martes, 20 de enero de 2015

Un sueño en 35 mm.





Comprar una nueva cámara siempre es un evento de considerable importancia en la vida de un fotógrafo: no sólo se trata de adquirir una nueva herramienta del trabajo, sino algo más sutil. Una manera de comprender tu lenguaje visual a través de un elemento que podría modificar — o acentuar — esos pequeñas singularidades que hacen único el planteamiento fotográfico. También se trata de un momento íntimo: todo fotógrafo suele sostener una relación emocional con su cámara y una nueva adquisición, casi siempre lo demuestra.

Coloco la cámara en mi escritorio. La miro desde todos los puntos de vista, con una emoción casi infantil. Se trata de una herramienta extraordinaria: en el argot fotográfico, se suele llamar a cámaras como esta “Gama alta” para puntualizar su tecnología de punta y sobre todo, su alcance visual. Pero para mi, es un fragmento de mi historia. Un paso más en ese largo e intimo trayecto hacia lo que aspiro construir por medio de la fotografía. Una manera de comprender ese lento aprendizaje que me ha brindado la fotografía a lo largo de mi vida.


La primera cámara que tuve fue una viejísima Kodak Instamatic 133X que apenas funcionaba. La había encontrado en alguna parte de la casa de mi abuela, rota y polvorienta e insistí, hasta que mi abuelo, que era un aficionado a la fotografía muy discreto, la reparó para mí. La primera vez que finalmente tomé una fotografía con ella, fue todo un evento en mi vida. Tuve una sensación profunda y real de estar tomando un momento del tiempo para hacerlo mio. Para que me perteneciera para siempre. Por supuesto, con once años, no lo pensé en términos tan complejos. En realidad sólo supe que mirando a través del visor, imaginando el mundo desde ese rectángulo mágico y extraordinario, había encontrado una manera totalmente nueva de comprender lo que me rodeaba, a mi misma.



La primera vez que vi uno de mis rollos de fotografía revelado, pensé que era un fenómeno portentoso esa capacidad de la fotografía de conservar la historia, de construir una nueva a partir de cada imagen. Sostuve el negativo con la punta de los dedos, temblando de emoción no sólo por la novedad sino por el hecho mismo que existiera. Yo lo había creado, cada imagen había nacido porque yo la había concebido de esa manera. Era real porque yo había soñado con ella un breve instante y la había traído al mundo.

— Una fotografía dura para toda la vida — me dijo el laboratorista. Era un muchacho amable, de dientes muy grandes, que al parecer le conmovió mi asombro, mi curiosidad — eso es lo grande de la fotografía. Te deja llevar tu vida a todas partes.

Por entonces fotografiaba todo lo que podía. No entendía sobre cámaras, sobre las mejores o peores, propiedades del film, propiedades de la luz. No tenía ningún otro motivo para fotografiar que mi profunda necesidad de hacerlo. Y eso era bueno. Había una inocencia profunda en el gesto, una necesidad enorme e intima de captar en imágenes cada pequeño fragmento de lo cotidiano. De conservarlo como una imagen perdurable. Continué haciéndolo con esa obsesión de los inocentes, de los abrumados por los pequeños prodigios íntimos. Continué haciéndolo hasta que comprendí que la fotografía era una parte de mi mente, tan profunda y dolorosa, que jamás podría renunciar a ella, mirar el mundo de otra manera. Era mi vinculo con las grandes momentos silenciosos, con los fragmentos de belleza perdidos en lo cotidiano. Un fresco claro y fuerte sobre mis esperanzas y mi necesidad de crear.


Me enamoré de mi Canon AE-1 nada más verla. Era sólida, fuerte, contundente. La vi por primera vez en la vidriera de una vieja tienda de fotografía en el Centro de Caracas y me cautivó. Recuerdo que me detuve para contemplarla en toda su gloria discreta de acero cromado, con su lente elegante y su aspecto de fuerte. Y me pregunté como sería fotografiar con ella, que me permitiría mirar a través de ese lente fuerte, con aspecto casi señorial. Volví para mirarla tantas veces — una niña de Uniforme de colegio, despeinada y con la cara pálida llena de pecas que pegaba la nariz al cristal de la tienda — que el vendedor llegó a conocerme y me invitó a pasar para sostenerla. Las manos me temblaban cuando lo hice: era una cámara enorme, la más grande que había visto nunca. Era una cámara como la que soñaba tendrían los fotógrafos de verdad, los que admiraba en las páginas de las revistas. Una cámara que seguramente acompañaría a esos grandes aventureros con los que soñaba, para recorrer parajes extraordinarios, noches inmensas y estrelladas. El vendedor sonrío con mi emoción.

— Ahorra y quizás la puedas comprar.

Lo hice, pero parecía que nunca era suficiente. Dejé de comer mis golosinas favoritas, de ir al cine, incluso de comprar libros para tener el dinero suficiente para comprar la cámara, que seguía esperándome paciente en la vitrina. Finalmente pude hacerlo, un día radiante de mayo, un día que me dije, con toda seguridad recordaría durante toda mi vida. El vendedor la envolvió en telas, la guardó en una vieja caja de cartón. Cuando me la entregó intenté no llorar. De verdad que lo intenté. Pero claro que lo hice, con la cámara abrazada al pecho, los labios temblandome de emoción, la sensación que un trocito de historia en imágenes me pertenecía.

— Tomarás bellas fotografías, que yo lo sé — me dijo el vendedor. Me secó las lágrimas con sus dedos callosos y sonrío, emocionado también — esa cámara lo merece.

Mi vieja Canon me acompañó a todas partes y por muchos años. Me ayudo a reconocerme frente al espejo, a recorrer a la ciudad en la que nací que parecía transformarse a mi alrededor. Captó cada lágrima, cada sonrisa, los silencios devastadores, el dolor exaltado, la alegría mínima. Caminó conmigo por calles y avenidas, contempló los prodigios anónimos de una Caracas que ahora sólo vive en las imágenes que obtuve de esa época. Me miré, con tanta profundidad que se hizo incómodo, intolerable, después necesario. Me acompañó en las noches nítidas, en las tardes borrosas y cálidas. En la furia ardiente de la adolescencia, en las tristezas abismales y juveniles. Fue el espejo donde me vi crecer.

Mi laboratorista cómplice me preguntó en una oportunidad por qué tomaba tantas fotografías de mi misma. Por qué estaba tan obsesionada con mi rostro y los paisajes de mi cuerpo. Sostenía uno de mis negativos con delicadeza, con dedos enguantados. Miré la imagen diminuta, a luz y a sombra, brillando en ese misterioso contraste de la imagen a punto de nacer.

— Porque me hago muchas preguntas — balbuceé. En realidad, nunca había pensando en eso. Jamás me había cuestionado por qué me autorretrataba. Pero responderlo en voz alta, me desconcertó, me alivió. Había un motivo, quizás una idea, aunque todavía no supiera cual podría ser.


Seguí haciéndome las mismas preguntas — y sin lograr responderlas — cuando compré mi siguiente cámara: una espléndida Canon EOS 5000 que de alguna manera, fue la frontera entre la niña que fui y la joven mujer que fotografiaba en que me convertí. Fue una cámara que me recordó lo realmente poco que sabía sobre fotografía, lo mucho que deseaba aprender, y las pocas posibilidades que tenía para aprender. Por entonces, la educación fotográfica en Venezuela era poca, muy escasa y sobre todo, inaccesible para una muchacha cuyo único motivo para fotografiar era ella misma. De manera que oculté mi amor por la fotografía como un secreto doloroso, como un hobby apasionado, fragmentado, sin rostro. A mi laboratorista querido, que ya comenzaba a encanecer, eso le pareció escandoloso.

— La fotografía es una forma de pensar. Mírala desde lo que puedes construir a través de ella y encontrarás la manera de aprender — me recriminó. Nos quedamos sentados en silencio en su pequeña tienda, saboreando juntos una taza de café. Me dedicó una mirada cansada — ¿Para ti la fotografía es sólo una técnica?

— La fotografía lo es todo en mi vida — le respondí. Nunca lo había dicho en voz alta pero pensaba en eso con mucha frecuencia. Con dolorosa insistencia. Tomé un sorbo de café, que me supo amargo en medio de mi angustia e impaciencia.

— Entonces, que sea todo. No sólo lo que necesitas aprender de ella.

Pensé en esa frase la primera vez que me senté en un salón de clases para aprender fotografía. Me sentía profundamente nerviosa pero también, abrumada por la posibilidad, por la puerta que abría. Sostenía mi primera cámara digital, una CANON XS y sentía que estaba a punto de atravesar una línea que cambiaría mi visión de la fotografía para siempre, que crearía algo por completo nuevo en mi manera de comprenderla. Cuando la profesora, radiante, joven y apasionada por la fotografía como yo, comenzó a hablar, sentí deseos de llorar. De emoción, de agradecimiento. De simple felicidad. No lo hice. En lugar de eso, tomé un boligrafo y comencé a escribir: “La fotografía nace con el deseo del hombre de captar el tiempo en movimiento” fue la primera frase que escribí.

Crecí mirándome frente al lente de la cámara. Crecí poco a poco, entre mis cámaras y gracias a ellas. Poco a poco, dejé atrás el temor, la angustia, la abrumadora sensación de desear fotografiar sin saber por qué lo hacia. Y comprendí que seguía haciéndolo por amor, que continuaba fotografiando por una profunda necesidad de construirme y destruirme, de elaborar ideas complejas sobre mi mundo, sobre el tiempo que transcurre, sobre cada pequeña idea que nace y que muere, que se crea y se sueña, al fotografiar. Mi laboratorista, ya un anciano jubilado, suele reir cuando le llevo a uno de sus hijos mis rollos aún sin revelar. Con el mismo entusiasmo de la niña que fui, con la renovada alegría de la mujer que soy. Con esa necesidad dolorosa, impaciente de fotografiar que me ha acompañado toda la vida.

— ¿Y sigues fotografiando? — me pregunta. Venerable, aún con su sonrisa de dientes muy grandes, con la misma mirada amable y miope que recuerdo de niña. Y siempre me hace reír su pregunta, el tono cariñoso, la curiosidad.

— Para siempre, ¿No es una majadería?

Y reímos juntos. Cómplices en esa pequeña idea sobre la imagen que cambia, se transforma, se hace eterna. Y es que la fotografía está en todos los lugares de mi vida, llena cada pequeño vacío y le otorga significado. Una manera de soñar y crear.

Sostengo mi nueva cámara. Robusta, fuerte, destinada a acompañarme en una nueva travesía. Y quiero llorar, pero no lo hago. En lugar de eso, la levanto. Miro por el visor. Aprieto los labios. Dejo volar la imaginación. Oprimo el obturador. Espero el prodigio. El mundo en una imagen.

C’est la vie.

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