viernes, 9 de junio de 2017

Una recomendación cada viernes: Kitchen de Banana Yoshimoto.




Escribir es un arte de liberación y catarsis. Un ritual íntimo que transforma la emoción en un reflejo simbólico y algo mucho trascendental que lo evidente. Tal vez, por eso Banana Yoshimoto admite estar obsesionada con la muerte, a pesar de nunca haber sufrido una pérdida cercana. Pero para la escritora, no se trata sólo de imaginar y redimensionar la incertidumbre sino crear una idea a través de ella. Una reflexión sobre la ausencia y el dolor que desborda los clichés más habituales sobre el temor y el sufrimiento emocional. Banana Yoshimoto, con su estilo reposado e íntimo trasciende cierta dimensión de lo obvio — en sus libros pocas veces los personajes lloran o expresan la tristeza en voz alta — para meditar sobre lo invisible y lo sutil. A sus personajes los rodea el sufrimiento y la ausencia, pero la escritora redimensiona el dolor desde lo espiritual hasta lograr una conclusión existencialista que sorprende por su belleza y delicadeza.

A pesar de la evidente melancolía, las obras de Yoshimoto están llenas de una rara vitalidad que sorprende por su capacidad para cautivar. La escritora asume su labor como narradora a partir de la observación — “miro a quienes me rodean como expresiones de belleza e inspiración”, admitió en una ocasión — pero también, como una forma de comunicación secreta. “En el corazón de las personas ocurren muchas cosas de las que no nos damos cuenta. Y en la realidad no se muestran porque el ser humano sabe muy bien qué se puede mostrar y qué no” insiste para justificar esa obsesión suya por los silencios y la fugacidad de la conciencia humana. De esa percepción sensitiva sobre el vasto e íntimo mundo interior, nace la capacidad de cada una de sus novelas para escudriñar las emociones como una extraordinaria visión del miedo y del absurdo. Sueños dentro de la palabra que ocurren en un espacio confuso y por momentos indescifrable.
En las novelas de Yoshimoto, los personajes están vinculados unos a otros por el silencio y el sufrimiento. Un hilo conductor que avanza a través de las escenas para crear una estructura de enorme valor emocional que sostiene la narración con exquisita habilidad. Para la escritora, la ausencia crea inesperadas visiones sobre el amor y sobre todo, los pequeños elementos que sostienen esa comunicación invisible y profundamente significativa entre quienes sufren. Y la muerte, por supuesto, ocupa un lugar significativo en la reflexión sobre nuestra capacidad para comprender al otro, para asumir el peso y la consistencia de las emociones de alguien más. “Al perder algo, el corazón se hace grande. La pérdida tiene un peso muy importante, y cuando las personas se unen en esa tesitura, lo hacen a un nivel muy profundo” explicó Yoshimoto en una oportunidad. Y quizás esa percepción de generosa, extraordinaria, casi ideal sea el elemento más reconocible en cualquiera de sus libros.

No obstante, Yoshimoto ha insistido en más de una ocasión en que no está obsesionada con la muerte o al menos, no es el tema de fondo en sus novelas. Más allá de lo mórbido, lo mortuorio sugiere una idea amplia y desigual sobre la naturaleza humana a partir de la conciencia de su finitud. “Mis novelas sirven para recordar que algún día moriremos o esa es mi intención” explica casi con ingenuidad. “Y en el proceso, sanar heridas”. Es entonces cuando las obras de Yoshimoto encuentran su punto más alto y profundo, el más extraño y quizás, difícil de definir. Un homenaje a la vida en mitad de los terrores y dolores más privados.

Por supuesto, esa discreción es un elemento profundamente japonés, aunque no se podría decir que las novelas de Yoshimoto es un reflejo fidedigno de la tradición literaria nipona. Hay algo subversivo y provocador al fondo de todas sus narraciones, un rechazo evidente a cualquier forma de disimulo hacia la raíz del dolor. Yoshimoto analiza los sentimientos y lo hace con una sinceridad que devasta pero que también, es un recurso narrativo de intencionada complejidad. A pesar de su pausado desarrollo, las novelas de Yoshimoto poseen la fuerza necesaria para sorprender, por momentos escandalizar e incluso, resultar levemente perturbadoras.

La novela “Kitchen” fue el primer libro escrito por Banana Yoshimoto y sin duda, el más conocido fuera de su natal Japón. Se trató de un éxito inmediato de librería y de crítica que la convirtió una celebridad. La obra resume no sólo el transitar de la escritora por la noción del espíritu humano sino que además, sostiene lo que será una constante en el resto de su propuesta narrativa: la prosa engañosamente sencilla, directa, contadas en primera persona que sin embargo, sostienen una profunda y dura comprensión sobre la naturaleza del dolor. Eso a pesar que Yoshimoto se niega a caer en lugares lugares y convierte la novela en un conmovedor análisis sobre la conciencia colectiva, una feroz mirada sobre el sufrimiento y algo más ambiguo que apenas se insinúa en la narración.

La novela es un prodigio de aparente sencillez: narra la historia de Mikage, quien enfrenta la muerte de su abuela en medio de una rara tensión doméstica. No obstante a medida que avanza, Yoshimoto convierte la novela en un escenario en el que la búsqueda de identidad, la comprensión sobre la diferencia y el duelo como una forma de comunión entre los personajes. Con su estilo delicado, lento y por momentos desconcertantes, la escritora desgrana un duro tránsito interior de enorme significado. Construye una elaborada comprensión desde el ahora y el mágico relativo que es mucho más consistente que cualquiera del resto de los escritores que siguen la estela del escritor Nipón más conocido de la actualidad. La narración de Yoshimoto — tímida, en ocasiones edulcorada pero siempre intrigante, — crea un tipo de comprensión sobre las llanuras de las emociones humanas que conmueve tanto como su maestro emocional y que trasciende a la mera anécdota.

Es esa mezcla de ternura, desconcierto y sobre todo, perenne juventud lo que hace de “Kitchen” la mejor expresión de su búsqueda del valor argumental sobre lo misterioso del espíritu humano. Una singular mirada hacia la  tecnología, la crisis personales y cocina como telón de fondo que sedujo al público por esa particular capacidad de Yoshimoto para construir escenas extraordinarias desde lo mínimo. La obra — que la escritora escribió cuando aún era estudiante — la catapultó a la fama de inmediato: en menos de un año era considerada una de las grandes promesas de la literatura japonesa, aunque ya por entonces se insistía en la deuda referencial y emocional de su obra a la de Murakami. Con todo, Yoshimoto supo lidiar no sólo con la comparación sino con sus implicaciones. Luchó contra la inercia editorial que la intentaba encasillar y logró llevar al cine la historia de Kitchen no una, sino dos veces. Una y otra vez, la escritora se enfrentó al estereotipo que no dudó en encajar a la fuerza su obra en una interpretación manida y referencial. Continuó escribiendo sus espléndidos ensayos y en paralelo insistió con la novela. También se dedicó al guión cinematográfico con Umi no futa y Shirakawa yofune (basados en las novelas del mismo nombre) e incluso, tuvo el atrevimiento de parodiar su propias novelas en más de una ocasión, en críticas anónimas en las que pareció burlarse de su romanticismo lento y la mayoría de las veces, ligeramente espectral. El esfuerzo le permitió encontrar una cierta identidad propia: Un lustro después de su éxito literario inicial, Yoshimoto había logrado encontrar un nicho particular, un punto de vista individual e inconfundible que la convirtieron en ícono de toda una generación de escritores.

La delicadeza de “Kitchen” es quizás el elemento más reconocible en el resto de la obra de Yoshimoto. Sus relatos cortos tienen una especial calidad (como los maravillosos que componen el libro Sueño Profundo) y además, es notorio que Yoshimoto aún se encuentra en pleno crecimiento creativo. En un recorrido formal y estético en la busca de una identidad aún más profunda que crea a partir de su necesidad de contar el mundo a su manera. Algo que no deja de sorprender: porque se trata de un recorrido personal que la está llevando justo al extremo contrario de esa sombra débil de Murakami — como se le consideró por años — para encontrar una percepción mucho más potente sobre una prolífica escritora en ciernes.
Yoshimoto avanza con paciencia a través de un cotidiano lleno de sutilezas. Avanza a través de la pérdida de la fe una cultura que se contempla a sí misma desde cierta distancia. Avanza a través de cierto tedio cotidiano que describe esa tensa relación de amor — odio entre la comprensión de nuestra naturaleza — tardía, elemental y fragmentada — hacia algo más denso y doloroso. Y más allá de eso, Yoshimoto se encuentra así misma. Se analiza como parte integral del paisaje y crea algo nuevo a partir de lo conocido, de esa comprensión de la sustancia que sostienen sus historias. Porque Banana Yoshimoto es una experta en el arte de lo invisible y no pierde de vista el intrincado paisaje entre escenas: Sus personajes comen, bostezan, sonríen y miran al cielo con una inercia de lo corriente que en ocasiones desconcierta. Pero en medio de todo eso pasan de estados de extrema tensión a un toque humano extraordinario. Un momento álgido de pura humanidad que de pronto, cobra magia y sentido. Seres anónimos que de pronto, simbolizan una humanidad heroica y universal que conmueve.

Yoshimoto encuentra en la sutileza su mayor mensaje. Además lo logra con una convencida interpretación de la realidad a través de todo tipo de pequeños golpes de efectos. En sus novelas una puerta jamás será una puerta, como tampoco el amor será sólo amor. Y esa combinación de ideas donde la escritora encuentra no sólo su mayor fortaleza, sino esa identificación elemental del espíritu creativo que la hacen única.

Claro está, Yoshimoto es aún una escritora por definirse. Más de una vez, ha dicho que se sorprende — y se avergüenza, aunque no explica el motivo — por el hecho que sus lectores le conozcan más por sus ensayos que por sus novelas, las que considera la piedra angular de su trabajo. Quizás su preocupación sea infundada: tanto sus relatos de ficción como sus cuidadosos ensayos tienen como punto en común, una precisión mecánica y esencial sobre el mundo y sus misterios, una mirada profunda sobre la existencia desde el dolor y la belleza. En su colección de ensayos “Un viaje llamado vida” en los cuales el movimiento — como abstracción y concepto — es el centro de una serie de reflexiones sobre la naturaleza humana, Yoshimoto analiza de manera sutil pero sobre todo, con enorme delicadeza, esa noción de la transmigración del espíritu. Lo hace además, en un lento ritmo de reflexión que resulta tan ambiguo como atrayente. Un pequeño prodigio de delicadeza que conmueve aunque en apariencia no sea la intención de la escritora. Con un pulso que asombra por su buen hacer, el ensayo avanza hacia un análisis sensible sobre esa noción frágil del hombre. Una novela que no se reconoce como tal pero que lo es, a pesar de todo. Incluso de sus debilidades.

En una entrevista, la escritora comentó que “hoy en día el arte y el romanticismo han desaparecido del corazón de los japoneses”, y por eso, con frecuencia piensa en que debe escribir novelas “centradas en esa idea”. Toda una declaración de intenciones que sustenta esa mirada de la autora que parece abarcarlo todo. En cada una de sus obras, hay esa búsqueda inclemente y franca sobre los dolores y temores cotidianos, esa percepción del hombre como parte de su circunstancia y más allá de eso, como un reflejo del devenir — incesante e indetenible — de cada elemento que forma su identidad. Una especie de mecanismo en ocasiones fallido donde el amor — siempre el amor — lo es todo.

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