jueves, 15 de junio de 2017

Lo cinematográfico como espejo de la realidad: Una mirada a la rebeldía artística de Federico Fellini.


Imagen de ‘Qué extraño llamarse Federico’ de Ettore Scola.




Se dice que el cine es autorreferencial por necesidad. Y es que lo que admiramos en pantalla, es sin duda, la opinión — visión — de quien se encuentra detrás del lente, el que toma las decisiones argumentales y crea un mundo construido a la medida de toda una serie de pequeños elementos subjetivos. Porque no hay un solo fotograma en ninguna obra cinematográfica que no esté impregnado de la personalidad de su autor, incluso las muestras más comerciales y anodinas. O eso parece sugerir la evidencia, esa muestra clara y definitiva de arte íntimo que hay en cada expresión cinematográfica. Un espejo que refleja la versión del mundo de su realizador.

Por eso, suele achacarse el atributo de “autobiográfica” a las obras más personales de cualquier director. En el caso de Federico Fellini — inmenso, desconcertante, surreal — la tarea es incluso un poco más difícil porque cada pieza del director parece sugerir que cada imagen que plasma — cada una de las escenas que construye — es un homenaje a su yo interno inmediato, a la sugerencia evidente y diametral de una idea que crea otra. Porque el cine elabora un mensaje nadie lo duda y el ingenio creativo asume el poder de ese lenguaje a sombras y luces. Para director como Fellini, esa dualidad es parte de su estructura argumental, de lo que muestra, de lo que sueña, de lo que expresa. Sin duda de lo que plasma en su cinematografía.
Seductor, asceta, elegante, vulgar. Infiel y a la vez leal. Al parecer no hay una sola forma de definir Fellini y mucho menos, de intentar indagar sobre su trabajo sin analizar sus contradicciones. El director no sólo era un hombre que sorprendía por tu vitalidad y por el hecho mismo de concebir el cine como una expresión intelectual absoluta, sino por su persistente noción sobre lo cinematográfico como un vehículo emocional. De manera que sus obras están impregnadas de esa noción del peso existencial, de las dudas y complejidades inevitables con las que se debate todo espíritu humano. De allí su predilección por reflexionar sobre lo humano, lo divino, lo mundano y lo invisible a través de todo tipo de símbolos y sobre todo, de un acercamiento irreverente al espíritu de la época. Fellini no respetaba nada, no creía en nada y a la vez, rendía devoción a todo. Y eso es notorio no sólo en sus películas sino también, en su particular manera de ver el mundo.

En el libro “Hacer una película” de Fellini, Italo Calvino desmenuza esa obsesión del director por lo rotundo de la carne, la vida y sus excesos en un extraordinario prólogo que analiza las bases de su estética cinematográfica. Lo hace a través de la convicción que Fellini está en la búsqueda de una identidad — y la encuentra, sólo para subvertir lo esencial de la fórmula — y a la vez, avanza hacia una percepción sobre lo que el cine puede ser más cercana a un ejercicio hedonista que a otra cosa. “La fuerza de la imagen en las películas de Fellini, tan difícil de definir al no encuadrarse en ninguna cultura figurativa, tiene sus raíces en la agresividad redundante y discordante del dibujo periodístico”, dice Calvino, en un intento de analizar por qué las películas de Fellini parece más reales que la realidad y mucho más duras que la tristeza como reflexión sobre lo intelectual. Radiante, angustioso, por momentos incomprensible, el cine De Fellini es una mixtura de sensaciones que refleja lo que le rodea — sus inevitables referentes, su exquisita noción del tiempo que transcurre — hacia algo más poderoso, aciago y desconcertante que la mera comprensión de lo cinematográfico como vehículo de comunicación.

Hay una deformación barroca y sorprendente en todo lo que Fellini mira a través de la cámara. En esa búsqueda del origen de todas las cosas por el cine y gracias al cine. La estética de artificio de Fellini tiene algo de profunda búsqueda del valor de los detalles, de la creación inspirada de algo más sublime que la mera imagen. La fluidez del tono y del ritmo en cada película de Fellini tiene un indudable ingrediente poético, pero también, una comprensión de los rigores del método y la realidad que se muestra. Entre ambas cosas, el director crea detalles reveladores, ilusiones técnicas y argumentales para sostener su percepción sobre el absurdo y la belleza. Y quizás esa combinación — delicadísima, elemental — sea la forma más directa de comprender las obsesiones que gravitan sobre la obra de Fellini.

De allí su éxito, de allí su trascendencia. A pesar de las críticas, a pesar de las diversas e insistentes acusaciones de superficialidad, de vacío. Pero es que probablemente a Fellini no se le comprende sólo a través de su trabajo, sino el metamensaje que brinda a cada una de sus historias. Porque Fellini, desde esa región confusa y desconcertante de lo figurativo, crea algo más profundo que cine en estado puro. ¿Quizás arte? ¿Quizás una diatriba de imágenes y trasfondo? Nadie consigue dilucidar la cuestión pura que hace al cine de Fellini inolvidable y transgresor, pero el hecho es que lo es. En la medida que consigue traspasar esa noción frágil de la comunicación entre la pantalla el espectador. En su necesidad de lograr expresar lo que asume real — que no es la realidad misma — a través de exquisitas imágenes, de esa renuncia a la sencillo — evidente — que le hizo famoso y más allá, consistente con su mensaje estético.

A la película “Ocho y medio” se le ha llamado conclusiva, una confesión elemental de la propuesta de su autor. También se le ha llamado ejercicio estilístico, patrimonio del absurdo. Un experimento que nadie sabe decir muy bien si fue fallido o exitoso. Pero lo cierto que el film — con toda su carga simbólica y anecdótica — es mucho más que eso. Es una búsqueda cuidadosa de la conclusión a la visión de director, una renovación de lo que ya había comenzado con la extraordinaria Amarcord. Sin embargo entre ambas hay una diferencia sustancial, una razón muy poderosa que las convierte en complementarias y tal vez extremos de una misma idea: mientras una cuenta su vida — o se supone que lo hace — la otra nos habla del replanteamiento de la vida de su autor, de su visión artistica

Porque Fellini, más que director se considera un creador. ¡Qué válido resulta para observador nato, este constructor de imágenes radiantes esa necesidad elemental de reconstruirse! Y es que Fellini mira la creación estética no sólo como una obra que se construye, sino de la visión de lo que crea a futuro, más allá de si mismo. El arte que trasciende lo meramente subjetivo para aspirar a algo más, una consistente interpretación de la realidad como elemento de la memoria humana, de lo que brinda sustancia a la opinión y quizás a la imaginación. Con una extraordinaria brillantez formal, Fellini se confiesa sí, no queda duda, pero también transforma su mea culpa en un alegato — una reflexión — sobre la creación artística. Como director se desdobla, escindido en dos versiones de si mismo para crear una refinada comprensión del tiempo, el sentimiento y la capacidad para unir piezas intelectuales a través de la creación. Presenta no sólo al creador — al que aguarda detrás de la cámara — sino a ese otro yo, al fugitivo, a ese director que protagoniza el metraje y que recorre los vericuetos de la creación artística. ¿El resultado? una sincera y profunda reflexión sobre por qué creamos y más allá, el motivo por el cual lo hacemos. Las influencias, referencias, los recuerdos y dolores que brindan sentido a la creación, al símbolo, a la metáfora, a la idea y a la síntesis de todos las circunstancias que crean el arte por el arte. Esa compleja visión de sí mismo y a la vez del mundo que le rodea.

Fellini, además, toma el riesgo de jugar con pulso firme con su pequeña elegía: No sólo se limita a mirar el contorno de lo que le rodea — el contexto que brinda sentido a su lenguaje — sino a lo que se impone sobre lo que somos, lo que creemos ser y más allá, quienes somos al crear. Hay un análisis doloroso, profundo de ese sentimiento de creación mediante un recorrido del protagonista, ese ese Guido confuso y perdido. Angustiado pero a la vez temerario, el autor busca y encuentra ese origen de todas las cosas, esa razón esencial que brinda sentido a cualquier arte que se precie de serlo.
El film rebosa de sinceridad y eso lo hace una propuesta complejísima, subjetiva y en ocasiones incomprensible. Todos los personajes, escenas y circunstancias parecen gravitar sobre una idea mucho más amplia que ellos mismos, una conclusión casi anárquica de los que nos impulsa a crear, lo que nos hace ser únicos, inmensamente plurales, múltiples rostros de una misma visión de yo. A pesar de eso, no es un film que pretende aleccionar, mucho menos moralizar o pontificar: se trata de retar a ese espectador asombrado y quizás desconcertado, a crear su propia opinión, a permitir que le seduzca la sensibilidad y la belleza y sobre todo, ese eterno cuestionamiento sobre nuestra identidad, el amor que profesamos a lo que consideramos sustancial en nuestra vida y nuestro poder creador.

Probablemente, Fellini ideó las mejores puestas en escena a través de un elenco en estado de gracia: desde un magnifico Marcello Mastroianni, que encontró con el director Italiano una nueva profundidad en capacidad histriónica hasta las actuaciones extraordinarias de Sandra Milo y Anouk Aimée. Juntos, hacen que el film rebose de íntimo significado, como si cada gesto, mirada y sonrisa impregnaran lo que se cuenta con ese misterio de lo que no se muestra — y que es quizás, lo que sucede — . Es así, cuando Ocho y Medio logra su mayor triunfo: esa cualidad onírica que parece oscilar entre lo que se muestra y lo que se sugiere, en un juego de interpretaciones cada vez más desconcertante y efectivo, hasta el asombroso punto final.
De manera que Ocho y Medio, resulta siendo un misterio y quizás su mayor logro es cautivar la imaginación de quien lo intenta desentrañar. Una obra visual que no sólo seduce por su ambigüedad, sino por lo tentador que resulta esa lento recorrido por lo que parece ser un mundo conmovedor y pleno de belleza. Más allá, Fellini sueña, crea, se eleva, ingrávido y malicioso y quizás invita al espectador a unirse, en un postrero gesto de complicidad.

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