso, con expresión de preocupación y mira a la mujer a su lado.

- ¡Haz algo! — murmura, ansioso — ¡No sé que tiene!
- Ni yo tampoco.
- Pero tu debes saberlo.
- ¿Por qué? ¿Por que soy mujer?

El hombre no responde, pero la mirada elocuente que le dedica a la mujer es suficiente para dejar muy claro que a pesar de que no lo responderá en voz alta, eso es justamente lo que piensa sobre esa situación. Ella parpadea, mira de nuevo al bebé y de pronto, pareciera que ese instinto misterioso que todo mujer aparentemente posee comienza a funcionar, a dulcificar su expresión, incluso la manera dulce con que levanta a la bebé entre sus brazos. El hombre la observa, supongo que aliviado, y pareciera que la escena anuncia que muy pronto ocurrirá lo inevitable: esa empatía profunda y espontánea de la mujer consolará toda angustia de la bebé en desgracia y la convertirá a ella, en madre.

Cuando apago el televisor, me queda un cierto regusto amargo en la boca. ¿Cuantas veces habré visto la misma escena, repetina, reversionada y reconstruida para consumo público? ¿En cuantas películas, libros, noticias habré encontrado esa insistencia en que el instinto materno es una especie de elemento esencial de la personalidad femenina? Peor aún ¿Cuantas veces se da por supuesto, cierto e incontestable que toda mujer quiere ser madre? Una idea que me inquieta pero más allá, me duele porque yo, no quiero serlo.

Hablemos claro: no se trata que me considero más moderna, más culta o distinta por el mero hecho de no sentir ningún llamado hacia la maternidad o ese tránsito biológico que parece insistir en que toda mujer de mi edad desea ser madre. O que debería serlo por una especie de responsabilidad social brumosa que nos empuja hacia esa decisión. Sólo se trata de una elección, tan libre y consciente como la de escoger en qué deseo trabajar o donde debo vivir. Pero mientras en otros aspectos de la vida, la sociedad parece ufanarse de haber comprendido — finalmente — que toda mujer tiene derecho a escoger lo que mejor le convenga de la manera de su preferencia, en lo tocante a la maternidad, la historia parece ser distinta. Porque la idea que toda mujer debe, quiere o al menos necesariamente considera la maternidad con una opción se asimila de manera tan profunda que cuando se contradice, desconcierta. Más de una vez, he recibido la misma mirada de asombro e incredulidad cuando dejo muy claro que no sólo no me interesa el tema de la maternidad.

- Todas las mujeres saben algo sobre niños, les viene natural — me insiste Joaquin, uno de mis amigos de la Universidad, casado y padre de dos. Me hace sonreír su certeza, esa infantil convicción que la naturaleza femenina parece irremediablemente mezclada con su capacidad para concebir.

El rostro de la novicia aparece por alguna parte de mis recuerdos. Núbil, lleno de acné, los ojos inquietos. Sostiene mi telescopio nuevo — ese pequeño tubo de metal que tantas alegrías me prodigó durante años — como si se tratara de una criatura extraña, elaborada y desconcertante. “Forma parte de tu vida” había dicho al hablar de las muñecas. Recordé el escalofrío que me recorrió, la sensación de no encajar bien en ninguna parte.

- Yo no sé absolutamente nada sobre niños — le respondo — me conoces desde hace el suficiente tiempo para saber que no se trata de una postura ni tampoco un capricho. No me interesa.

Joaquin sonríe, mientras toma un sorbo de café. Hemos tenido la misma discusión como para podamos recordar con toda exactitud las anteriores. Siempre transcurren de la misma manera: primero esa incredulidad juguetona, luego la insistencia un poco más seria y finalmente, el desconcierto. Porque para Joaquin, el tercer hijo de una familia numerosa, con madre tradicional y que se llama así mismo abnegada y padre de dos niñas pequeñas, la maternidad está en todas partes y forma parte de lo esencialmente femenino. Para él, la idea es indivisible e irremediable.

- Es natural que toda mujer tenga nociones sobre lo que es cuidar a un niño — insiste — mira, es simple: la evolución hizo a la mujer apta para concebir. Su cuerpo no es sólo capaz de dar a luz un niño sino además, de saber, sin que nadie se lo enseñe como cuidarlo. ¿No te parece lógico eso?

No, no me lo parece. Recuerdo mi torpeza, mi preocupación y sobre todo mi ignorancia en las contadas ocasiones en que he tenido que cuidar de un bebé. El pánico que me provoca esa confusión sobre el llanto, la risa de un bebé o como puedo consolarlo. No hay ninguna sabiduría antigua, un instinto primigenio que venga a mi rescate mientras sostengo a un bebé que llora a todo pulmón o intento divertir a otro que parece más interesado en destrozar mis libros que en prestar atención a lo que hago. De manera que, ¿De qué se trata esto? ¿Me falta algún elemento imprescindible? ¿Soy una especie de rareza biológica? ¿Qué ocurre conmigo que no disfruto de esa conexión universal con un niño? Cuando se lo comento a Norma, la ginecologa que me ha atendido desde que era una niña, suelta una carcajada.

- Que tengas un útero no te hace inmediatamente capaz de criar y educar. Te hace capaz de concebir, son ideas ligeramente distintas — me explica.

También hemos sostenido conversaciones parecidas antes. En ocasiones, le cuento esas extrañisimas opiniones que todo el mundo parece tener sobre la mujer, la maternidad y las relaciones entre ambas cosas. Y Norma ríe a carcajadas, venida de todas partes y de todas las opiniones, desconcertada y un poco asombrada que algún nuestra cultura sea tan tradicional como simple. Pero claro que lo es, y por ese motivo, la presión sobre quien contradice esas pequeñas líneas de comportamiento se hace cada vez más fuerte a medida que el tiempo pasa — lo que ocurre es que en esta Venezuela que considera la maternidad como un atributo, esas cosas no se entienden muy claro.

Me cuenta de la mujer que llegó a su consultorio llorando porque luego de seis meses de casada aún no quedaba embarazada. Cuando Norma le explicó que podía deberse a cientos de factores biológicos y no solamente a una probable infertilidad, suspiro con un alivio ancestral que la desconcertó. La mujer le explicó entonces que su flamante esposo tenía dos hijos de su anterior matrimonio y que el peso de tener “los suyos” la estaba asfixiando.

- ¿Pero no deseas esperar un poco? — me cuenta Norma que le preguntó, preocupada por su nerviosismo — me refiero, a darte un poco de tiempo a ver que tal te llevas con los hijos, con tu esposo, con tu nueva vida.

- ¿Tiempo para qué? Uno se casa para tener hijos — le respondió aquella mujer, ingeniera, triunfadora, en mitad de la treintena — no puedo perder más tiempo.

- La presión social es inmensa, aunque nadie parece creérselo demasiado — me dice Norma con cierto cansancio — en Venezuela, todo el mundo insiste en ser bastante moderno como para no pensar en la maternidad como una obligación. Eso, claro, hasta que la mujer pasa la treintena. Después de allí, las cosas parecen complicarse un poco.

Y de qué manera. Durante los primeros años de mi veintena, nadie a mi alrededor pareció preocuparse demasiado porque al parecer hubiera decidido no sólo ser soltera sino además, no tener un bebé. De hecho, recibí felicitaciones de los bienintencionados que consideraron muy sabia mi postura. “Oye, está muy bien que termines primero la Universidad y conozcas el mundo real antes de involucrarte en algo tan complejo como una familia”, me decían, muy orgullosos al parecer de su comprensión. Cuando les insistía que se trataba de algo más terminante que un mero experimento personal, me dedicaban esa sonrisa paternal — o maternal, en todo caso — que dejaba muy claro que mi postura era postura era poco menos que una señal de inmadurez.

- Te quedan una buena cantidad de años por delante ¿Como puedes saber que querrás después?
- Tengo muy claro que la maternidad no es una opción.
- ¿Cómo lo tienes tan claro?
- Porque de la misma manera que a ti te parece debería sentir una inclinación natural por la maternidad, la tengo por otras cosas.

La conversación anterior resume las docenas de pequeñas discusiones, encontronazos y díficiles conversaciones que he sostenido con mi madre durante los últimos diez años, sobre todo, después que atravesé esa línea imaginaría de los treinta. Para ella, es impensable que tome una decisión tan terminante sobre un tema que definitivamente, me define. O que al menos, debería hacerlo.

- Estas asustada, eso es todo — me dice entonces — te asusta la responsabilidad de concebir y criar un niño. En eso te entiendo. Cuando tenía tu edad…

Cuando tenía mi edad, ya era madre. Mi madre tomó decisiones muy concretas siendo aún muy joven. Lo sé. Como otras tantas mujeres de su generación, mi mamá decidió que podía combinar su vida y aspiraciones maternales con la maternidad, en una especie de deber ser que definió de alguna forma esa revolución de la mujer “que lo tenía todo”. La recuerdo siempre muy contenta de tener esa capacidad de de disfrutar de su vida profesional y a la vez, de los pequeños placeres de la maternidad. Mi abuela, por su parte, se había dedicado a la vida hogareña desde el nacimiento de sus hijos y muchas veces, me comentó que quizás no fue la decisión más idónea. “Siento que me perdí de muchas cosas”, me comentó en más de una ocasión con cierta tristeza que yo podía entender. Entre ambas, descubrí todos los matices de esa maternidad a dos tiempos, de esa necesidad de entender la crianza de un niño como una obsequio cultural y también, como una necesidad insatisfecha. Cuando le explico a mi mamá no deseo por ningún motivo, convertirme en madre, tuerce el gesto. Se irrita. Se ofende un poco, quizás.

- A ver, explícame, ¿Por qué te parece tan poco importante ser madre? De yo haber pensado de esa manera ¿Donde estarías tu?

La pregunta no es donde estaría yo sino donde estarías tu, pienso pero no se lo digo. Y es que además de la inevitable brecha generacional, hay algo más profundo, elemental y desconcertante en esas dos visiones de algo tan primitivo y personal como la maternidad. Porque la capacidad para concebir de la mujer, parece ser del dominio público, un tema en el que todos pueden opinar y en el que de hecho, todos tienen una opinión. Resulta asombroso y cuando menos inquietante, que la maternidad se debata como un atributo cultural necesario de la mujer y no como una de las tantas opciones y visiones de un mundo tan complejo como el femenino. Pero vamos, me digo, observando la expresión agría y dura de mi madre, la madre es una figura que se idealiza y se engrandece en nuestra sociedad. La abnegada, la mártir, la fuerte, la sensible, la amorosa, la luchadora. El refugio de las angustias, los brazos abiertos del amor. Toda esa letanía entre cursi y levemente manipulador que la cultura asume como real. Pero ¿Qué pasa con la mujer que no desea ser madre? Que no lo considera una opción viable, que cierra una puerta con delicadeza y firmeza a la opción. ¿Qué ocurre con la que simplemente ejerce esa libertad de decisión que no afecta a nadie más que su posible concepción de las cosas?

***

Casi todas mis amigas han contraído matrimonio. La gran mayoría son madres. De manera que la discusión continúa: Durante toda mi vida, me he tenido que enfrentar no sólo a quienes consideran mi opinión sobre la maternidad como antinatural, sino a quienes también creen que se trata de algún capricho intelectual inexplicable. Más de una vez, he recibido de varias de ellas largos sermones sobre el hecho que debo “afrontar” seré madre en alguna oportunidad de mi vida. Cuando les respondo que simplemente no tengo ninguna inclinación por la maternidad, la respuesta es una especie de desconcierto que tiene mucha relación con esa insistencia de la mujer como parte de un entramado tradicional de roles y estereotipos. Sólo que en esta ocasión, la discusión familiar se hace más enrevesada ¿Donde encajo yo que no quiero criar como una madre devota, ni volverme abnegada después o sabia de cabellos blancos en la vejez, siempre junto a mis hijos? ¿Quién soy yo para contradecir a lo que madre naturaleza tiene dispuesto para mi desde antes de mi nacimiento?

Porque en lo tocante a la maternidad, la sociedad parece confiar muy poco en el criterio de quienes no la ejercen de manera natural o que no quieren hacerlo, en todo caso. He sostenido discusiones realmente incómodas con quienes opinan que mi negativa a convertirme en madre — o al menos, contemplar la posibilidad — disminuye mi rol femenino, me transforma en un personaje a la periferia sin mayor relevancia en la cultura a la que pertenecemos, un elemento sin definición en medio de un mundo de etiquetas.

— Estoy segura que en unos años, tu reloj biológico hará click y empezarás a enternecerte con los niños — me insiste con frecuencia una de mis amigas más queridas, madre de tres. La última vez que me lo comentó, nos encontrábamos sentadas en el parque preferido de sus hijos, mirándolos jugar. Suspiré cansada.

— ¿Trato mal a tus hijos?

— ¿De qué hablas?

— ¿Lo hago?

— No, eres la mejor tia consentidora del mundo.

Lo soy. Cada tanto, escribo un cuento dedicado para la menor de sus hijas, que ama la costumbre y siempre que puedo, telefoneo al mayor para conversar, ahora que tiene casi diez y sus padres le obsequiaron un teléfono celular. Y es que no se trata que tenga o sienta una antipatia especial por los niños: hablo que no deseo ser madre. No hay un sólo rasgo maternal en mi carácter, en mi manera de ver el mundo, en mi forma de concebirlo. Ninguno de mis planes futuros incluyen concebir ni mucho menos la crianza de un niño. Tal vez se trata de un tema de egoísmo, como me han sugerido algunos incrédulos o algo más profundo que aún no lo analizo, pero el hecho es que la maternidad no forma parte de mis opciones. Ni creo que lo sea en el futuro.

— ¿Entonces por qué supones se trata de un tema de decisiones o de temperamento? — le pregunto a mi amiga. Me mira un momento, se encoge de hombros.

— No entiendo como alguien no puede querer un hijo. En mi caso fue algo tan natural que nunca dudé sucedería.

— Y te entiendo — le digo con franqueza — pero eso no me ha sucedido a mi.

Durante mis tempranos veinte, yo también creí que se trataba, tal y como me aseguraba la mayoría de la gente, de una etapa. Me pregunté si se trataba de haber crecido sin niños a mi alrededor — soy hija única y la menor de las primas de una familia muy pequeña — o del hecho, que estaba tan concentrada en mis logros intelectuales, que todavía no había comenzado a considerar mi vida como algo más allá que un proyecto profesional o académico. Pero a medida que transcurrió el tiempo y continué sintiéndome de la misma forma, comencé a cuestionarme que todo fuera tan sencillo como una interpretación sobre mi estado de ánimo y mi manera de asumir mi feminidad. Porque mientras todas las mujeres a mi alrededor sentían lo que parecía ser un llamado cultural a la maternidad y luego un impulso natural muy real, yo continuaba debatiéndome entre las dudas morales sobre el tema y el hecho simple y evidente que no deseaba tener hijos. Ni antes ni después. Por ningún motivo concreto pero tampoco una razón coherente. No deseaba hijos por la misma razón que algunas personas no disfrutan del café u otras tienen un gran talento para el baile. No forma parte de mi naturaleza integral.

Pero comprender eso, no hizo más sencillo mi tránsito de la primera juventud a la adultez en medio de un país que considera meritorio, necesario y casi indispensable que una mujer se mire asi misma como futura madre. Desde los inevitables comentarios familiares “¿Y para cuando los niños’” hasta enfrentarme con reales problemas con respecto al tema. En una ocasión, un hombre con el que salía, pareció aterrorizado cuando le comenté que no sentía mayor inclinación por la maternidad. Primero bromeó sobre el tema y luego, cuando le expliqué que realmente no deseaba ser madre, ni antes ni después, no se lo tomó bien.

— Eso es antinatural. Además ¿Cómo puedes saberlo?

— ¿Quién mejor que yo para saberlo?

— Todas las mujeres quieren tener hijos.

— Yo soy mujer y no quiero.

— No…ahora.

La discusión terminó de manera muy incómoda, por supuesto. No hay manera de explicarle a alguien que contradices voluntariamente lo que parece ser el deber ser de tu género y sexo. Alguien lo comparó a una contradicción a lo “esencial” de ser mujer, como si mi capacidad para concebir fuera de hecho, la única característica destacable de mi identidad femenina.

— Si no eres madre, ¿Qué eres entonces?

— Soy una profesional preparada y además, una mujer con muchas aspiraciones.

— Un bebé es una aspiración.

— No la mía.

— Eso no puede ser natural.

Y es que esa es la objeción más frecuente cuando expreso una opinión que nadie parece entender y que de hecho, no desea entender. Con los años, he aprendido que quizás, debo enfrentarme al hecho que no ser maternal o en el mejor de los casos, no ser una hija de esa escuela de pensamiento que sugiere que toda mujer es madre por necesidad, me coloca en esa incómoda franja de quienes no encuentran su lugar en el mundo de las cosas comunes. Una de esas personas que siempre parece encajar con incomodidad donde no debe. Porque la sociedad se define así misma a través de roles, pequeños papeles a desempeñar y tal vez, el hecho de rechazar lo que pone debes aceptar por las buenas, siempre te llevará a ese nada deseable rincón de los marginales, de quienes viven al borde, los que se replantean las costumbres culturales con más o menos éxito. Porque al fin de cuentas, la maternidad es una exigencia cultural que te brinda una lugar bajo el sol, que te otorga un lugar concreto en esa invisible pero evidente jerarquía social que todos obedecemos quizás a ciegas. Una herencia histórica dispareja que define a la mujer de la limitada experiencia de su rol biológico.

Con el transcurrir del tiempo, aprendí que muchas veces es mejor no explicar demasiado ese tipo de fisuras incómodas en la opinión popular. No sólo porque simplemente no hay un interlocutor que quiera escucharte — aunque sí opinar, lo que no deja de ser extraño — sino porque además, esa pequeña batalla intima continúa, se extiende a todas partes, y tendrás que sobrellevarla con cierta tranquilidad probablemente por el esto de tu vida. Después de todo, al parecer hay un límite entre lo que asume natural, lo que desconcierta a la mayoría y esa interpretación del mundo tan privada como intima.

Una grieta en la identidad cultural.

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