lunes, 5 de enero de 2015

De los terrores anónimos y ventanas cerradas. Como sobrevivo a diario a mi trastorno de pánico.






Hace unos días y a propósito de año nuevo, escribí el siguiente comentario en mi cuenta Twitter: “Asumir que sufro de un trastorno de pánico fue una de mis grandes decisiones. Me hizo más responsable por mi salud”. De inmediato, uno de mis amigos me escribió un mensaje privado escandalizado por lo que llamó “innecesaria confesión pública”. Poco después, me telefoneó, aún preocupado por el tema.

— Admitir públicamente que sufres de un trastorno de ese estilo, te somete a la critica pública — me dijo — Juzgaran cada cosa que hagas o que digas desde esa perspectiva.
— Que lo hagan. Pero la realidad es que sufro del trastorno.
— No veo la necesidad que nadie lo sepa.
— Ni yo de esconderlo. No se trata de un secreto vergonzoso.

Durante el último año, mi trastorno del pánico empeoró. Debido a la crítica situación de mi país y sobre todo, a una serie de circunstancias personales — un asalto a mano armada, el hecho que llevo a cabo varios proyectos personales en paralelo y bajo mucha presión — el padecimiento pareció llegar a niveles preocupantes y en alguna que otra ocasión, directamente insoportable. Por último, y luego de meses de intentar sobrellevarlo, decidí recurrir de nuevo a la ayuda médica especializada y sobre todo, asumir el hecho que sufro de un problema psiquiátrico que debo manejar y sobre todo, admitir como parte de mi vida. Una decisión que no ha sido sencilla — sobre todo si creíste no necesitarla — y que me ha demostrado que la percepción sobre la salud mental suele ser abstracta y cuando menos, confusa.

Sufro de trastorno de pánico desde la adolescencia, pero muy pocas veces me atreví a admitirlo en voz alta. Me avergonzaba la sensación de perdida de control que me producía ese miedo irracional e incomprensible que me abrumaba sin que nada pareciera provocarlo en realidad. En las primeras ocasiones que sufrí una crisis, me aterrorizó la idea de que alguien pudiera descubrirlo, que pudieran saber que no literalmente no podía controlarme. Acurrucada, temblando de miedo y algo más brumoso, me pregunté más de una vez como alguien podía entender esa sensación, esa ausencia de límite y frontera con lo racional. Después de todo, ni yo misma podía explicármelo. Una especie de paisaje fragmentado de mi propia mente.

Me llevó un considerable esfuerzo de voluntad y sobre todo, de disciplina recurrir a ayuda psiquiátrica. Nadie quiere admitir que la necesita y mucho menos, aceptar que sufres de un tipo de padecimiento que te resulta no sólo desconocido sino también incontrolable. Tenía diecisiete años cuando decidí hacerlo. Durante casi cinco, había sufrido el trastorno sin atreverme a decírselo a nadie, aislada y confusa por un tipo de reacción física y mental que jamás pude llegar a comprender del todo. Me acostumbré a ocultar el miedo, la angustia, la extraña sensación de encontrarme aplastada por mis propias emociones lo mejor que podía. Dejé de frecuentar amistades e incluso, salir de mi casa, por el temor que producía el mero pensamiento de sufrir una crisis en público, de tener que explicar ese momento de pánico sin nombre que me atacaba casi espontáneamente. Fue complicado para una adolescente, que enfrentaba el mundo adulto por primera vez en el Campus Universitario, construir su vida alrededor de limitaciones, temores, restricciones de movimiento. Siempre estaba preocupada por lo que podía ocurrir, por que alguno de mis compañeros de clase descubrieran “que estaba loca”. Y es que para entonces, la palabra parecía resumir esa paraje sin nombre, a fragmentos y desconcertante del pánico. La asfixia inmediata, el mundo haciéndose un lugar irrespirable y doloroso. Esa oscuridad aparente y frágil que parecía rodearme sin que pudiera evitarlo o supiera cómo hacerlo. Así que, fue una decisión que tome por miedo antes que por cualquier otro motivo. Un miedo casi infantil a ese mundo más allá de mi misma.

Mi primer psiquiatra tuvo paciencia. Era joven, con una mente ágil y cínica, pero también un hombre muy bondadoso que me enseñó a comprender mi mente como una serie de piezas disimiles en busca de cierto equilibrio. Acepto mi ausencias, esa arrogancia juvenil de creer que no necesitaba realmente estar allí, sentada en la silla frente a él, sosteniendo largas conversaciones que siempre juzgué insustanciales. Progresivamente, aprendí que cualquier tratamiento psiquiátrico se basa en la confianza y por último, comprendí el valor de esa tenacidad de continuar a pesar del desánimo, de las excusas personales. De intentar reconstruir mi propia historia para hacerla más soportable.

— El trastorno del pánico puede ser una puerta cerrada o una forma de comprender, que debes recorrer un camino privado para llegar a ciertas conclusiones sobre ti misma — me dijo en una oportunidad. Me reí en voz alta, sin disimular mi incredulidad.
— Esto no es más que algo terrible que me ataca cuando menos lo espero. No veo nada de aprendizaje en un ataque de pánico. No sé como usted sí.

No me encontraba en uno de mis mejores días. Había sufrido un ataque de pánico muy violento justo antes de un examen universitario. No había podido esconderme y varios de mis compañeros de clase, me habían encontrado en un rincón de un salón vacío, temblando aterrorizada, incapaz de explicarles el origen de mi miedo, sin poder disimular mi vulnerabilidad. Avergonzada y abrumada, había intentado explicarle se trataba de un padecimiento psiquiátrico fruto del estrés. Todo me escucharon con cierta impaciencia y hubo quien me dejó muy claro que “no necesitaba saber” que ocurría en realidad. Poco después, el pequeño grupo se mantuvo distante e incómodo. No supe bien como reaccionar a eso.

— Tu mente tiene una percepción particular sobre el mundo que necesitas comprender. Pierdes el control porque no logras manejar el estrés o la manera en como reacciona a situaciones que suponen te desbordan. Pero puedes hacerlo. Puedes no sólo enfrentarte a esa reacción comprendiéndola, sino además, aprendiendo sobre ti misma a través de ella.

Pura poesía, pensé, resentida y furiosa. Y es que no había manera de minimizar o idealizar lo que para mi representaba un trastorno semejante, el hecho de temer constantemente encontrarme expuesta a un tipo de situación que me sumía en una violenta sensación de fractura, como si mi racionalidad apenas pudiera sostenerse, fragmentada en todas direcciones a partir de un punto muerto y estático.

Pero resultó que mi psiquiatra tenía razón. Al menos, en parte, desde luego. A pesar de mi desconfianza, dudas y titubeos, continué asistiendo a la terapia, analizando mi manera de interpretar el mundo y las sutilezas de mi mente para encontrar un punto de paz en medio de la tormenta. Lo hice no obstante que continué sufriendo las crisis con tanta frecuencia que creí que me encontraba al borde de la locura, a pesar de que se hicieron tan invalidantes que prácticamente me sumí en una reclusión voluntaria para evitar tener que padecer la censura y la mirada reprobadora ajena. Y es que no es tan sencillo y mucho menos natural, enfrentarte no sólo a lo que sufres sino también, al mundo cotidiano. Incluir el trastorno como parte de tu día a día, de las posibilidades de lo que puedes vivir. Una pieza mal encajada en tu mecanismo personal. No lo es, además, porque la salud mental es en mi país — y supongo que en buena parte de los países de latinoamerica — un tabú con el cual debe lidiarse. Y en mi caso, además, como encajar toda esa turbulencia en la manera como construyo mi lenguaje artístico e incluso, mi desempeño profesional.

Continué esforzándome. Me dediqué a las pequeñas rutinas saludables que mi psiquiatra insistió debía seguir, acepté que debía tomar medicación, a pesar de mi reticencia sobre el tema. Aprendí el valor de respirar, esa extraordinaria sensación de liberación cuando logras tomar una bocanada de aire fresco y convertirla en un pensamiento racional. Me obligué a abandonar los limites cómodos y seguros que me había construido en un intento torpe por protegerme. Insistí en mirarme una u otra vez como una mujer capaz, que podía enfrentarme al trastorno por un esfuerzo de voluntad. Con una lentitud que mi impaciencia natural jamás comprendió muy bien, logré rebasar esa línea del terror puro hacia una idea mucho más compleja sobre lo que sufría. Poco a poco, descubrí que podía no sólo enfrentarme a los síntomas sino además, comprenderlos como reacciones de mi mente, como parte de un entramado de ideas profundamente personales, más allá de un enemigo a vencer.

— ¿Ya estoy curada entonces? — le pregunté a mi psiquiatra cuando me informo que comenzaríamos a disminuir la frecuencia de mis visitas al consultorio. Me hizo uno de sus guiños maliciosos
— Tienes las armas para enfrentarte a lo que ocurra de ahora en adelante, en realidad. Ya veremos que ocurre.

Tenía razón, claro está. Con el transcurrir del tiempo, me mantuve en un precario equilibrio. Tuve momentos donde el trastorno me parecía algo muy lejano y poco importante, un mal recuerdo que intentaba no mirar. En otras ocasiones, volvía a padecerlo tan agudo como en los primeros años de mi adolescencia. Entre ambos extremos, intenté encontrar una manera de sobrevivir (me), de enfrentarme lo mejor que podía a esas grietas en mi salud mental que solían dejarme abrumada y sin fuerzas. En varias ocasiones, sobre todo en momento de especial estrés y tensión, me pregunté si debía volver a la terapia, si regresar al sillón del Psiquiatra y admitir que de nuevo, había perdido el control. Si recurrir a esa voz paciente y sobre todo, a esa sensación de encontrarme protegida de mi misma, era la respuesta para recuperar cierta estabilidad. No lo hice. Nunca supe si fue un error. En ocasiones supongo que sí.

Hace unos cuantos meses, fui victima de la violencia. Me encontraba como pasajera en una unidad de transporte público de mi país, cuando dos hombres asaltaron el vehículo. Uno de ellos me apuntó directamente a la cara y el otro, aseguró que “secuestraría a todas las mujeres” con una sonrisa lasciva. No recuerdo haber tenido tanto miedo jamás. Aterrorizada, mientras el vehículo avanzaba a toda velocidad por el tráfico confuso, comprendí que era probable muriera. Y ese pensamiento, esa resignación pastosa y abrumadora, me destrozó. Me hirió como muy pocas veces lo han hecho en mi vida.

Me refugié en una calma plomiza tan frágil que no tardó en agrietarse. Al principio, se trató de un mero sobresalto. Recordaba el incidente y sufría de una inmediata reacción física. Me faltaba el aliento, los pulmones se me contraían en una especie de acto reflejo que ni siquiera las largas y pausadas bocanadas de aire que había aprendido a utilizar como una forma de tranquilizarme, podían calmar. Luego, comenzaron las pesadillas. Escenas sueltas de lo que había vivido, después detalladas imágenes sobre lo que podría haber ocurrido. La primera vez que sufrí una crisis de pánico a toda regla, no me sorprendí. Sólo sentí una profunda tristeza, una sensación de encontrarme atrapada otra vez en un ciclo insoportable, hiriente y aplastante.

Empeoré muy rápidamente. Comencé a sufrir crisis a diario, tan fuertes e incontrolables como cuando era muy jovencita. Al principio, intenté restarle importancia a lo que ocurría. Me obligué a continuar con mi ritmo de trabajo, incluso a salir a la calle cuando literalmente el pánico me paralizaba cada vez que pensaba en hacerlo. Recurrí a mis antiguas rutinas, desempolvé consejos médicos. Pero en esta ocasión, el trastorno parecía tener vida propia, una furiosa potencia que no podía controlar, aunque lo intentara. Fue como retroceder en el tiempo, a esa etapa brumosa y confusa que tanto esfuerzo me había llevado superar.

Por razones que ni yo misma comprendo bien, me negué a buscar ayuda psiquiátrica de inmediato. De hecho, en más de una ocasión me convencí que se trataba de una reacción lógica a lo que había sufrido y que por tanto, no necesitaba ningún tipo de atención especial. Pero por supuesto que la necesitaba: los síntomas empeoraron tan rápidamente que un mes después del asalto, me encontré recluída en mi casa, incapaz de llevar a cabo la menor de mis rutinas habituales. El trastorno de pánico es un padecimiento implacable, un ciclo interminable que puede convertirse en algo directamente devastador sino tomas las precauciones necesarias. No las tomé — o al menos, no cuando debí hacerlo — y finalmente me encontré sumida en una especie de depresión agonizante de la que no sabía muy bien como salir.

Y es que el trastorno del pánico es un padecimiento que te aísla, en la medida que asumes nadie podrá entender esa mínima grieta de tu cordura, que todos quienes te rodean lo juzgarán quizás superficialmente, que generalizarán ese pánico sin nombre como locura o algo peor. Así que te aterrorizas, cierras puertas, te niegas a responder preguntas, te enfrentas a cualquier mano extendida que crees no podrá comprender ese peso casi insoportable de perder el control sobre tu mente. Porque a final de cuentas, de eso se trata: de una pérdida insistente y cada vez más abrasiva de la tranquilidad, la estabilidad emocional e incluso tu entorno social. Una erosión rápida y sistemática de los elementos que consideras más valiosos en tu personalidad.

Finalmente, comencé a asistir al psiquiatra. Lo hice, luego de una larga y durísima conversación con una de mis amigas más queridas, cuya hija también sufre del trastorno. No sólo me dejó claro que no podría manejarlo a solas, sino que necesitaba recorrer el camino hacia la estabilidad mental de una manera adulta. Pensé en sus palabras, sentada en la oscuridad de mi habitación, intentando fotografiarme en medio de una crisis, crear un documento visual a partir del dolor. No lo logré. Me pregunté si se debió a que había perdido la capacidad para analizar mis propios espacios inconclusos. Tal vez era así.



El nuevo psiquiatra resultó ser un enigma. Un nuevo rostro, que me escuchó con impenetrable paciencia. No se trataba de mi amable doctor de adolescencia, sino de un anciano firme y enérgico que de inmediato me dejó claro que para enfrentarme a un viejo enemigo, necesitaba nuevas armas. Desconcertada, no supe a que se refería.

— En primer lugar, debes romper el aislamiento — me recomendó con su voz atronadora — nada te servirá si vives aterrorizada y tratando de crear distancia.
— Nadie lo va a entender.
— ¿Por qué lo tengo que decir entonces?
— Lo dirás para que deje de ser tu secreto vergonzoso y se convierta en tu necesidad de admitir todos las piezas que arman tu mecanismo.

Dudé por días sobre obedecerlo. Seguí la terapia, tomé las medicinas con todo el orden y cordura que pude. Pero continué aislada, asegurándome de conservar una prudencial distancia de mis amigos, parientes y conocidos. Cuando volví por quinta vez a la consulta, mi psiquiatra se irritó por no haberle obedecido.

— No me imagino diciéndole a nadie que me ocurre — me disculpé como pude. Me dedicó un gesto impaciente.
— ¿Por qué no?
— Porque admitiría que…no lo sé.
— ¿Que estás “loca”? — me dijo con un ligero retitin. No pude evitar reír.
— No lo sé, me preocupa crean que no soy confiable en mi trabajo o incluso en la vida cotidiana.
— Quien crea eso, no debería llamarse tu amigo. Y necesitas pisar en terreno firme. Deja de temer.

Dejar de temer, me repetí decenas de veces ese día, mientras volvía a casa, con el corazón latiendo muy rápido. Más sencillo decirlo que hacerlo, me excuse. Finalmente me abrumó la idea que el padecimiento me estaba también aislando no sólo de manera física sino también emocional. De manera que decidí arriesgarme. O al menos intentarlo.

A la primera persona que se lo dije fue a mi amigo M. Le hablé sobre cual era exactamente el motivo de mis bruscos cambios de humor, mi falta de entusiasmo para participar en reuniones sociales, incluso mi distancia emocional. Le expliqué lo mejor que supe el por qué de mis erráticos cambios de ánimo y por último, mi virtual agorafobia. Me escuchó en silencio. Parpadeó. Temí me ocurriera como en la Universidad. La incomodidad, las pequeñas burlas.

— Pero puedes curarte o mejorar ¿Verdad? — me preguntó a continuación.
— Lo estoy intentando.
— Entonces veamos que se puede hacer. Relajate y trata de sobrellevarlo. Te ayudo como pueda.

Sonrío. No parecía escandalizado ni asustado. De hecho parecía comprender lo que me ocurría, aunque yo no podía sabía como podía hacerlo. Pero fue infinitamente reconfortante la sonrisa, la palabra de apoyo y sobre todo, esa mirada franca y cálida. Me sentí de pronto un poco menos herida, mucho más fuerte de lo que había imaginado podía estar.

No siempre fue tan sencillo. Una de mis tías lloró y me preguntó si terminaría en un psiquiátrico. Una de mis amigas me insistió en que no necesitaba medicinas y que todo se trataba de “mi malcriadez”. Pero a pesar de eso, la experiencia me fortaleció, me consoló, me hizo mucho más consciente que necesito a quienes quiero para caminar con firmeza sobre un terreno tan frágil como lo es sobrellevar un trastorno de pánico.

Aún tengo mis días complicados. Unos muy duros. Continuó alejándome de mis amigos y de quienes aprecio de vez en cuando. Me resisto a explicar como me siento. Pero ya no ocurre con tanta frecuencia. Y es que en el trayecto a sanar mi cuerpo y mi espíritu por completo será probablemente una larga etapa que me llevará energías y dedicación atravesar. Pero lo haré sin duda. Y mucho mejor si lo hago en buena compañía.

C’est la vie.

Para N. por la mano extendida. Siempre.

3 comentarios:

pantarhei dijo...

Hola, me siento algo identificada, sufro depresion y es algo un poco mas sutil que tu ataque de panico por lo que pude leer... Aun asi es super dificil contarlo a las personas que uno tiene alrededor, como dices, es por el miedo a como van a reaccionar. En mi caso particular mi familia es cerrada y no se habla del tema, es algo incomodo, excepto con mi hermana que por ser psicologo me trata sin ese tabú. Y bueno, aun no he intentado contarlo a demasiados amigos...

Malice dijo...

Me siento muy identificada con esto. Sufro de ansiedad y depresión, y la mayoría de la gente que conozco se opone a los antidepresivos por "cambiar tu personalidad", o dicen que "solo tengo que ver las cosas con otra luz".

Nunca te comento pero tu blog es mi blog favorito. Gracias por escribir.

Diana Zapata dijo...

Aglaia, debe ser horrible tener ese tipo de ataques y solo puedo decirte que no decaigas, pueda que muchos no comprendan lo que te ocurre o por qué te alejas de vez en cuando, pero como dices, has tomado una solución adulta al respecto, lo cual demuestra tu fortaleza como mujer y paciente, sigue las indicaciones de tu médico y no dejes de tomar esas bocanadas de aire fresco cuando la ansiedad comience a resurgir. Que este 2015 te traiga infinitos instantes de sosiego y pequeños grandes motivos cotidianos para sonreír. Si en algún momento quieres/puedes, dame algún correo allá donde pueda enviarte un libro que desees, acá hay variedad todavía (pese a la situación socio económica de mi país) así que tú solo dime, ¡Un abrazo a la distancia desde mi caótico Ecuador! y gracias por inspirarme a escribir en mi blog de nuevo, no recordaba cuanto lo amaba.

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