lunes, 25 de abril de 2011

La deliciosa y perturbada conciencia del ser.




Estoy convencida que una cierta dosis de frivolidad es benéfica: deambular por las calles a solas, leer bajo la sombra de un árbol, fotografiar pequeñas escenas de la cotidianidad, despejar el escritorio, ver el cuarto ordenado, delinear nuestros pensamientos a base de conceptos simples. Más que benéfica: la frivolidad puede salvarnos, puede darle un sentido crucial a la simplicidad. Sonrío, tendida en mi cama, las sábanas de algodón blancas impregnadas del olor del sol que entra a raudales por la ventana. Casi puedo creer que el mundo es esencialmente hermoso, puedo olvidar por un segundo el leve parpadeo de la insatisfacción, del temor y la duda. El noble arte del cuestionamiento, de no aceptar nada, y buscar siempre respuestas que tardan en llegar. Por ese motivo, por la condición comprensible de la frivolidad, sacudo la cabeza, disfruto de la sensación de mi cabello acariciándome los hombros y las mejillas. Paz en el hedonismo. Sí, la banalidad de lo puramente singular y personal: Por ese motivo una de mis alegrías es no tener ya los libros y los papeles amontonados sobre la mesa de mi escritorio - sí, definitivamente iré al infierno de los archivistas por aquellos de meter en el mismo saco mis libros de Stefan Zweig y un poemario del siglo XVIII de Sor Juana Inés de la Cruz - y disponer de una pared entera para ellos. Por eso me desasosiega profundamente -debo de ser conservadora a la manera del ínclito- sentir que la realidad se desdibuja en este deseo de encontrarme aquí, a solas con mis pequeñas manías y tics. La danza de una neurosis de pleno conocimiento quizá. Disfruto casi impúdicamente del ventanal  de mi habitación predilecta, amplio, de cristales claros, toda la ciudad me pertenece, la puedo tomar entre mis manos - el suspiro Baudelaire cada noche y el postcubismo de día - y donde he descubierto las tentativas frágiles a las que se entrega el color cuando las cosas cuando la luz dorada del día entra a raudales, destierra a la oscuridad, me regresa al mundo del sabor y la textura. Ah, sí, sospecho que siempre sentiré que el arquetipo de mi propia necesidad de creación toma sentido en esta ventana, un engendro tardío que ondula en la caída de la luz. Aunque si he de reconocer el oscuro propósito, la verdad es que sigo yendo porque me he enfrascado en el riguroso y sediento estudio de la navegación de los cuerpos -qué estrella polar imprimirá su rumbo en lo más apretado de la carne- durante el sueño. Soy y a la vez no soy nada más que una idea concebida en medio del delirio. Como en un verso de Onetti, danzando alegremente en medio del desastre y la veleidad.

C' la vie.

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