sábado, 9 de abril de 2011

De la lujuria y otros demonios.




La luz es un pretexto de la sombra""A veces Dios existe tan súbitamente..."
Un tranvía llamado Deseo. Tennesse Williams.

En boca de la etérea y enloquecida Blanche DuBois, las frases anteriores tienen un sentido levemente perturbador. Nadie pensaría que "Un tranvia llamado deseo" puede ser una fuente de sabiduría erudita o espiritual, pero encuentro que tal vez Tenesse Williams intentaba recrear el concepto en medio de los devanes de un devoto amante de la intelectualidad y un coleccionista de abstracciones. Me conmueve por supuesto la sensación entre la zozobra y la mera esperanza con la que el escritor impregna su mundo literario, la pasión instintiva y brutal, llana y carente de matices. Pero quién sabe. Tal vez la emoción más profunda tenga un reducto real en medio de la cruda necesidad carnal, como lo demostró David Herbert Lawrence en su obra inmortal "El amante de Lady Chatterley". Ah, sí, ese sabor perturbado y exquisito, el púlpito de las ideas instintivas naciendo de algún lugar particularmente sensible de la anatomía intelectual. Redoble de tambores, que se abran los cielos, Agatha delira un poco en medio de la cacofonía de algunas ideas levemente angustiosas sobre la lujuria. Vamos, hay muy poco de sensibilidad en medio de la narración de Herbert Lawrence, con su búsqueda del núcleo más intimo del sexo como lenguaje intimo - un poco vulgar, casi humilde, el placer por el placer, la idea de la sensualidad más allá del hedonismo - y la idea más amplia del deseo. Vuelvo entonces a la esencia de mi idea básica: ¿Puede esta brutal realidad, esta fuerza de tormentas darle sentido a algo tan abstracto como lo es la sexualidad humana? Un suspiro en la Oscuridad. Los ojos clavados en medio del pensamiento más concreto al respecto. ¿Alguna respuesta?

Ninguna todavía, claro está.


No obstante, quién sabe si aun desconocemos la ruta de las antiguas montañas donde habita la pasión más emotiva. Esa quimérica expresión de la carnalidad que al parecer solo existe en fragmentos de esperanza, en el tiempo literario más metódico. Como peregrinos yermos y poco esperanzados, recorremos el camino hacia el templo más alto de esa memoria idealista. Quizá escuchamos a Stanley gritando arrogante el nombre de Stella, o al rudo guardabosques que Lady Chatterley adora con locura zigzagueando para alcanzar la máxima iluminación. O solo somos nosotros, los profanos de la idea, un suspiro presuroso y calmo, avanzando con benedictina paciencia hacia la suavidad de la compresión y la virginal ausencia de toda expresión. Quién sabe si más allá de la natural e instintiva necesidad del olor de la piel de otro, la intimidad de una curva, la sensación de un beso secreto.

Ah, sí. El simple anhelo de los desesperados. Sonrío con cierta tristeza mientras comienzo a reeler el Trópico de Capricornio. Esperemos que una bofetada de Henry Miller me devuelva a la clásica, perenne y cristalina realidad.

Cé la vie.

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