miércoles, 7 de junio de 2017

Aquí vive el horror: Una corta genealogía sobre las casas embrujadas.





En la película “El espinazo del diablo” del director Guillermo del Toro, uno de los personajes describe a los fantasmas como “Un instante de dolor quizás. Algo muerto que parece por momentos vivo aún. Un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. Una percepción sobre la trascendencia de la tragedia como un fenómeno medible y temible. Pero ¿Qué ocurre cuando esa presencia insistente, misteriosa y la mayoría amenazante habita un lugar? ¿Cuando los hilos invisibles y peligrosos del miedo rodean un espacio concreto? Para el escritor Charles Robert Maturin — el llamado “el último y más grande de los góticos” — una casa embrujada es una “puerta hacia lo desconocido, la incertidumbre y el miedo”. También lo asegura Shirley Jackson, autora de la novela fundacional “La maldición de Hill House” y quizás la novela famosa sobre construcciones envenenadas por un mal primigenio. “Una casa embrujada es el temor convertido en un espacio, en el magma mismo del horror”.

Por supuesto, no se trata de una idea reciente. Por siglos, la posibilidad que castillos, hospitales, abadías e incluso pequeñas casas familiares, estuvieran habitadas — poseídas — por entes invisibles, fue una idea frecuente y sobre todo, parte de numerosas tradiciones mágicas alrededor del mundo. Durante los dos primeros de la cristiandad Plinio el Joven (61–114 d.C.), contó en sus Epístolas (VII, 27, 5–11) sobre “lugares malditos por muerte reciente”. También lo hizo Luciano de Samosata (121–181 d.C.), en Philopseudes, en el cual describió presencias inexplicables de enorme poder en lugares “asolados por el dolor”; Un poco después Flegón de Lidia (siglo II d.C.), en una extraña composición titulada Sobre los Hechos Maravillosos narró sucesos extraordinarios acaecidos en cementerios y abadías “allí en donde la muerte mora”; y Valerio Máximo (siglo I a.C. — II d.C.), en su libro “Dichos y Hechos Memorables” analizó el fenómeno sobre “casas habitadas por demonios y horrores”. Y a pesar de las evidentes diferencias entre los sucesos misteriosos descritos por los autores, todos parecen coincidir en la posibilidad que un lugar — ya sea por su historia o por sus especiales características — puede ser el origen de todo tipo de fenómenos inexplicables. Como si se tratara de la materialización del miedo y los horrores inconfesables, las casas embrujadas sintetizan todo tipo de supersticiones ancestrales y también, la profunda incertidumbre hacia lo desconocido común en todas las épocas.

Una de las primeras historias sobre casas atormentadas por el recuerdo de muertes o tragedias recientes, es la que narra Plinio el joven en su obras. El escritor describe “una casa espaciosa y amplia, pero desprestigiada y funesta” en Atenas, sobre la que corrían todo tipo de rumores debido a los “hecho inconfensables” acaecidos en ellas durante décadas. La construcción había sido escenario de asesinatos y después, de la muerte de toda una familia, asesinato que Plinio describe como de tan horrible naturaleza, que provocaron el miedo de “la ciudad entera y todos quienes conocían las consecuencias de un acto tan atroz”. Según el escritor, la casa permaneció vacía por de décadas, debido a que “en medio del silencio de la noche, se oía un sonido de hierros y un ruido de cadenas, primero más lejos, luego más cerca”. Por último, Plinio asegura que en los terrenos de la casa “aparecía un espectro, un anciano consumido por la delgadez y el abandono, de barba larga, cabellos erizados” que “ llevaba y sacudía grilletes en sus piernas y en las manos cadenas”. Los rumores y terrores que provocaba los extraños sucesos, impedían que fuera comprada o alquilada por nadie, lo que motivó al filósofo Atenodoro — conocido por su escepticismo — a pasar la noche en ella y enfrentar al espectro. La historia avanza y en lo que parece ser una extraña mezcla de crónica y sucesos fantásticos, el filósofo narra que en mitad de la noche y en medio “del estrépito de objetos y la oscuridad”, logró comunicarse con la singular presencia que habitaba la casa vacía. Aterrorizado, Atenodoro pidió al espectro “revelar el motivo de sus horrores” y observó que la figura apenas visible señalaba hacia uno de los jardines interiores de la propiedad. El filósofo memorizó la ubicación y al día siguiente, regresó a la casa junto con varios testigos. Tras una excavación, se encontraron “huesos revueltos y metidos en hierro, que el cuerpo putrefacto había dejado desnudos y carcomido entre cadenas”. Cuenta Plinio que, una vez enterrados según los ritos tradicionales,”la casa quedó libre y en silencio”.

Por supuesto, sorprende que la descripción del escritor griego tenga tantos puntos en común con la mayoría de las historias actuales sobre el tópico. Como si se tratara de un legado tradicional basado en una serie de temores y percepciones sobre lo desconocido muy concretos, las “casas embrujadas” simbolizan un tipo de miedo relacionado de manera muy directa por los espacios y los lugares como expresión de una idea muy primitiva sobre los temores colectiva. Quizás por ese motivo, las historias siempre resultan idénticas, basadas en la misma reflexión sobre el horror y el espanto reconvertidos en una visión sobre la frontera de lo que consideramos personal e íntimo.

No obstante, la fascinación que despiertan las historias sobre lugares habitados por fuerzas invisibles y criaturas amenazantes, no resultan sencillo de explicar. Desde las antiguas descripciones sobre sonidos inexplicables y presencias inexplicables hasta la concepción del horror moderno a través de la percepción del espacio como amenaza, las “casas embrujadas” forman parte de una mitología compleja y profunda que guarda sus propias pautas y extremos específicos. Como tema de apasionantes relatos literarios, las casas hechizadas alcanzan además categoría de género propio. Los antiguos relatos Góticos como “El Castillo de Otranto” de Horace Walpole (considerado origen de todas las narraciones subsiguientes) ya analizaba las intrincadas relaciones entre el horror y el misterio a través de los lugares considerados familia o domésticos. También lo hace Edgar Allan Poe en “La Caída de la Casa Usher”, donde además brinda un toque de reflexión psicológica a un relato que parece obsesionado no sólo con el terror invisible sino también con el que se oculta detrás del rostro impasible de sus personajes. Entre ambas versiones del tema, la noción sobre el mal absoluto parece tener una enorme importancia no sólo como recurso narrativo, sino como alegoría de la incertidumbre que representa la casa habitada por fuerzas inexplicables. Una puerta abierta hacia terrores comunes que resultan reconocibles para cualquiera.

Una mirada a la oscuridad y a los terrores inconfensables:
El fenómeno de la “Casa embrujada” — esa comprensión sobre lugares capaces de ser humanizados hasta elaborar conceptos complejos sobre el miedo — es mucho más que meras aseveraciones alegóricas sobre la oscuridad psicológica y espiritual del hombre. Y lo es por su capacidad para reflejar un tipo de terror basado en algo mucho más que complejo que la capacidad del hombre para comprender el miedo o su necesidad de explicar lo desconocido. Como género literario, las “casas embrujadas” engloban un tipo de análisis muy concreto sobre la forma en que percibimos y analizamos el miedo como parte de una nueva dimensión de lo vulnerable. Después de todo, el hogar suele ser el símbolo de lo privado y su destrucción — el ataque en el ámbito personal — destroza desde sus cimientos la comprensión básica sobre la identidad. De manera que la “Casa embrujada”, es quizás la noción má profunda sobre la violencia irreversible y la pérdida de lo privado. Más allá del horror que se sugiere — o se muestra — el miedo que invade el ámbito es quizás la naturaleza más agresiva de lo desconocido.

Quizás por ese motivo, “La Caída de la Casa Usher” (Edgar Allan Poe, 1839) refleja mejor que cualquier otro esa retorcida percepción sobre el miedo que tiene por único origen lo rutinario. Se trata de un relato corto (unas veinte páginas) que recorre no sólo los dolores y temores de los habitantes de una vieja casa sino también, el rostro inquietante del lugar. Con frases como «los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos rechinaban a mi paso», «el moblaje en general era profuso incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos libros e instrumentos musicales en desorden», Poe dotó a la vieja Mansión Usher de una tenebrosa personalidad que reconstruye el ámbito familiar en un tipo de horror nuevo y difícil de definir. Un relato angustioso y pausado que además, insiste en comprender al hombre — su circunstancia y vicisitudes — como una idea originaria de todo horror. El escritor redimensiona la cualidad del miedo, lo humaniza y además, reflexiona sobre la incertidumbre de la existencia a través de todo tipo de metáforas que resultan inquietantes insinuaciones sobre la oscuridad privada: el alcoholismo de uno de los personajes, las enfermedades, la debilidad mental, la violencia disimulada en medio de las relaciones familiares, convierten al relato entero en una reflexión sobre las penumbras íntimas. El ambiente triste y melancólico del caserón sugiere no sólo la devastación definitiva — como de hecho, ocurre — sino también la lenta caída a los Infiernos del sufrimiento de los personajes. Todo en medio de un escenario decadente de habitaciones oscuras que se caen a pedazos y una penumbra persistente que parece aplastar de manera gradual la atmósfera en cada escena.

En el mismo estilo siniestro y levemente emocional, El Hotel Encantado (Wilkie Collins, 1879) reflexiona sobre el fenómeno de la casa embrujada como un reflejo de terrores oscuros e indescifrables. La novela relata los hechos naturales que ocurren en un antiguo palacio Veneciano transformado en hotel. De la misma manera que Poe, Collins avanza a través del suspenso creando un clima malsano e inquietante que apunta directamente a conmover al lector y sobre todo, reflexionar sobre las dimensiones de lo que se esconde detrás de una aparente normalidad. El recurso termina creando un arco argumental tan efectivo como potente: la habitación escenario de una muerte violenta no sólo provoca posteriores dolores y terrores en cualquiera que le habite, sino que permite explorar y profundizar en las historias de los personajes como parte de una trama compleja cada vez más temible. En medio de los hilos de intrigas, crímenes, amores contrariados, herencias y terrores nocturnos, la novela logra convertir a los espacios habitados por el mal primigenio — el asesinato como símbolo de la absoluta pérdida de identidad — en algo mucho más denso de lo que podría suponerse.

Claro está, las criaturas y monstruos son también símbolos — y habitantes — habituales de los lugares embrujados. En “El Castillo de los Cárpatos” (Julio Verne, 1892) el escritor no sólo utiliza el terror de las supersticiones locales sobre espíritus temibles sino que además, los dota de un singular significado que sostiene la percepción innegable de una fuerza siniestra como motor de la narración. En esta oportunidad, la casa embrujada es en realidad el hogar de un monstruo y aunque Verne no profundiza en los aspectos más terroríficos del género, si logra brindar una nueva perspectiva al hecho de los espacios como metáforas de la oscuridad privada. Su castillo está lleno de sombras pero también de sangrientas historias que recorren con una original belleza el monstruo como individuo y sobre todo, parte de la comprensión sobre lo que consideramos terrorífico. Una vuelta de tuerca sugerente no sólo al habitual espacio encantado sino a la percepción de lo siniestro como concepto complejo acerca de la personalidad moral del hombre.
Resulta notoria la influencia del relato en la obra cumbre de Bram Stoker, “Drácula”. Para el escritor, el castillo del Conde vampiro — cuyas descripciones se basan de manera tangencial en el aspecto del Castillo de Bran en Rumanía — es un elemento de enorme importancia para sustentar la aprensiva atmósfera psicológica de la novela. Durante la primera y crucial primera parte de la novela, Stoker no duda en dotar al castillo de su misteriosa criatura de todos los atributos del espacio gótico por excelencia. Y no obstante, hay algo más retorcido en la enorme construcción que su vetusta historia o su inquietante identidad como morada de un peligroso depredador sobrenatural: Stoker reflexiona sobre el miedo desde un punto de vista anecdótico pero sobre todo, bajo la percepción del horror como un peligro latente. Cada habitación del castillo de Drácula parece estar sumida en sus propias anécdotas sacrílegas y sangrientas. Como si se tratara de un laberinto de lascivia, terror y algo entre ambas cosas, el recorrido por el castillo del Conde Drácula, es también una forma de reconocimiento tácito sobre los horrores invisibles que habitan en la violencia y desde luego, su capacidad de seducción.

La misma percepción nihilista sobre el terror que se esconde entre habitaciones destartaladas , es el argumento de la magnífica “La Casa en el Confín de la Tierra” (William Hope Hodgson, 1908) en la que el terror parece avanzar no sólo a través de la casa sino constituirse en parte esencial de la percepción estructural y física en la que habita. La mansión no es sólo el hogar del monstruo sino también, el límite físico entre el miedo, la redención y una percepción muy profunda sobre lo desconocido como una amenaza. Hodgson reconstruye la noción sobre lo siniestro que evade lugares comunes y que parece más interesada en subvertir la percepción del bien y el mal en algo más complejo. La casa deja de ser una concepción fronteriza sobre lo comprensible y avanza hacia algo más cósmico y colosal. Una concepción que sentó las bases para la percepción del horror como una forma de expresión de la maldad en estado puro y sobre todo, la preeminencia de la conciencia humana sobre lo sobrenatural.

Por supuesto, el género de “casas embrujadas” — y su simbología — es mucho más que su análisis literario. Su influencia en la cultura popular y sobre todo, en la interpretación del miedo como un elemento psicológico, parece abarcar todo tipo de implicaciones. ¿Por qué resulta tan intrigante la comprensión de la casa o los espacios domésticos como fuente de horror? La novela “Perdidos en la Noche” (John Boynton Priestley, 1927) analiza el tema desde la perspectiva del hogar como refugio de lo insano y lo temible. Lo hórrido en esta ocasión no se trata de un elemento sobrenatural sino algo más temible e indescifrable, que avanza a través de la percepción del miedo como un reflejo de los tortuosos horrores que habitan en la mente del hombre. “La Mansión de los Horrores” (William Castle, 1959) hace otro tanto, pero también innova en el concepto de la casa — trampa, creando la última subversión del espacio privado como amenaza directa. A pesar que el elemento sobrenatural se encuentra presente — y tanto como para ser una amenaza insistente dentro de la trama — la percepción de los lugares como tétricos enemigos inanimados elabora un concepto sobre el mal — y el horror sugerido — que sorprende por su eficacia. El terror como un habitante más de un lóbrego baile de horrores.

Más allá del silencio: todos los rostros de lo desconocido.
En una ocasión, un periodista le preguntó a Shirley Jackson si creía que las casas embrujadas eran reales. Para entonces, ya había sido publicada su célebre “The Haunting of Hill House” y de pronto, el género de las construcciones malditas volvía a estar en todo su apogeo. La escritora se tomó su tiempo antes de responder: “mientras exista el mal, habrá un lugar que pueda mostrarlo, simbolizarlo, reflejarlo” respondió a su manera críptica e incluso tenebrosa. Cuando el periodista insistió en una respuesta más clara, la escritora se limitó a sonreír. “Pregúnteselo esta noche, al dormir. En la oscuridad”. Muchos años después, el periodista admitiría que por semanas, había tenido sueños inquietos y la persistente sensación que algo le vigilaba desde la oscuridad. “Como una pequeña maldición” añadió.
¿Qué es un fantasma? Quizás no haya una sola manera de definir un fenómeno semejante, pero sí, de analizar los terrores que invoca en nuestra mente. Una manera de mirar la oscuridad, de asumir la existencia de lo desconocido. De la frontera misma entre lo que consideramos real y el abismo de la imaginación.

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