martes, 20 de junio de 2017

Crónicas de la ciudadana preocupada: Venezuela, territorio arrasado.


Fotografía Christian Veron — Reuters.


Era una niña muy pequeña la primera vez que vi un vehículo militar: un armatoste de casco blanco y abollado, con dos torretas superiores y una pequeña claraboya de cristal grueso a un costado. Una de las llamadas “tanquetas” que suelen utilizarse para asegurar el orden público en manifestaciones y protestas callejeras. Se encontraba a dos cuadras del colegio en el que estudie la primera enseñanza, detenida como una enorme criatura mitológica en mitad de la calle. Me aterrorizó su envergadura paquidérmica y sin duda, peligrosa. Me recuerdo pequeña y confusa bajo su sombra, sin entender que algo semejante pudiera existir. Que formara parte del paisaje de los lugares que solía llamar hogar. Cuando mi mamá me levantó en brazos y cruzó la calle con paso nervioso, seguí mirando sobre su hombro la línea de metal que brillaba bajo el sol. Y sentí miedo. Uno muy limpio e inocente. Miedo de niña. Miedo sin verdadera trascendencia.

Hacía menos de seis días que había sucedido el golpe de estado contra el Presidente Carlos Andrés Pérez y la ciudad entera continuaba bajo estado de sitio, una tensión violenta y por momentos insoportable que a mi edad, no podía comprender pero que sentía con toda claridad. Un miedo lento, insólito. Escondido en el rostro de los adultos, en los pequeños hábitos diarios, en cada pequeño aspecto de la realidad empequeñecida y herida por la sospecha. En todos lados, se instaló un tipo de agresión directa al modo de vida que habíamos disfrutado hasta entonces. O al menos, a la precaria noción sobre el ciudadano que había sido parte de la frágil historia republicana del país. La figura del militar de pronto se incorporó a la vida cotidiana, desbordó el límite de lo cívico y se convirtió en un tipo de amenaza muy precisa y dura. La percepción de la identidad compartida se desplomó en una grieta abierta y temible de la que no se recuperaría jamás.

Por supuesto, era muy joven para pensar en esos términos. Sólo contemplé con los ojos muy abiertos y aterrorizados el vehículo. El peligro evidente que le rodeaba, el miedo que me producía. Transcurrieron décadas antes que comprendiera a cabalidad lo había traído consigo la fallida asonada militar. Para entonces, Hugo Chávez Frías — líder de la rebelión armada — era el presidente de Venezuela y la violencia formaba parte de cada aspecto de la vida ciudadana. Se había instaurado como una forma de amenaza perenne que alcanzó límites insospechado y que transformó el paisaje del país en algo por completo nuevo y peligroso. Una mirada inquietante sobre el odio y el resentimiento convertido en arma política y sobre todo, la forma en cómo comprendemos los mecanismos del poder.

Nunca olvidé esa escena y en los años siguientes, llegaría a pensar que Venezuela, como país, se resume en esa imagen estática y que con el transcurrir del tiempo se ha hecho tenebrosa, angustiosa. Por momentos extrañamente simbólica. Esa fue la Venezuela en la que crecí. Un país bajo un estado general de sospecha en el que la violencia no sólo se convirtió en una forma de comprender el paisaje cultural y social sino además, en un reflejo de la identidad del Venezolano. La agresión como discurso, como expresión perenne del gentilicio. Una herida que jamás sana.

Pienso en todo lo anterior de pie, de nuevo de pie en la calle en la que vivo. Una tanqueta avanza con aparatosa lentitud en medio del tráfico detenido, rodeada de una docena de efectivos militares en motocicleta. También hay grupos de uniformados en las esquinas, llevando peto, casco y escudo. Todos llevan el arma de reglamento muy visible entre las manos o colgada en el hombro, con la boquilla levantada en vertical. Una amenaza tácita, me digo cuando uno de ellos pasa junto al lugar en el que me encuentro junto a un grupo de vecinos. Me dedica una mirada aburrida y altanera. La expresión burlona. Cuando se aleja, los funcionarios que le rodean estallan en carcajadas silenciosas.

— Somos víctimas y no lo sabemos — murmura uno de mis vecinos. La expresión tensa, los labios apretados de furia — estamos presos y sometidos en nuestras propias casas, en todo lo que hacemos. Hace años que no somos libres, sólo que ahora, ya lo sabemos. Lo asumimos.

No digo nada. Escucho el traqueteo de la tanqueta cuando acelera la velocidad y cruza por la esquina más próxima. El metal pintado de blanco se ve envejecido y gastado, el metal lanza destellos bajo el sol blanco del mediodía. Avanza con rapidez, a pesar de su envergadura y pronto, atraviesa la calle rodeada de efectivos que parecen custodiarla, aunque sé que no es así. Hay una quietud lenta y torva en las calles, en los transeúntes que observan la escena entre atemorizados e inquietos. En el tráfico reducido a un insólito silencio. La violencia se convierte en una sensación helada y durísima casi dolorosa.

A nuestro alrededor, se escuchan cacerolas tocar. Una cacofonía lenta y cada vez más potente que se eleva en espiral en medio de la tensión. Los vecinos de los edificios que rodean la calle gritan consignas, lanzan alaridos de pura furia. Un coro de miedo y verguenza que se confunden con el repiqueteo metálico de las ollas.“Asesinos, todos son asesinos” , repite alguien, la voz ronca, la rabia convertida en una letanía interminable. “Asesinos, están matando Venezolanos”.

La comitiva sigue avanzando. Nadie sabe a dónde se dirigen. Imagino que a la protesta que ocurre más allá, para reprimir a los miles de ciudadanos que continúan en la calle, intentando hacerse escuchar. Siento miedo por ellos y por mí. Por su indefensión, por la vulnerabilidad simple del ciudadano que se enfrenta a la maquinaria del Estado. La tanqueta ya desaparece en la curva que dobla hacia el distribuidor principal que conecta con la autopista. Ahora lleva la torreta abierta y en medio del complicado mecanismo de planchas de metal abiertas, un hombre mira a su alrededor aferrado al arma que apunta al suelo. Un arma real, con toda seguridad cargada, que está lista quizás para amedrentar y herir a quienes manifiestan más allá. El pensamiento me llega como una ola de miedo y angustia, la certeza que estamos atrapados en un país cárcel, en medio de una crisis insostenible que se radicaliza a diario, que se hace cada vez más dura de sobrellevar. Y pienso en la historia reciente, manchada de sangre y autoritarismo, de esta grieta social que nos heredó casi veinte años de una estafa histórica irremediable. El miedo es sólo otra dimensión de la frustración, la negativa a la resignación y la angustia que acosa. Somos víctimas, me repito con las manos apretadas contra el vientre. Somos ciudadanos del desastre, huérfanos de cualquier reivindicación.

Los oficiales en motocicletas se detienen en un movimiento coordinado y lento que me sobresalta a unos metros de donde me encuentro. Son más de diez y van en parejas. Todos con el arma bien visible, los rostros cubiertos con el casco, el escudo apoyado sobre el tobillo. Se detienen en un movimiento coordinado y cierran el tráfico de la calle y al sonido de las cacerolas se añade ahora el de los gritos de los conductores, el insistente y grave de las bocinas, un bullicio generalizado que se extiende como una ola caliente y metálica. El grito de “asesinos” se redobla, está en todas partes. Es un eco que se hace ensordecedor, que pierde sentido y se hace cada vez más violento. “Asesinos”. “Están matando Venezolanos”.

Todo ocurre muy rápido. Uno de los guardias vuelve la cabeza hacia el grupo de vecinos que gritamos y agitamos los brazos en la calle. El sol se refleja en la boquilla del arma cuando la levanta y sé lo que sucederá incluso antes que haga algún gesto. La violencia, pienso en un instante frágil y doloroso. Llegó la violencia. Alguien me empuja hacia el interior de mi edificio y cuando escucho la detonación de la lacrimógena, me arrojo al piso temblando de miedo. Una detonación detrás de otra. El espiral de humo tóxico se extiende de izquierda a derecha. Me cubro la cabeza, intento respirar con el rostro apretado contra el concreto. Los gritos en la calle se convierten en un único rugido e intermitente. No sé que está ocurriendo, si lo que escucho son detonaciones de bombas tóxicas o metralla. La piel escaldada, el cuerpo encogido por el pánico, los pulmones contraídos de puro dolor. El miedo en todas partes.

No sé cuánto tiempo transcurre hasta que regresa una engañosa y frágil calma. Un silencio peligroso. Pero aún no me atrevo a levantarme. Continuo en el suelo, indefensa y humillada. Los brazos sobre la cabeza, convencida que el horror regresará, que esta vez será peor, más dura, más directa. Pienso en el terror inevitable, en el sonido de la violencia, en todas las ocasiones en que lo he escuchado, en cómo forma parte de mi vida. Una voz masculina pide ayuda en medio de la quietud temible y pesada que nos rodea. Finalmente me obligo a ponerme en pie: mis vecinos corren de un lado a otro, en medio de una humareda irrespirable. Alguien se acerca, me extiende un trozo de tela húmeda, me lo llevo a la cara. El llanto nervioso se me convierte en una sensación de abrumadora tristeza. Y pienso, sin saber por qué, — quizás porque no puedo hacer otra cosa — en la sombra enorme de la tanqueta de mi infancia, en la violencia convertida en parte de la vida desde que tengo memoria. El miedo como un lenguaje, como una forma de vida. Un reflejo de la identidad del país en el que nací.

***
Ochenta días de protestas, me digo con la garganta cerrada por un nudo amargo y doloroso. Ochenta días enfrentar la agresión del estado a diario, de temer los alcances de la impunidad, de vivir al margen de cualquier idea sobre lo cotidiano. No hay país al cual volver, me digo mientras escucho las detonaciones fuera de mi ventana, mientras escucho el estrépito de los perdigones en medio la batalla campal en la calle. No hay un lugar en el cual pueda protegerme, sentir alguna seguridad. Soy una víctima, pienso. Soy un rehén en mi propia casa.

El miedo en todas partes. Mientras lees las primeras noticias sobre la represión en Caracas. La ferocidad, la maníaca y pendenciera violencia. Escuchas a tus amigos contar lo que viven, medio asfixiados, aterrorizados, enfurecidos. Alguien llora, uno más intenta describir el horror de las nubes tóxicas, del chasquido de los perdigones sobre el asfalto. Las heridas, los nombres de los fallecidos. ¿Quién murió? Lo pregunto de manera obsesiva, los labios apretados de angustia. Alguien grita al otro lado del teléfono. La ciudad entera se sacude bajo el embate de la agresión. ¿Quién murió? Llevo cada luto como propio. Cada rostro que me mira desde la inocencia de las fotografías. Cada historia que intento conservar. ¿Quién murió? Tiene diecisiete años. Uno menos que la dictadura. Un disparo en el pecho. El miedo, el miedo en todas partes. El pensamiento obsesivo de la herida abierta, que jamás cura. La posibilidad del sufrimiento y de la muerte, como una huella dolorosa que llevas a todas partes.

De nuevo, país luto. País tragedia. Lloro a solas en mi estudio, junto a la ventana por la que miro la ciudad cubierta de humo. De pura impotencia. De una amargura tan infinita que te deja sin fuerzas. Mientras deseas que todos quienes aman y aprecias, estén protegidos, que ninguna bala, perdigón, huella de odio los alcance. Lloras, porque no puedes hacer otra cosa. Las manos apretadas contra el pecho, la mandíbula apretada. Y es el dolor, el país, es la vida que transcurre. Y es el pensamiento del tiempo circular, del odio convertido en rutina. Y el miedo, otra vez, porque jamás puedes escapar de él. El miedo que es una pared, un muro, un silencio interminable.

Escribir, cuando todo falla. Escribir para recordar. Para que después, puedas comprender por qué soportaste con los brazos abiertos el sufrimiento. Una y otra vez. Escribir mientras escuchas las detonaciones, los perdigonazos. Tan cerca.

Llegó la violencia, como siempre. También la resistencia.

Es el día ochenta de las protestas en Venezuela. Aquí continuamos a pesar de todo, quizás por todo.
La extraña comitiva tiene un aire indudablemente agresivo, pero también, es todo un símbolo del país que construyó el chavismo luego de casi dos décadas de gobierno y de expresar el poder a través de una línea militar dura.

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