jueves, 1 de enero de 2015

El despertar de un día cualquiera.




Cada primero de enero, despierto antes que cualquiera, si acaso llegué a dormir. Es un reflejo, quizás una costumbre que aprendí aunque no pueda decir donde. Pero despierto, mientras el primer rayo de sol comienza a iluminar el cielo, con ese olor definido de la primera hora del día. Y cada año, me envuelvo en una vieja bata de paño y subo a la terraza del edificio donde vivo, para contemplar el primer amanecer del año nuevo.

Lo hago desde muy niña. Recuerdo que en una ocasión, me quedé de pie en la oscuridad de esa enorme terraza sin forma, mirando la ciudad entre las bruma de la polvora de los fuegos artificiales y pequeños resplandores de luz, sonriendo. La sensación de pertenecer a esa paisaje extraordinario e intimo, de reconocerlo como parte de mi historia me abrumó. Por supuesto, con diez años era muy pequeña para comprender de esa manera la sensación casi dolorosa de asombro, de contemplar los edificios en la semi penumbra y asumir que Caracas, a medio construir, medio derrumbada en sus pequeñas batallas habituales, era mía. Pero lo supe, en la forma como se saben los pequeños secretos en los sueños, con esa noción misteriosa que el conocimiento forma parte de la superficie de tu piel y también, de las diminutas lecciones diarias. Recuerdo que me senté en el suelo de cemento y me envolví en mi cobija favorita, para contemplar ese despertar en luz de un nuevo año, para regocijarme por poder disfrutarlo y de alguna forma enigmática, comprenderlo. Una idea confusa que no pude comprender muy bien.

Lo hago cada año. Y es un ritual cada vez más elaborado. Comencé a llevar algunos de mis libros favoritos, para que me acompañaran en esta pequeña celebración. Después, algunas de mis fotografías más preciadas, para levantarlas al primer rayo de sol, para sacudirlas a la luz y construir una idea perdurable de ese momento. Llevo también mi cámara, mi iPod con mi música favorita. Incluso mi jarra favorita de café. Al final, recibir el nuevo año con el amanecer, se transformó en una costumbre personal, en un elaborado hábito, de esos que creamos sin saber muy bien donde provienen, pero que agradezco tener. Y es que este despertar. Esta visión del tiempo que comienza, de la idea de mirar el mundo más allá de quienes somos, me desborda, me reconstruye, me llena de esperanza. Porque somos todo lo que deseamos, lo que aspiramos a ser. Lo que miramos desde la distancia. Un pequeño prodigio a medio construir. Una idea tan espléndida que no termina de completarse nunca y a pesar de eso, posee un enorme y profundo valor en su significado.

De pie, en la madrugada recién nacida, miro la noche. Esa noche caraqueña entre gris y añil. Celebré con timidez, en un año de sinsabores. Levanto la copa recordando los temores y dolores, sin saber que desear para el nuevo año que está a punto de despertar. Y tengo miedo. Lo tengo porque todo comienzo es complicado, doloroso. Un riesgo apenas calculado. Tengo miedo por las pequeñas perdidas, por los fragmentos de historia que aún sostengo entre las manos, tan afilados que en mi imaginación pueden herirme, dejarme a carne viva, con las palmas abiertas de puro desconcierto. Tengo miedo de la incertidumbre, de ese primer paso necesario hacia el futuro que deseo construir. Tengo miedo de esa noción de transformación, de la visión que se construye con esfuerzo, a fragmentos, aún sin nombre, anónima. Un miedo real, un hilo carmesí que me recorre la espalda, que me produce escalofríos. Y aún así, también hay esperanza. ¿Como podría no haberla? Del matiz de las aspiraciones, de la necesidad de creer y construir. De mirarme más allá de mis límites, de asumir el poder que me brinda esa confianza infantil y en ocasiones ciega, en mi propia capacidad de crear. ¿No fue esa la mayor lección que recibí en el año que terminó? ¿No fue esa la inmediata noción de lo que aspiro obtener en el que comienza?

Suspiro, los brazos abiertos. Escucho el sonido del viento al soplar, un viento helado, anónimo. Un viento de promesas, que me consuela con delicadeza, que me recuerda que a pesar de todo, siempre habrá este momento de absoluto silencio, de la primera franja de luz delineando la montaña, palpitando en el cielo. Una linea radiante, purisima. El color naciendo también, al borde de la montaña. El viento palpitando en luz. Abro los brazos, suspiro. Este es un buen momento para aspirar al poder de mi espíritu, para soñar con todo lo que espera por mí. Para recordar que a pesar de todo, siempre habrá un buen motivo para continuar.

Con toda probabilidad, recordaré el 2014 como el año donde me cuestioné prácticamente todo lo que daba por evidente, seguro y absoluto. Y quizás por eso, agradezco haberlo vivido. Con la intensidad que lo viví, con todas las lecciones que recibí, las duras, las dolorosas, las extraordinarias, las inolvidables. Este fue el año donde lloré de miedo más de una vez, donde reí a carcajadas, encorvada y sin aliento. Este fue el año donde renací tantas veces que comprendí en eso consiste la vida: en destruir para crear y quizás, crear para elevarte por encima de tus dudas y sinsabores. Fue el año de aprender a escuchar, de hablar en voz alta, de atreverme a decir sin tapujos lo que pienso. Fue el año de decir “No”, tantas veces como dije sí. Fue el año de atreverme, de cometer decenas de maravillosas imprudencias, de vencer mi natural torpeza social para crear algo más profundo y puro sobre mi misma.

Uno de mis profesores Universitarios solía decir que el primer día del año es el único día inocente. Era un gran cínico, este hombre gruñón y obsesionados con los Romances medievales. En más de una ocasión, me aseguró que “esa convención social de hacer ciclico el tiempo” no era otra cosa que un rasgo infantil del espíritu humano. Una idea que no encaja en ningún lugar de nuestra historia, que debería carecer de toda importancia.

— ¿No lo ves? el ser humano se siente seguro al reglar, delimitar y construir pequeñas ideas sin sentido. Fechas, fronteras, identidades geográficas. Todo con la intención de definirse, de otorgar sentido al absurdo. Pero lo absurdo es parte de nuestra historia, quizás la mejor.

En una ocasión me contó que durante algún tiempo, se negó a celebrar el año nuevo. Lo hizo con la convicción absurda de las obsesiones, de continuar a pesar de saber que el empeño carecía de sentido. Se encerraba en su habitación, cerraba las ventanas, con la única compañía de un libro y un copa de Oporto. Escuchaba las fiestas a la distancia, sacudía la cabeza incrédulo.

— Mi madre tocaba a la puerta, siempre a media noche. Me dejaba un pequeño plato de comida. Y yo la ignoraba. Pero después, al amanecer, lo comía. A pesar de todo, sentía que ese platillo, tenía su significado. Era una especie de recordatorio que todo se construye, avanza y se hace real en la medida que lo creemos posible.

— Entonces se dio por vencido — le dije, entre risas. Sacudió la cabeza, encendiendo el tercer cigarrillo de la tertulia.

— Sí y no. Acepté que somos parte de ideas tan viejas como imperecederas. Que admitirlo, nos permite comprendernos. Y reconstruirlas a nuestra manera, le otorga un nuevo valor. Así que…

— Así que… celebra el año a su modo.

— ¿No es eso lo que aspiramos todos? A mirar el mundo con cierta generosidad desde nuestro punto de vista.

Así que lo hago. Sentada en la oscuridad, envuelta en un manta llena de retazos, en pijamas, rodeada de libros, fotografías y trozos de papel. Temblando de frío y de cierta impaciencia. Esperando el primer amanecer.

Tanto que agradecer, tantas pequeñas proezas cotidianas. Este fue el año cuando le conté a todo el que quiso escucharlo — o leerlo — la historia de las brujas. Fue el año donde aprendí que fotografiar es un ejercicio duro de comprensión de mi propio ritmo y la forma como medito las ideas. Fue el año de admitir que pierdo el control en más ocasiones de las que deseo, donde acepté que mis debilidades y vulnerabilidades — que son incontables, múltiples y casi siempre al borde del estallido — me son tan preciadas y necesarias como mis fortalezas, también numerosas y que pocas veces aprecio. Este fue el año en que aprendí a gritar de furia, en que dejé de justificar la manera como vivo y como deseo vivir y que abrí la puerta hacia el futuro, hacia todas las posibilidades que deseo recorrer.

También fue un año para agradecer. A todos los que me dedicaron un momento de su tiempo para leer, para todos los que debatieron conmigo ideas y contradicciones. Gracias a todos los que me enseñaron con el ejemplo, los que me ayudaron a crecer. Los que me insistieron para continuar avanzando a pesar del miedo, los que me abrazaron al llegar al limite de mis fuerzas. Gracias por todo el amor que recibí, la mano extendida que sostuvo y apretó la mía. Gracias por las risas, invaluables y preciadas. Gracias por consolar las lágrimas, sin vergüenza y generosidad. Gracias por todos los momentos extraordinarios, los pequeños y los grandes, los inolvidables, los que se atesoran. Gracias por el cielo cuajado de estrellas, por el olor de la montaña, por el sonido del viento rodeándome, por las manos abiertas hacia la posibilidad y la esperanza. Gracias a todos los que de una u otra forma, se convirtieron en parte de mi historia.

¿Qué ocurrirá en el año #2015? No lo sé, pero si sé que lo enfrentaré con la misma fortaleza que aprendí durante estos meses y que será quizás, una travesía tan poderosa y extraordinaria como esta.

Llega el primer día de un año por recorrer. La luz del sol lo ilumina todo, me envuelve por completo. Y río, a carcajadas, sin otro motivo que esta satisfacción de confiar por un momento, habrá siempre una razón para aspirar a sonreír, para creer que cada deseo y cada idea es posible, poderoso, real. Que hay una satisfacción intima y extraordinaria en continuar avanzado, entre tropiezos y sobresaltos, por el camino que escogí continuar.

La ciudad parece desaparecer bajo la bruma matutina. La montaña verde se alza en vertical, hacia un cielo azul incandescente. Y pienso en el poder de los pequeños prodigios y de las diminutas batallas. En esas que enfrentamos a diario y que nos definen, quizás nos otorgan un rostro. El futuro comienza a crearse, en este amanecer anónimo, pienso bebiendo la primera taza de café del año. Un triunfo diario, diminuto. Personal.

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