martes, 5 de junio de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: El país que se desploma, las víctimas sin rostro de la generación perdida.




Una vez leí en un viejo libro de biología que las hormigas tienen un instinto primitivo para descubrir cuando la tierra que habitan se volvió infértil, incapaz de permitirles continuar sobreviviendo en ella. La imagen que describe el texto era dolorosa y temible: las hormigas abandonan en largas filas ordenadas la tierra rota y seca, en búsqueda de otro lugar en el que encontrar lo que necesitan para prosperar. Ordenadas y sobre todo, supeditadas a la voluntad de la Reina, las hormigas obedecen a un instinto ciego de supervivencia, a una necesidad secreta y todavía sin nombre de encontrar una nueva región en la que la vida comience de nuevo, que sea cada vez más fuerte. Una forma de esperanza pequeña frágil, recién nacida de la tierra húmeda.

No sé muy bien por qué recordé esa imagen nnos días atrás, cuando leí un durísimo artículo del New York Time titulado “La generación perdida” que habla de quienes como yo, crecieron bajo el chavismo. De quienes como yo, apenas han conocido otra cosa que un país en escombros, destrozado por la violencia, las carencias y el miedo. De la generación que se hizo adulta sin hogar, con la noción “gentilicio” convertida en un tránsito entre la urgencia de emigrar y el país riesgo. Una huida forzosa, el desarraigo convertido en una forma de vida. Los ojos se me llenaron de lágrimas por la descripción sencilla de ese existencia a medias, de la ciudad rota y vacía, del país como una promesa rota. No sólo porque me vi reflejada — imposible que no sucediera — sino por la sensación abrumadora que realmente, una parte de mi vida — de mi juventud, mis esperanzas, de mi noción sobre Venezuela como proyecto a futuro — se perdió en mitad de una batalla política en la que gané muy poco y perdí tanta cosas que ahora mismo, resultan incontables. De pronto, el país se convirtió en una cárcel, en una puerta cerrada. En una grieta abismal capaz de devorar cada parte de mi vida hasta transformarla en algo distinto, impensable. Doloroso.

Por supuesto, no se trata de otra cosa de una particular forma de desarraigo que te hace sentir que eres una extranjera en tu propio país, que añoras una Venezuela que jamás existió — o quizás sí, pero que sólo conociste a medias, en mitad de un lento desplome casi invisible — y que de pronto, todas las piezas parecen calzar para crear el escenario de una gran tragedia. Hará unos años ya, una amiga muy querida me escribió un largo correo recordándome que Venezuela siempre fue la misma, que el resentimiento, el odio clasista y la violencia siempre estuvo allí, solapado y oculto bajo una ceguera colectiva que nos ha costado el futuro. La frase me aterrorizó y por horas, la repetí en voz alta, con las manos húmedas de sudor nervioso y una sensación de miedo tan aguda que apenas podía contenerla. ¿Venezuela siempre estuvo al borde de esta debacle? ¿De este horror? ¿De este dolor sin forma y sin sentido?

— Lo estuvo — dice mi amiga cuando la telefoneo, horas después — Venezuela era una bomba de tiempo y el chavismo fue el catalizador de muchas cosas. Fue la forma en que ese odio antiguo, condensado y viejo del Venezolanos contra Venezolanos, se elaboró a sí mismo. De manera que no hay país al cual volver, tampoco recuerdos reales. Nos hiere la nostalgia por un país que no existió.

Le rebato la idea, por supuesto. Le hablo del país con los automercados a rebosar de productos, de las noches cosmopolitas, de todas las expectativas abiertas a rebosar. De ese país en que había la noción de crear algo real a partir de sus fallas. La Venezuela perfectible, la concepción del futuro como parte de la conciencia de hogar. Mi amiga suspira, me escucha con paciencia. Por último guarda silencio.

— Hubo un país que ocultaba con bonanza sus grietas más profundas. Chávez también lo hizo mientras pudo — me responde por último — pero el problema de Venezuela es que siempre ha sido un país a medias, en tránsito hacia algo más. Una ilusión muy frágil.

¿No había dicho Cabrujas algo parecido? Me pregunto con un sobresalto luego de colgar. ¿Un país sin identidad, a medio construir? La frase me atormentó por días. La pienso a toda hora, después de leer el artículo del New York Time, de analizar mis propias expectativas. De simplemente preguntarme si los años perdidos de mi vida son ahora un peso en mi conciencia, en mi forma de analizar el futuro. Si los años que perdí en medio de la trampa de la esperanza o algo más temible — esa percepción que lo que ocurría en Venezuela era por completo transitorio o al menos, había la posibilidad de la reconstrucción a medias — me arrebató una parte de mi identidad, de mi forma de comprender el mundo. De la forma en como intento comprenderme a mi misma.

***

Mi amiga María siempre soñó con el día en que podría independizarse de la casa paterna. Como la más pequeña de seis hermanos, desde muy joven tuvo muy claro que una de sus grandes metas personales era encontrar un espacio propio, un lugar que pudiera considerar de su propiedad. Más de una vez, me habló que el resto de sus proyectos no eran tan prioritarios como ese y que de hecho, cualquier otro, tendría que esperar hasta que pudiera lograr el principal, el que siempre había sido su esperanza más personal. Una perspectiva muy concreta de su vida futura.

Hace un par de días, María cumplió treinta y un años y aún vive en su vieja habitación de soltera en casa de sus padres. Dentro de seis meses espera emigrar a Cleveland, donde la espera el sofa de un buen amigo de la familia y un nuevo trayecto a ciegas en busca de la tan ansiada independencia. Mientras empaqueta sus tres décadas de vida, me cuenta en voz alta que probablemente, nunca podrá perdonar al país — y quizás, así misma — los años de frustración, dolor y finalmente resignación al comprender que uno de sus principales perspectivas personales estaba destinada a no realizarse, a formar parte de esa gran y quebradiza incertidumbre que es el futuro de Venezuela. Para María, la noción de gentilicio parece enredarse — confundirse — con ese sabor agrio del no ser, no existir, no lograr construir un panorama real sobre lo que desea para si misma en el país que la vio nacer.

— Me llevó años aceptar que jamás podría tener un techo propio en este país. No en estas condiciones, no en esta perspectiva de futuro — me comenta. Toma un puñado de camisetas de la cama revuelta y escoje sólo un par, muy sencillas. El resto — parte su preciada colección de curiosidades estampadas, algunas que siempre consideró su favorita — van a parar a la caja de cartón en el suelo. Los recuerdos fragmentados, olvidados, desterrados incluso antes que María abandone el país — cuando aceptas eso, cuando asumes que esto es todo lo que puede ofrecerte Venezuela, se te rompe el alma. Se te abre una brecha de lo que necesitas para ti misma, lo que aspiras y lo que puedes obtener. Y en base a eso decides, asumes las consecuencias.

María es contadora. Trabaja en una respetable oficina de Caracas, disfruta de un buen salario. Pero a pesar de eso, el costo de una vivienda en la ciudad excede cualquier intento suyo de adquirirla: No sólo cualquier inmueble quintuplica su salario básico sino que además, su capacidad minima de ahorro. Finalmente, decidió alquilar un pequeño apartamento en una zona residencial de Caracas. Apenas podía costear el altísimo precio de alquiler: casi todo su salario mensual y pronto, admitió que no podría hacerlo por mucho tiempo. Descorazonada, intentó entonces una opción intermedia: Por años, María intentó lograr la tan ansiada independencia compartiendo habitación y costos con compañeras de apartamento ocasionales. La experiencia resultó mucho más dura de lo que había supuesto; Sufrió robos, luego una convivencia dificil con dos desconocidos y por último, cuando el costo de la habitación que ocupaba aumentó por quinta vez en el año, decidió regresar de nuevo a casa de sus padres. La misma noche en que lo hizo, decidió emigrar de Venezuela.

— Comprender que no lograrás una meta básica te deja sin armas, sin expectativas — dice en voz baja, casi como para si misma. Suspira. Se queda sentada en mitad de la habitación, rodeada de cajas abiertas, una enorme maleta a medio llenar, la ventana abierta donde la calle de la infancia parece más pequeña y ruinosa que nunca — no puedo mirarme a través de esta Venezuela limitada y limitante, no quiero.

Escucho a su madre caminar por el pasillo. Probablemente nos estaba escuchando, en la oscuridad del pasillo vacío. María se encoge de hombros, aprieta los labios. La decisión del país no ha sido sencilla, mucho menos fácil de llevar a cabo. Tuvo que vender su pequeño automovil, todas sus pertenencias. Sus padres le obsequiaron sus ahorros. “Un cheque. Mi papá me lo puso en las manos” me cuenta con lágrimas en los ojos “Te me vas y te recuperas de este país que enferma. No se lo quería aceptar, pero luego lo hice. No tuve otra opción. Quisiera haberla tenido”.

No sé que responder. Nos quedamos callada en esta oscuridad cálida del Junio, tropical y caluroso, con un viento que refresca, que limpia. Hace años, María me decía que de emigrar, se despertaría a media noche pensando en ese viento de montaña, en Caracas como la recuerda de su infancia. Hoy sonríe con amargura con el pensamiento.

— No me cabe el país en la maleta — murmura — tampoco los recuerdos. Y menos este país que pesa como cien historias tristes.

Cuando nos despedimos, me sobresalta el pensamiento que probablemente no volveré a verla en años. O quizás jamás, pienso con un escalofrío cuando lo abrazo. Otra ausencia que se superpone a otra. Otro silencio en un país que poco a poco se desangra, se queda sin rostros, sin historias, sin recuerdos. Sin identidad.

***

Cuando José decidió emigrar, llevaba dos meses de tratamiento por un rarísimo tipo de cáncer en la piel. Es un hombre joven, atlético, que recibió el diagnóstico con optimismo. Sólo se trataba de un pequeño lunar de células malignas. El tratamiento sería corto, poco invasivo. En pocos meses volvería a estar sano, el aseguró el oncólogo. Cuando empeoró, por una rara reacción a la quimioterapia, el médico se preocupó.

— Creo que tendremos que modificar el tratamiento. No estás respondiendo como esperamos y me parece que hay algunos indicadores que quizás, el cáncer pueda esparcirse — le explicó. Me cuenta que escuchó las palabras del hombre con una sensación de vértigo, la misma que siente cuando escala una de sus queridas montañas, cuando corre bajo el cielo azul radiante de la Venezuela niña que tanto ama. Pero este mareo, esta ligera desconexión con la realidad no era una sensación placentera: le llevó esfuerzos asumir que el doctor le hablaba sobre un peligro real para su vida, para su supervivencia. Una idea que hasta entonces le había parecido impensable.

— ¿Qué hago? — preguntó. La boca seca. Me cuenta que le llevó un esfuerzo de prodigiosa disciplina, la misma del deportista experto, contener el miedo que le cerró la garganta — ¿debo seguir el tratamiento o…?

— Por ahora, cirugía.

Desde esa conversación han transcurrido seis meses. Se recuperó con éxito de una operación que diagnosticó que su cuadro clínico era mucho más complicado del que se había supuesto. Se le recomendó quimioterapia y quizás una segunda operación, en unos cuantos meses. Me muestra la cicatriz en el costado, alargada, inflamada, presumiblemente dolorosa. “Tenían miedo hubiera invadido el pulmón” me dice. Ha perdido muchísimo peso y durante las últimas ocho semanas, ha recibido un tratamiento agresivo que le quema la piel y afecta su fortaleza física de hombre en la plenitud de su treinta. Ahora tiene un aspecto delgado, huesudo, con la piel amarillenta. La mirada alerta siempre es la misma, la determinación de una voluntad férrea. La misma que le hizo decidir emigrar a Bogotá, en el momento más complicado de su vida. La misma que le hace continuar con el proyecto, a pesar del cansancio ingobernable, de la fiebre por las tardes, de los dolores casi insoportables, del diagnóstico incierto. Lo hace, porque según me insiste “quiere vivir, y aquí en Venezuela, no lo lograré”.

— Es una decisión pragmática. No odio al país ni mucho menos. Tampoco se trata que haya perdido la esperanza. Pero para Venezuela no existo, no soy, no formo parte de la idea de “ pueblo” — me dice. Nos encontramos en la terraza de la casa de sus padres, donde regresó a vivir mientras se somete al tratamiento. Miriam, su novia de años nos escucha con expresión tensa — en Venezuela, no hay posibilidades que me recupere. De manera que la decisión es una sola.

José es un optimista. Durante años participó en actividades políticas, manifestaciones, siempre se aseguró de participar en lo que llama “el proceso de transformación del país”. Más de una vez, tuvimos discusiones sobre el futuro de Venezuela. “Chavez pasó, Maduro pasará, también el chavismo” solía insistir, con una sonrisa. “El país es más grande que eso”. Con frecuencia, insistió en ser de los Venezolanos que se quedan, de los que plantan semilla en tierra fértil. “¿Y si nos vamos todos?” solía preguntarme en voz alta. “Alguien debe luchar”. Ahora, la perspectiva es otra. Con el miedo y el dolor de la enfermedad, parece haber perdido esa noción del país hogar, del país todo. Del país promesa.

— Cuando comenzó la quimioterapia, una de las enfermeras me dijo que rezara para que no se acabara el tratamiento en la clinica — me cuenta. Miriam le acomoda en la mesita de mimbre las medicinas que debe tomar: una serie de pildoras de diferente tamaño y color que le llevó semanas conseguir en la Venezuela quebrantada por una preocupante y cada vez mayor escasez de insumos médicos — me contó que en los hospitales no se dan a basto, que no escogen los pacientes según la gravedad. Que cuando el cuadro de alguien es muy complicado…

Sacude la cabeza. No sabe si lo que me cuenta se trata de rumores desesperados en medio de una situación crítica o una realidad impensable, inquietante. Miriam suspira, con los labios apretados, agotada y frágil. Hace poco, me habló de su temor recurrente de no poder abandonar el país, de no lograr encontrar un trabajo estable en Bogotá que les permita mantenerse a ambos unos cuantos meses. Y también, de su necesidad de huir de Venezuela. Me hace enfásis en la palabra “huir”. “No me voy, me escapo” me comentó “me llevó a José porque creo que Venezuela simplemente se volvió implacable, invivible. ¿No lo ves? es como si la política del rencor lo llenara todo. Y ahora el rencor es un método de supervivencia”.

Hace poco, José tuvo una recaída considerable. Una infección menor que muy pronto, se volvió incontrolable y una seria amenaza a su salud, que le llevó directo a la sala de emergencia de una clinica privada. El médico de guardia le recomendó volver después. “No tenemos con que atenderle” les dijo, con cierta resignación agobiada “lamentablemente no hay en existencia el medicamento que necesita”.

José comenzó a empeorar. La infección le afectó las vías respiratorias y pronto, contrajo una bronquitis que comprometió seriamente sus vías aéreas. Sus padres y amigos recorrieron clínicas y farmacias de la Caracas buscando el medicamento que necesitaba. Miriam tuvo que viajar a Maracaibo y de allí, cruzar la frontera para poder comprar la medicina en suelo colombiano. Cuando regresó, José había sufrido una hemorragia pulmonar.

— Nadie sabe como sobreviví — me cuenta. Y sonríe cuando lo hace. Una mueca triste y cansada. El rostro prematuramente arrugado, las manos esqueléticas apretadas en las caderas — los médicos casi me habían desahuciado. Pero aquí estoy. Y ahora ya lo comprendí: quiero vivir, y en Venezuela no puedo hacerlo.

Silencio. Miriam se seca los ojos con disimulo. José le pasa un brazo los hombros y nos quedamos los tres allí, en medio de esa luz cristalina de Caracas al atardecer, olorosa a mango, con el Ávila resplandeciente de verde radiante en la distancia. Pero no es suficiente, me digo con los dientes apretados, con una sensación de perdida que no sé muy bien a que atribuir. Porque realmente ¿Que es perdí en esta Venezuela desconocida, árida y hostil? ¿Al país que recuerdo y que perdí? ¿Al país que aspiro y no tendré? ¿Al futuro que imaginé aquí, en el Verano eterno de una tierra que consideré mía? ¿Es suficiente el discurso político agresivo como para hacerme sentir extranjera en mi propio país?

— No es tan simple — me dice José cuando le digo lo anterior — se trata que Venezuela sufre un proceso que quizás no se puede evitar, que seguramente fue histórico incluso antes que real. No se trata del proceso político, se trata de lo que ese proceso mostró del país. ¿Quienes somos? ¿Te reconoces aquí? Yo no.

¿Me reconozco aquí? Una pancarta de Chavez parece mirarme desde la fachada de un ente gubernamental. Una imagen descolorida, con un Chavez joven e irreal que no tiene la menor semejanza con el hombre real, el que murió entre rumores y misterios, el que se convirtió en una caricatura de sí mismo a fuerza de invocar su nombre. ¿Me reconozco en este país frustrado, cansado, afligido? ¿Me reconozco en esta ciudad rota, violenta, peligrosa, casi insoportable? Camino, entre la basura que llenan la calle, entre la multitud de hombres y mujeres de rostros cansados. Miro el Ávila verde. No es suficiente, me repito. No puede serlo.

No quiero vivir a medias, me digo. Un amigo querido suele insistir en que sobrevivir no es suficiente. Que jamás lo será. Y es verdad. Lo sé incluso en esta discreta lucha contra el instinto de rebelarme contra la idea. De querer insistir en la Venezuela posible. Pero ¿Este es el país donde nací? ¿Este es el país donde crecí? ¿Donde me imaginé hacerme adulta?

Miro al difunto Hugo Chávez de nuevo. A Maduro, en un afiche recién impreso. “Juntos Podemos” reza una frase debajo de su rostro rollizo y sonriente. Reflejo uno del otro. Y pienso en lo que representa. La ruptura histórica. Y de pronto, nada parece tener sentido, encajar. Tener un rostro reconocible. ¿Este es mi país?

La pregunta me carcome, me hiere. Y aún más, no tener respuesta para comprender lo que ocurre. Lo que ocurrirá después.

C’est la vie.

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