miércoles, 20 de junio de 2018

Crónica de la ciudadana preocupada: Venezuela sin rostro, el Venezolano sin país.





De niña, creí que el Ávila — la montaña que rodea a Caracas, la ciudad en la que vivo — era el mar. Lo creía con esa convicción de la infancia: Imaginaba que se trataba de una gran ola de vegetación verde, que se alzaba sobre la ciudad y luego, se quedaba petrificada, inmóvil en mitad de un paisaje imposible. Como buena caraqueña — y ya lo era desde esa edad — sentía una conexión asombrosa con esa enorme mole que rodeaba a la ciudad como un muro de contención hacia otro mundo. Una mirada asombrada hacia la tierra y el cielo más allá, convertidos en una sola cosa.

— Todo caraqueño se enamora de manera muy cursi del Ávila — me dijo una vez uno de mis primos, descreído y cínico — es como una etapa que atraviesan todos alguna vez. Pero es sólo una montaña. ¡Y ni siquiera es bonita!

Ah, ¡Como me enfureció esa frase malintencionada! Tuvimos una de esas discusiones de adolescentes que terminan en empujones y patadas, gritos y por último, groserías y acusaciones mutuas. Al final, odié a mi primo por meses, no sólo por insultar a la montaña sino por hacerme sentir…cursi. Porque la verdad era que ese enamoramiento sin sentido ni forma con el Ávila, era algo profundo y verdadero. Una conexión real no sólo con el país sino con mi ciudad. Esa que podía inspirar, asustar e incluso sorprender. Todo a la vez. Recuerdo que lloré un poco al comprender que sí, que el Ávila no era otra cosa que una montaña, una entre miles, sin otro encanto que ser nuestra — mía, me repetía secretamente — , que formar parte de mi paisaje cotidiano. De definir un poco mi identidad como habitante de una ciudad extravagante, dura y bella. O así lo pensé, con la deliberada ternura de la adolescencia, con esa necesidad de elaborar todo tipo de ideas románticas sobre el mundo. El Ávila era el Ávila. Y su belleza tenía significado. O yo quería que lo tuviera.

Una forma de llamarme Venezolana, quizás.

Recordé la anécdota -quizás no la olvidé del todo — hace unos días, cuando uno de mis amigo de toda la vida me dijo que luego de emigrar, descubrió que detestaba ser Venezolano. Fue la frase exacta que utilizó. “Lo detesto” dijo con una firmeza y una desapasionada dureza que me dejó aturdida. Me quedé sin saber que decir, mirando su rostro en la pantallita del Skype con una vaga sensación de alarma y amargura.

— Eso es…un pensamiento durísimo.
 — Es la verdad. Te basta salir del país para entender lo miserable que somos.
Parpadee, con un nudo de miedo y furia en la garganta. Mi amigo pareció notar mi incomodidad y comenzó a sacudir la cabeza en un gesto comprensivo.
 — Se que no me entiendes.
 — Lo que no entiendo, es esa noción sobre el país desastre y el país caos que implica el gentilicio, tu historia, lo que eres. No es que niegue lo que está pasando aquí, jamás lo hago. Pero lo que me dices es algo más.
 — ¿Eres más nacionalista de lo que creías?

La pregunta me enfurece y a la vez, me hace sentir desalentada. Una rara mezcla de sentimientos que tiene una directa relación con la manera como aún comprendo el país y sobre todo, la forma en que lo vivo y lucho por evitar que la amargura, sea el único sentimiento que me conecte a mi identidad como Venezolana. Siento una diáfana sensación de angustia al pensar que Venezuela, el país donde nací y crecí, se haya convertido en una especie de símbolo del dolor, la frustración y decepción que la mayoría de los Venezolanos padecemos. Como si el gentilicio — esa abstracción confusa y personal que nos define como parte de una idea más amplia del lugar que consideramos nuestro — también estuviera roto y perdido, como otras tanta cosas que podían definir nuestra identidad. Tal vez lo esté, pienso con nerviosismo. Quizás el ser Venezolano dejó de ser una idea sobre quienes somos para convertirse en algo más parecido a un temor, al reflejo de todas las pequeñas desgracias que llevamos a cuestas.

— No se trata de nacionalismo alguno — le digo — sino del hecho que la mezcla entre la crisis que vivimos y la manera como nos percibimos me parece una mezcla injusta. Un extremo que nos hace desdeñar todo lo que Venezuela puede ser más allá de la crisis que padecemos. A eso me refiero.

— Somos esta crisis — me dice mi amigo casi con resignación — ¿No lo ves? no sólo se trata de un sistema político que resultó ser una estafa histórica, sino que además, hay una resignación general, una aceptación de lo que ocurre que tiene una relación directa con lo que lo Venezuela es y se ha convertido durante los últimos años. No me digas ahora que el Venezolano no tiene responsabilidad en esta crisis. Que no ha sido su desidia, irresponsabilidad, indiferencia lo que llevaron al país al abismo donde está. ¡No se puede ser tan inocente!

No lo soy. Pero las cosas se perciben desde un cariz distinto cuando la crisis forma parte de tu día a día. Ya sea por el miedo que llevas a todas partes, la insistente sensación de frustración e indefensión, no es fácil comprender los alcances de la situación general del país mientras debes lidiar con ella. No obstante, la idea de ser responsable de lo que vivimos por el mero de hecho de no saber cómo enfrentarla me parece escandalosa. Sí, asumo que quizás no tengo una visión concreta y muy elaborada del monstruo político y económico que enfrentamos. Asumo que hay una mirada en ocasiones escapista, incluso simple sobre la situación cada vez más compleja que enfrentamos. Pero hay una diferencia entre esa percepción de lo que vivimos — y como nos afecta — y el hecho que esa percepción sobre lo que sufrimos destroce todo lo demás. Nos arrebate incluso la memoria histórica.

— Venezuela era un caldo de cultivo ideal para que un tipo como Chávez hiciera justamente lo que hizo — insiste mi amigo — ¿No lo ves? Chávez tomó el resentimiento social, la envidia y la desidia Venezolana y la convirtió en arma política. Está bien odiar, está bien señalar y estigmatizar al otro. El chavismo tomó al odio y lo hizo redituable.

Mi amigo emigró del país hace diez años, huyendo de la mera posibilidad de lo que el chavismo podía hacer. Por entonces, el país aún mantenía una cierta normalidad, una engañosa apariencia de democracia perfectible. Pero ya era bastante claro que las decisiones de un líder carismático e irresponsable nos conducían a la crisis devastadora que diez años después, copa todos los espacios. Recuerdo la última conversación que tuvimos antes que abandonara el país, el miedo que tenía de la mera idea de lo que un sistema fallido basado en el control podía hacer. Y mucho más preocupante aún, lo que podía significar que buena parte de la población diera su voto sincero y sucesivo a una cúpula política obsesionada con construir un planteamiento político sobre las cenizas del país.

— El comunismo no perdona a nadie — me había dicho — y en Venezuela, mucho menos. El Venezolano está cavando su propia tumba, su propia interpretación del socialismo estatista. Y lo hace gracias a su manera de comprender el país como proyecto.

Tendría que transcurrir una década y media para que comprendiera esa frase. Para asumir sus alcances y padecer las consecuencias directas de un proyecto político cuyo principal objetivo es el control del Estado de cada parte de la vida ciudadana. Una autocracia basada en el odio, la exclusión y el castigo de la diferencia. Aún así, no puedo admitir que sea el país — como entidad y visión de futuro — sea el “culpable” de una situación insostenible. Que la decepción histórica del chavismo se traduzca en un ataque hacia lo que Venezuela fue y es y sobre todo, lo que puede ser.

— No lo crees porque para ti es normal es la viveza tropical del Venezolano, la dependencia del estado, la vulgaridad y la chabacanería. Asumes que es inevitable que el país sea parte de esa vieja tradición asumir el poder como servilismo. Alma de esclavo, le llaman algunos analistas. Y terminé creyendo que es cierto. Hay una interpretación del país que se basa en la trampa, en el enfrentamiento y en el odio . Es inevitable y se hace cada vez peor y más preocupante. ¿Qué crees que es el chavismo sino un reflejo de lo peor de lo que somos?

Todo el razonamiento de mi amigo podría resultar insultante y prepotente a no ser por la sincera preocupación en su tono. Y es que quizás, el dilema no se base únicamente en la idea del país como un proyecto a cuatro manos, sino de ese intento fallido de asumir lo que Venezuela puede ser a través de lo que somos. Para mi amigo y tantos como él, Venezuela no es otra cosa que un ejemplo fidedigno de la ruptura de lo esencial que define a un país, de esa convivencia entre la diferencia que puede sostener una sociedad y quizás, un planteamiento cultural. ¿Qué es Venezuela ahora mismo? ¿Quienes somos los Venezolanos que sobrevivimos a esta derrota histórica? No lo sé, me digo intentando contener las lágrimas y quizás esa incertidumbre sea lo más doloroso de una situación que empeora a diario, que se hace insostenible a un nivel más radical.

— El Venezolano creó al chavismo a su imagen y semejanza, no al revés como suele creerse — concluye a mi amigo y lo hace en voz baja y pesarosa — ¿Qué es el chavismo en realidad? Es cada uno de los defectos y dolores del gentilicio traducido como política. Es el rentismo llevado a una nueva dimensión de cuota política peligrosa. Es ese clima de odio latente que el Venezolano siempre llevó como un estigma. Si el Chavismo continúa donde está es porque buena parte de los Venezolanos son incapaces de luchar contra sus propias miserias. Porque el Chavismo encarna al monstruo dentro del monstruo. A una idea muy compleja sobre cómo nos comprendemos y como asumimos el país. Venezuela era un país chavista incluso antes que Chávez existiera.

Sigo pensando en sus palabras por horas, seguramente lo haré durante semanas. Con una sensación mezcla de dolor y de miedo difícil de explicar. ¿Cómo miras e interpretas tu responsabilidad histórica cuando lo peor del país donde naciste es parte de la percepción del poder?

***
Un par de años atrás, una columnista de un diario web publicó un artículo donde criticaba la posición de la vocera política María Corina Machado con respecto a la posibilidad que el Referéndum revocatorio contra Nicolás Maduro se llevaría a cabo a mediados del año 2017. En el texto, la autora además de criticar directamente la posición de Machado — lo cual es parte de la diatriba política habitual en un país en extremo polarizado — acusó a la llamada “clase media” venezolana de “malcriada” e insistió en una serie de estereotipos que no sólo estigmatiza a la población del país bajo una serie de prejuicios clasistas, sino que además, los convierte en elementos válidos para definirla. Una y otra vez, la autora del artículo insistió en toda una visión sobre la sociedad venezolana basada en la discriminación y la exclusión, pero todo en la peligrosa generalización de tópicos sociales basados en un obvio — y preocupante — resentimiento social.

El artículo se viralizó con la habitual rapidez de las redes sociales y días más tarde, uno de mis viejos profesores universitarios me habló sobre el texto mientras almorzábamos juntos en el Campus de la Universidad. Con una expresión de preocupación, me leyó algunos fragmentos en voz alta y lamentó que la sociedad venezolana continúe luchando — sin vencerlos nunca — contra un tipo de discriminación muy específica y dolorosa. Para el profesor, el artículo resume algo mucho más preocupante que el menosprecio a la identidad social de una porción considerable de la población Venezolana. Se trata de un reflejo evidente de cómo el Venezolano perpetúa viejas ideas sobre la lucha de clases y las transforma en un elemento consistente dentro de una discusión política por la alternativa del poder. Palabras, palabras menos para el profesor el hecho que aún se debata la diferencia de clases como un arma de opinión resulta sintomático de nuestra época.

— El Venezolano siempre ha sido clasista y eso nadie lo duda — me explica — pero el problema radica que ese clasismo se transformara en una disculpa para la diatriba ideológica. La autora del artículo acusa a la clase media Venezolana de “malcriada y corta de miras” y lo hace desde la presunción que esa actitud es lo que sostiene el poder. Que es ese comportamiento lo que provoca que el chavismo siga teniendo una base de electores y una militancia considerable. Un error común.

Sacudo la cabeza. Lo que más me desconcierta del artículo y la forma como se refiere a la parte de la población que quizás ha sufrido de manera más evidente la crisis política, es que la autora es una mujer de mediana edad que precisamente, forma parte de ese conglomerado abstracto y en ocasiones, tan menospreciado como lo es la clase profesional venezolana. Una mujer que además tuvo que lidiar con todos los sinsabores y diatribas de una sociedad maltrecha, exhausta y crítica como la nuestra. ¿No debería tener una visión mucho más concreta, realista y sobre todo profunda sobre el país que la que expresa en el artículo? ¿Por qué la necesidad de achacar culpas históricas a un número considerable de hombres y mujeres cuyo mayor pecado social consiste en reflejar la motilidad cultural de un país que ya no existe?
 — Somos un país adolescente que estuvo medio enamorado de la izquierda histórica por décadas — el profesor sacude la cabeza — la mayor parte de los adultos de la generación anterior a la tuya, nos consideramos “comunistas” en algún momento. Defendimos el derecho de Fidel Castro a la autodeterminación y argumentamos sobre las bondades del colectivismo. Supongo que es normal. Pero la consecuencia es esta: la infravaloración del esfuerzo individual es cosa normal. El resentimiento disfrazado de culpa social. La idea del humanismo y sensibilidad por las diferencias, envuelto en un paquete de moralismo utópico.

Unos años atrás, uno de mis compañeros de clases universitarios me insistió que era “chavista” porque “pagaba una deuda cultural” de toda una sociedad que olvidó “al buen pobre”. Cuando le pregunté el motivo por el cual consideraba que la desigualdad debía analizarse a través de la culpa y no de la responsabilidad ética — y el compromiso de restañar heridas históricas — me llamó “inocente”.

— En Venezuela nadie quiere al pobre — me explicó — todos quieren ser millonarios, derrochar, ser ostentosos. La clase media se pasa la vida aspirando a que los burgueses los acepten ¿y los pobres? que se jodan. Hay que cuidar a los pobres.

Mi amigo era el hijo único de una pareja de médicos que le obsequió un apartamento de soltero cuando cumplió la mayoría de edad. Cuando se lo recordé se enfureció. Pareció ofendido y sorprendido que no comprendiera que su necesidad de “reivindicar” lo que llamó la pobreza noble, provenía justo de ese “despilfarro”.

— ¿Cómo crees que me siento? Gente muere de hambre mientras yo tengo un automóvil último modelo y dinero para gastar a diario.

La verdad no lo sabía, pero me pregunté por qué en lugar de militar en un partido político de corte socialista, no dedicó sus esfuerzos a la búsqueda de soluciones realistas para aliviar el sufrimiento de esa pobreza que tanto le preocupaba. Parpadeó cuando se lo dije.

— Las cosas se cambian desde el fondo — terció — no desde las apariencias.
 — Me refiero en específico, a dedicar tu trabajo voluntario a planear mejor educación para los niños que lo necesitan, abrir fuentes de trabajo, luchar por una sociedad basada en el progreso y no en el control.

Mi amigo me dedicó una mirada incrédula, como si lo que le dijera contradijera no sólo su pensamiento político sino que además, le resultaran incomprensible. Comenzó a sacudir la cabeza, preocupado y desconcertado.

— Mira, no entiendes de verdad lo que es la pobreza.
 — Tu tampoco — le recordé.
 — ¡Pero soy sensible al hecho que existe! ¡La respeto! ¡Sé su valor!
 — La pobreza no es algo que deba valorarse, sino es una condición que debe evitarse — le insistí — el problema del chavismo y toda izquierda que basa su propuesta en la veneración de la carencia, es que no asume la necesidad de construir medios para que cada ciudadano pueda beneficiarse.

Recuerdo esa extraña e incómoda conversación mientras el profesor y yo caminamos por el campus soleado. A mitad del período vacacional, sólo hay unos pocos alumnos rezagados sentados aquí y allá. Una pareja almuerza en el comedor. Hay un aire de definitiva tristeza y decepción que no sé si estoy imaginando o realmente está allí.

— Es típico del “humanista” superficial hacerse preguntas genéricas sobre la desigualdad: La pobreza se asume como una condición del ser, una característica que te brinda una nobleza insuperable. Un buen salvaje aplastado y devorado por las circunstancias. El capitalismo no lo hace mejor, sin duda, percibe al individuo como una pieza. Pero entre ambas cosas, hay una enorme irresponsabilidad con proveer los medios — y reconocer la existencia de un problema — que pocas veces se reconoce y mucho menos, se acepta.

Hugo Chávez solía insistir que amaba a los pobres Venezolanos. Esa mirada en apariencia compasiva y preocupada sobre la preocupante desigualdad en Venezuela le aseguró una enorme influencia social y una definitiva, simpatía electoral que le convirtieron en un ícono y poco después, en un líder carismático más cerca del caudillismo que de la política tradicional. De hecho, varios de sus ministros insistieron de su muerte, que Chávez estaba “obsesionado” con la pobreza en Venezuela, lo que devino en la creación de toda una serie de misiones y la supuesta inversión del ingreso petrolero en el intento de mejorar las condiciones de vida de la población de Venezuela. No obstante, esa noción de Chávez sobre la pobreza no incluía el progreso social y cultural, sino la insistencia de una idea de la pobreza como un mal necesario que además, había debía dignificarse y asumirse como un elemento imprescindible para la construcción del país. Para Chávez la pobreza era una condición que debía asumirse como parte de la identidad del país y un problema el cual debía remediarse. El matiz entre ambas cosas resultó en una lucha de clases encarnizada que por último, se transformó en su mejor herramienta política.

— Por supuesto, la pobreza enmarcó el proyecto personalista de Chávez en una percepción sensible y sobre todo, un icono de la lucha de social del continente — dice mi profesor con un suspiro — y eso es justo lo que permitió crear una plataforma electoral que se mantuvo firme por casi veinte años. En medio de una bonanza económica sin precedentes, el hecho que Chávez dedicara atención mediática y propagandística a la pobreza, sin ocuparse en realidad de transformar las condiciones que la producían, creó quizás el populismo más saludable del continente.

Sacudo la cabeza, no sé que decir a eso. Recuerdo las largas discusiones que sostuve sobre la ideología que sostenía el gobierno de Hugo Chavez, la manera como el socialismo romántico de latinoamérica, perdonó su talante autocrático en un esfuerzo por ganar representatividad y visibilidad mediática. Muerto Chávez, los diferentes proyectos que se sostenían de su diatriba y la chequera de petrodólares Venezolanas, comenzaron a caer uno a uno. Un golpe de timón previsible aunque continúa resultando sorprendente por su rapidez.

— Porque el proyecto de Chávez nunca se sostuvo en otra cosa que no fuera Chávez como figura y el discurso clasista que el Venezolano compra con tanta facilidad. Aquí la mayoría de quienes analizan el mapa político Venezolano lo hacen desde la generalización y no se trata de un error histórico consciente, sino que siempre se ha hecho de esa manera. Una y otra vez, hay una predisposición en analizar al país como dos toletes. Los buenos y los malos, los ricos y los pobres, los nobles y los malos. El país adolescente, sin duda.

Por supuesto, el profesor tiene razón. Estoy harta de las generalizaciones: harta de los pobres nobles, los ricos malvados, la clase media malcriada. Harta de los negros malandros, los blancos sifrinos, los rubios gringos. Harta que cada palabra que se dedique a Venezuela sea fruto de una segmentación artificial, ridícula y retrógrada. Harta de vivir al margen de todo movimiento de comprensión y tolerancia hacia el otro. Harta muy harta que se nos falte el respeto como país ecléctico, mestizo y crisol de cien etnias que somos.
Estoy harta que se celebre el insulto, la grosería y la vulgaridad. Estoy harta del viveza barata, del chauvinismo peligroso, de la falta de sentido común. Estoy harta de la superioridad moral, de la arrogancia y el sermón moral basado en el resentimiento.

Estoy harta que cada vez seamos más trozos desiguales de un mapa borroso.

Sí, sé que trata de una queja anónima, en una trinchera sin nombre. Pero a veces es imposible soportar en silencio el lento goteo de un país cada vez más venenoso.

El profesor suspira cuando me escucha decir lo anterior en voz alta. Me mira con tristeza pero sobre todo, con una enorme preocupación. Cuando me acompaña a la salida de la universidad, me pone una mano en el hombro con cariño, como solía hacer cuando era una de sus alumnas. Cuando debatir sobre el país no era un tema tan doloroso y espinoso.

— Venezuela es lo que hemos hecho de ella — comenta entonces — y es evidente que hemos fallado en muchas cosas. Pero insistir en los errores del pasado continúa siendo nuestra decisión. Y la seguimos tomando tantas veces que comienza a ser un riesgo, un peligro inevitable y una puerta cerrada hacia el futuro.

Pienso en esa idea unas horas después, sentada junto en un trasporte público y rodeada de una multitud de rostros cansados, tristes, abrumados. Los Venezolanos que sobrevivimos al diario vivir. Los Venezolanos que nos enfrentamos como podemos a una crisis histórica que nunca estuvimos preparados para afrontar. Pero que llegó y nos mostró la debilidad de una sociedad niña, de una cultura a fragmentos que no sabe cómo protegerse de una herida social e ideológica colosal.

¿Quienes sobrevivimos a la debacle? ¿quienes somos los venezolanos a la periferia? No lo sé y esas preguntas sin respuestas, quizás sean el síntoma más doloroso de todos lo que poco que hemos aprendido acerca de la situación que enfrentamos. Este fracaso como sociedad que atravesamos y este silencio social sin sentido que apenas logramos comprender.

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