lunes, 19 de enero de 2015

Mapa de ruta en medio del caos: La crisis de la Venezuela anónima.




Hace poco, un amigo intentó tomar una fotografía a una de las largas filas de clientes en las puertas de un Supermercado, cuando un empleado se acercó y le amenazó directamente. “Te vamos a llevar preso por sapo” le gritó y le recordó que “preso por protesta no sale a la calle”. Aún así, mi amigo insistió y tomó la fotografía. Luego, tomó varias más. Lo hizo por las razones sencillas que la mayoría de los venezolanos intentan documentar lo que ocurre en las calles del país luego que la situación de escasez comercial bordeara una situación crítica. Una especie de memoria histórica básica que intenta recopilar lo que ocurre quizás para un futuro incierto, para un documento personal sobre lo que ocurre en un país en emergencia. Varios de los clientes que aguardaban por entrar al establecimiento comercial le apoyaron, mientras otros se mostraron más cautos e intentaron ignorar la escena. Para la mayoría, tomar una fotografía, era una “provocación”, aunque nadie sabía muy bien contra quien o a quien podía provocar un gesto tan sencillo. Mi amigo insistió en tomar las imágenes, a pesar de las voces de protesta: captó algunas de los clientes que hacian con cierta paciencia resignada la fila, el tumulto que llenaba las puertas del local aún cerrado. Entonces guardó, mirando al empleado que continuaba enfurecido y lanzando amenazas a gritos.

— ¿Por qué te molesta que tome una foto a un hecho que todo el mundo sabe es real y ha sufrido? — preguntó. El empleado no le contestó. Señaló al grupo de funcionarios uniformados de la Guardia Nacional Bolivariana a unos cuantos metros y sonrío. E

— ¿Tu estás viendo? No te salvas.

Mi amigo me cuenta que lo que sucedió a continuación fue un momento confuso y preocupante: El empleado se acercó al grupo de uniformados y le solicitó apoyo para “una situación de desorden”. De inmediato, uno de los funcionarios se acercó y le ordenó entregarle el smartphone por “violar la ley”. Así, en general. Y es que al parecer, el delito de fotografiar la cola es lo suficientemente peligroso no sólo para despertar desconfianza, sino para convertirse en un crimen por mera necesidad. Todos somos culpables. Mi amigo se negó a entregar el teléfono. Se atrevió a pedir explicaciones de por qué debía entregar un objeto de su propiedad por razones poco claras. El militar se encolerizó.

— Me va a dar el teléfono porque a mi me da la gana — dijo. Otro agente se acercó y tomó a mi amigo del brazo, retorciendole la muñeca e intentado que soltara el celular que continuaba sosteniendo. Nadie se acercó ni intervino. De hecho, la gran mayoría de los testigos de la escena se apresuraron a ocultarse o a mirar hacia otro lado. El empleado continuaba acusando a mi amigo de fomentar “el odio” y de “crear cizaña” con sus fotos. Mi amigo intentó defenderse, pero recibió un manotón en pleno rostro. “Estás advertido, te me callas” le amenazó el uniformado. Finalmente, un tercer funcionario le arrebató el teléfono a mi amigo de entre las manos.

— Decomisado — le informó. Cuando mi amigo intentó protestar, el agente levantó el arma y le apuntó directamente al rostro. Varios clientes del establecimiento se apresuraron a ocultarse como pudieron en los alrededores del edificio e incluso el empleado que le había denunciado, corrió al interior del local. Mi amigo tuvo la certeza que el hombre podría dispararle y nadie intervendría. Otra de las tantas víctimas anónimas de la Venezuela violenta. Por primera vez comprendió que frente a la boquilla del arma, no tenía otra opción que obedecer.

Mi amigo estuvo detenido por seis horas. No recibió acusación alguna pero fue amenazado en numerosas ocasiones con que podría “convertirse en el nuevo preso por pendejo”. Esposado en un vehículo oficial, aguardó hasta que el grupo de funcionarios decidía que hacer. Recibió amenazas, empujones e insultos. No le permitieron comunicarse con su familia y mucho menos, pedir ayuda legal. Uno de los funcionarios le recordó que “podía desaparecer y nadie sabría que pasó con él”.

Finalmente, fue liberado. Uno de los funcionarios lo sacó a empujones del vehículo y lo arrojó al suelo. Volvió a apuntarle con el arma.

— Te me vas, no te quiero ver aquí ni por ningún otro lado.

Mi amigo me cuenta la historia aún aterrorizado, a pesar que han transcurrido casi cinco días desde que todo ocurrió. Me explica que no sólo está convencido que pudo ser detenido y confinado a una celda por el delito de “tomar fotografías”. Incluso recibir un disparo. Que “salió bien parado” por el hecho de haber podido “escapar” de la situación. Y es que a pesar de saber que no había cometido crimen alguno, que no había quebrantado la ley, comprendió que se encontraba en ese terreno brumoso y confuso de la ilegalidad en Venezuela. En ese espacio donde la impunidad sustituye a la noción sobre los derechos y deberes ciudadanos. Expuesto a la violencia discreta de la decisión de un funcionario que sabe puede empuñar la ley como un arma ideológica.

— Lo peor es la humillación, el miedo y tener la seguridad que podrías ir preso o algo peor porque un funcionario lo decidió así — me explica. Levanta las muñecas: aún tiene moretones de las esposas que llevó durante horas — estoy seguro que nadie hubiese metido la mano por mi o mucho menos, habría intentado ayudar. Todo el mundo miró a otra parte.

La historia de mi amigo no apareció en los periódicos. Ni tampoco la conoce nadie más que su familia y un grupo reducido de amigos. Es una de las tantas escenas anónimas de un país sometido a la represión extrajudicial, en víctima de un Estado represor que utiliza las herramientas legales para censurar y atacar al ciudadano común. Un tipo de fenómeno social que convierte la opinión en un crimen real. Para mi amigo, algo es obvio: La ley dejó de encontrarse al servicio del ciudadano, y ahora es parte de una peligrosa percepción del Estado al servicio de la ideología del gobierno de turno. Un espacio en blanco, en donde la comprensión de la ley parece construirse a partir de lo que la política gubernamental necesita imponer a diario.

— ¿Cuantas personas no sufrirán situaciones semejantes a diario? — me dice, en voz baja, como si temiera pudiera ser escuchado — ¿Cuanta gente habrá…?

No completa la frase, pero aterroriza la insinuación. Venezuela convertida en un enorme silencio legal. Inabarcable. Roto.



Alicia es diabética. Más de una vez me ha dicho que su padecimiento es parte “de esa geografía inevitable del cuerpo” y siempre me ha sorprendido que se tome el asunto con tanta tranquilidad. Pero para ella, su condición médica es sólo eso, un elemento más de lo que considera su vida cotidiana, el todos los días inevitables. Sin embargo, desde hace seis meses, la diabetes ha dejado de ser una incidencia en su vida, una anecdota intima, para transformarse en un temor, en una batalla discreta que lucha a diario y en la que casi nunca triunfa.

Nos encontramos en una de las largas filas frente a una farmacia de la ciudad. Hace poco, la cadena de insumos médicos tomó la decisión de imponer controles sobre las compras que puede realizar un cliente, para según sus palabras “asegurar el inventario” disponible. Ahora, para adquirir cualquier medicamento, se debe presentar la cédula de identidad y sólo se venderá un determinado número de productos por mes. Para Alicia, el método de control supone una vuelta de tuerca a su rutina, un nuevo temor al que enfrentarse. Porque aunque la restricción aún no le afecta directamente, si comienza a temer pueda hacerlo. En meses, incluso en semanas. Probablemente incluso antes de lo que teme. Una visión restringida y sobre todo, impersonal de lo que supone debe ser el expendio de medicinas. Y eso que — como me comenta — ella “aún se sostiene, aún aguanta” pero no sabe “que ocurrirá después”.

Y es que ya no se trata sólo de la escasez, de la crisis de abastecimiento de los insumos, sino de esa noción de “culpa” que ahora se le adjudica y se le acusa al ciudadano. La “culpa” de ocasionar la escasez a pesar de no tener ningún control sobre las ventas, de sufrir las restricciones comerciales sin posibilidad de evitarlas, de asumir que la crisis sanitaria que atraviesa el país no sólo no le incluye como víctima y principal afectado, sino que le discrimina en un sistema que no parece asumir el riesgo que supone una restricción en la venta de medicamentos. Porque más allá de cualquier razón económica, de cualquier disculpa legal, incluso de cualquier método comercial, la realidad es sencilla: una medicina es una necesidad inmediata, para mucha gente como Alicia, es parte de su perspectiva sobre el mundo, su forma de supervivencia.

— Cuando vienes a una farmacia y te tratan como si te trataras de un ladrón, te das cuenta que en este país, las cosas están realmente mal — me dice en voz baja. Avanzamos un par de pasos. Un hombre a unos metros por delante de nosotros, se queja en voz alta de la lentitud. Una anciana más allá, reclama que “necesita sus pastillas”. Nadie responde, el ambiente se hace cargado, irrespirable.

Alicia me cuenta que la crisis de las medicinas te afecta en todos los sentidos, incluso en los que no pensaste podría hacerlo. En ser consciente que tu salud depende del número de cajas que dispones del medicamento indispensable. De la sensación inquietante, que tu bienestar forma parte de un inventario cada vez más escaso, de la mirada indiferente de una estructura de ventas que sólo te asume como una estadística, como un número que redondear. “Eso cambia tu perspectiva sobre las cosas” me dice. “Te hace pequeño y vulnerable. Pero nadie entiende eso”.

Hace unos meses, el medicamento que necesita a diario, dejó de venderse en las principales farmacias del país. Ahora puede conseguirla gracias a donaciones, un recorrido metódico por hospitales y clínicas, también a visitar las red de de farmacias del país y asegurarse de comprar las suficientes para continuar sobrellevando la situación. Pero no siempre es tan sencillo: la salud para Alicia, se encuentra a la distancia de las cajas de medicamento que dispone. Una cifra fría, exacta, que parece delimitar una idea muy privada sobre su vida que jamás creyó pudiera convertirse en una estadística. Pero lo es. Y no sólo lo es para sí misma, sino para la percepción que se tiene sobre la salud en la Venezuela socialista.

— Decirte cuantas medicinas puedes comprar para “asegurar inventario” es indicarte hasta cuando puedes aspirar a la salud, hasta cuando puedes disfrutar de estar bien y sano. Hasta cuando puedes pensarte en ti mismo como funcional — comenta Alicia. La cola avanza un poco más. Alguien grita desde una de las puertas que no hay existencia de pañales ni toallas húmedas. Un hombre de rostro cansado se lamenta en voz alta, insulta al enemigo invisible de la escasez con los brazos en altos. Varias voces en murmullos le apoyan — pero no, lo ideal es “Mantener el inventario”. Lo ideal es “sobrevivir”. ¿Y nosotros? ¿Que también debemos hacerlo? ¿Y nosotros, que también debemos sobrellevar la situación?

La cola se hace más corta después de la anuncio de los productos que ya no se venderán. Adelantamos unos cuantos metros, Alicia sacude la cabeza cuando cruzamos la puerta acristalada donde la lista productos en existencia y cuantos puedes comprar, es muy visible. Una advertencia de lo que ocurre. Un recordatorio de la Venezuela a fragmentos, en escombros.

— Nadie piensa en el rostro detrás de la medicina, del padre que necesita el pañal. Lo importante es tener que vender. No hay una política que se solidarice, sino que castiga. ¿Lo ves? Somos un país donde incluso reclamar un derecho te hace “apátrida”, “poco comprensivo” — dice Alicia, mientras caminamos entre los anaqueles semivacios. Toma unas cuantas cajas de acetaminofen, un jarabe para la tos para su madre, algunas vitaminas. No hay mucha variedad de donde escoger. Sacude la cabeza — aquí el tema es que las empresas no terminan de entender que esto no es un gusto, no una necesidad y que lo que es para ellos “cuidar el inventario” para nosotros es morir un poco.

Aguardamos en otra cola para cancelar las pocas colas que pudimos realizar, un tumulto de rostros preocupados, cansados, tensos. Alicia suspira, sacude la cabeza, abrumada quizás.

— Odio que me llamen víctima, siempre lo odié — me confiesa — pero ahora siento que lo soy. O aun peor, sólo un rehén.

Pienso en esas palabras mientras transito por una Caracas desolada. La imagen de las colas se repite una y otra vez. Los rostros fatigados, los funcionarios armados que vigilan, la tensión que se percibe en todas partes, como un elemento más en medio de un paisaje resquebrajado, muy cerca de algo impensable, peligroso y latente. La violencia que parece subsistir al borde mismo de ese país borroso, de esa normalidad frágil a la que intentamos sobrevivir.

Somos rehenes, me digo de nuevo, abrumada, desconcertada. Un país que es una frontera, un gentilicio que aplasta. El país de las pequeñas escenas perdidas.

C’est la vie.

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