jueves, 13 de marzo de 2014

Crónica al margen del desastre: La pequeña tragedia diaria de Venezuela.




Durante las últimas semanas, Venezuela ha construido una visión del rencor y el enfrentamiento político basado en el odio y la exclusión totalmente nueva. Tal vez se trate solo de una consecuencia directa de quince años de ideologización y polarización, que sofoca al ciudadano dentro de un discurso único de resentimiento o revanchismo. También me he preguntado si se trata de una reacción lógica, luego de una década y media de menospreciar e invisibilizar a una parte considerable de la población Venezolana bajo la consiga del enemigo invisible: ¿El resultado? Una protesta que entre muchas otras razones, es una manera de demostrar el poder del oprimido, del menospreciado y sobre todo, del que ha sufrido la presión del Estado por menoscabar su derecho ciudadano. Cualquiera sea el motivo, la violencia ha sido el elemento constante en una expresión callejera espontánea, emocional y a menudo errática. Tanto la que infringe el Gobierno en forma de represión desmedida y terrorismo de Estado, como la reacción del que protesta, acosado por un espiral de agresión que parece conculcar el derecho natural a la manifestación.


Pienso sobre eso, mientras camino por una de las calles cerca del edificio donde vivo. A pesar que la protesta hacia la zona del Oeste de Caracas ha sido escasa y esporádica en comparación a otros lugares, hay señales inequivocas que no escapamos al malestar callejero. Algunas pancartas colgadas en paredes y faroles, exigen "Justicia, libertad,". En una de ellas, el rostro de Bassil DaCosta, asesinado por fuerzas de seguridad del Estado el 12 de Febrero, me mira desde su eternidad en blanco y negro. Lo observo, entre la amargura y la frustración. ¿Habrá justicia para él? ¿Para todos los que han padecido la acometida de un Gobierno que proclama la violencia como único medio de sostener la paz social?   En las esquinas, se acumula basura aún humeante. Un vecino camina con paso apresurado por la esquina, lleva un fajo de volantes en la mano. El ambiente de tensión tiene un tinte agrio, una angustia muda que puedo atribuir a cualquier cosa.

Más tarde, me enteraré que en Chacao,  hay cuatro vecinos heridos por el ataque nocturno: incluyendo el bebé de menos de un año de una amiga que se encontró sofocada por el ataque de bombas lacrimógenas que la zona sufrió durante horas. Escucho la noticia con la zozobra del que aún no puede interpretar bien lo que escucha y vive. Cuando la telefoneo, mi amiga llora amargamente al otro lado de la línea y no logra explicarme realmente el horror de vivir bajo la línea de fuego, de cada noche enfrentarse al terror de encontrarse a mitad de una lucha confusa. Porque desde hace un semanas, Venezuela perdió el rostro de endeble normalidad que sostenía con dificultad. El descontento, la radicalización, la politica del odio convirtieron calles y avenidas en pequeños campos de batalla donde se mezcla la consigna política con una profunda desesperación. Porque en Venezuela, la crisis, ese viejo fantasma que se arrastra década tras década, parece haber tomado el tinte de lo inevitable, del elemento social que aplasta. La crisis en Venezuela dejó ser una estadistica, para estar en el la compra diaria del supermercado, en las historias diarias de violencia que todos escuchamos, en el temor latente y perenne. Somos rehenes del gentilicio.

- No sé si pueda sobrevivir a esto - dice. La voz le tiembla, el dolor y la rabia la sofocan - no sé cuanto tiempo pueda soportar este odio. Sin nombre. Es solo la calle que se quema.

No sé que responderle. Lo preocupante es, asumir la idea que para el Venezolano, el discurso de odio es parte de una serie de las ideas que considera habituales, una visión sobre la sociedad y la cultura distorsionada por la pugnacidad de un discurso ideologizado y prejuicioso. Sin duda, somos una sociedad con un alto indice de conflicto y violencia cultural, pero aún así, normalizar y asumir como inevitable las agresiones que sufrimos por parte del Estado, solo empeora una situación de por sí crítica, una visión de país por completo inviable. Me pregunto si la incertidumbre, si esta lucha contra el Estado convertido en opresor, podrá analizarse más allá de la polarización, si podremos asumir el deber histórico como ciudadanos, más que como partidarios. No lo sé.

Debo salir a la calle para una aplazadisima entrevista con un cliente, pero temo hacerlo. Aún así, me obligo a a darme una ducha, maquillarme, recobrar una apariencia menos enfermiza. Debo recobrar un poco el aliento, me insisto. Hay que continuar a pesar de todo, me repito, mientras tomo una bocanada de aire. Debes trabajar, ocuparte de tu vida. A pesar de todo, aún debes hacerlo, me digo una y otra vez.  Reviso de nuevo el TimeLine de mi Twitter y la información como siempre, es confusa, es incomprensible, se confunden las miles de voces atemorizadas, exaltadas, llenas de odio y angustia. Lo único que parece ser claro es que los enfrentamientos callejeros continúan, se acrecientan, se hacen cada vez más caóticas y sangrientas. Intento mantener la calma. Enciendo el televisor pero los canales de televisión nacionales insisten en negarse a mostrar lo que ocurre, incluso una visión parcializada del paisaje callejero. Cálmate, me digo. Intenta retomar la normalidad a pesar de todo.


No lo logro.  El olor a cenizas y basura descompuesta se mezclan, crean un leve tufillo infeccioso que me revuelve el estómago. Pero la calle intenta mantener esa tranquilidad engañosa, frágil, a medio construir. No obstante, la imagen parece derrumbarse a ratos.   Uno que otro apresurado transeúnte se tropieza conmigo mientras camino hacia la parada del transporte público más cercana. No nos miramos a los ojos. Hay una especie de vergüenza solapada, como si todo el caos debiera expresar alguna cosa, pero no sé cual. ¿Se debe a que todos intentamos aparentar normalidad?  Al menos yo siento vergüenza. De intentar continuar mi vida normal incluso de forma parcial, de aspirar a unos cuantas horas robadas al miedo. Pero no es tan fácil escapar: a mi alrededor se echa en falta la espontaneidad diaria, de esa normalidad simple de cualquier día común. Lo que rodea es una ciudad en estado de sitio.  Camino con paso lento, intentando no detenerme, tropezando de vez en cuando con trozos de realidad.


Sentada en el transporte público, me llevo las manos a la boca y me mordisqueo las uñas. La última vez que lo hice fue...no lo recuerdo. Pero si sé que tenía tanto miedo como hoy. En el autobús hay cierto nerviosismo, a pesar que la emisora de radio que sintoniza el chófer solo transmite música como cualquier día. Pero hay señales del caos. De pronto, pasa junto al vehículo un grupo de muchachos de camisa azul gritando alguna consiga política. No sé cual. Un policía atraviesa corriendo la esquina, supongo que persiguiéndolos. Miro todo con el rostro apretado contra el cristal de la ventana y no sé que decir. El resto de los pasajeros murmuran en voz baja. Una mujer se inclina y mira la pantalla de su teléfono. Aprieta los labios y noto su preocupación.  Pero yo no me atrevo a echarme una hojeada a mi teléfono. Tengo miedo. Así de simple. Miedo a que un desconocido me maltrate, me robe, me hiera. De manera que continúo allí, con las manos apretadas en un puño, mirando ansiosamente por la ventanilla. La música en la radio es cada vez más estridente, insoportable. Me hiere en esa tranquilidad enfermiza, quebradiza. Me lastima la sensación de ausencia de lo real, de encontrarme al borde de la realidad sin entenderla completamente.

En el Centro Comercial donde almorzaré con mi cliente, todo resulta caótico. Hay tiendas cerradas por carecer de inventario, otras que anuncian no abrirán por "situación de emergencia". En suma, el ambiente de es desolado, una extraña quietud de tierra arrasada. Cuando me siento en el restaurante a esperar, un mesonero se acerca a la mesa, un poco sorprendido.

- Señorita, en media hora cerraremos - me informa. Lo miro como alelada. Se trata de un muchacho, de unos veintipocos. Tiene el rostro pálido y cansado, supongo que como yo.
- ¿Por qué? ¿Qué pasa?
- No sabe que ocurrirá en la tarde. Mejor prevenir.

No hace falta que me explique que debemos prevenir o la incertidumbre. Según se anunció ayer, habrá dos manifestaciones públicas de fuerza, casi al mismo tiempo y en el mismo lugar: El movimiento estudiantil convocó una marcha hasta la Defensoria del Pueblo (en Pleno Centro de Caracas) para exigir probidad a la Defensora del Pueblo en los numerosos casos de tortura y agresiones denunciados durante las protestas. A la vez, un grupo de estudiantes identificados con el Oficialismo, harán lo propio, pero para brindar su apoyo a la funcionaria.  De manera que no pregunto nada más, cancelo mi café y salgo de nuevo a los pasillos del Centro Comercial. Ahora hay una cierta agitación: varias personas corren de un lado a otro. Alguien me comenta a los gritos "que hay protesta" en la calle siguiente y que están quemando barricadas. Cuando llamo al cliente, la voz me está temblando. Le explico la situación, apenas entiendo lo que me responde. Estoy caminando muy rápido hacia un grupo de taxis en la entrada Principal del Centro Comercial. Y de nuevo escucho detonaciones. Siento que la respiración se me convierte en un hilo. Miedo otra vez.

El taxi avanza a toda velocidad por la autopista desierta. De nuevo, música. El taxista sintoniza cualquier emisora. La música estridente me marea un poco. El hombre me mira por el espejo retrovisor.

- ¿Tiene miedo mija? No se preocupe, esto iba a pasar - me comenta. Parpadeo, intentando enfocar la atención.
- ¿El qué? - hay tantas cosas que están ocurriendo a la vez en Venezuela, que no sé exactamente a que se refiere. ¿A la monstruosa crisis económica? ¿Al alboroto social? ¿A las interminables protestas? El hombre suspira, sacudiendo la cabeza.
- Este desorden. No hay pueblo que aguante tanta miseria - me dice - ¿Usted no ve como está todo? Este país se cae y no es de ahora, es que ahora es peor que nunca mija. Esto tenía que pasar. Ya pasó antes. El pueblo aguanta mucho, pero cuando ya no aguanta más, no hay quien lo detenga.

No sé que responder a eso. Tengo varios recuerdos, borrosos y fragmentados sobre el 27 de Febrero de 1992. Tal vez solo recuerdo el miedo, la sensación de pánico que una niña como yo no podía entender muy bien. Para mi, 27 de Febrero era la escena de mi familia reunida en mi casa, con rostro preocupado y cansado. Las largas colas frente a establecimiento de paredes quemadas para comprar algunos pocos alimentos. El olor de la ceniza en el aire. El mismo olor que ahora llena Caracas, esta ciudad gris y borrosa.

Miro a mi alrededor. Los barrios que se extienden en las pequeñas laderas junto a la autopista. Con sus paredes de rostros coloridos: Reconozco a Chavez y un Bolivar de mirada seca que mira con ojos entrecerrados el abandono que le rodea.  La tristeza oculta detrás de la decoración partidista, a trazos, medio construídos. ¿A eso se referirá el hombre? ¿A esa infinita paciencia histórica del Venezolano maltratado por el poder? ¿Que limite se transgrede cuando la provoca?

La noche cae en una ciudad convulsa. La información llega de todas las fuentes, casi toda es dudosa. Recibo numerosos mensajes de mensaje instantánea comentando la situación en calles y avenidas. En Twitter, todas las voces gritan por una crisis silenciosa, que se desliza bajo la normalidad forzada que el gobierno insiste en mostrar. De nuevo, reviso canales de televisión: la ilusión de la realidad. Y más allá, otra vez las detonaciones, esas que se han hecho familiares. Acompansadas, lejanas. El olor amargo, picante, me llega en ráfagas, apenas nítido. El miedo, ese si es agudo y muy evidente. De nuevo, me cuesta respirar.

Aguardo. Escucho una timida cacerola tocar. Son casi las ocho de la noche del primer mes de protestas consecutivas. Me pregunto si esta Venezuela que se sacude en miedo y en caos, estará agotada, agobiada por el sonido de su propia furia. Como un eco a mis pensamientos, el sonido de las cacerolas aumenta, pendula, se enerva. Es un sonido colérico, un repique de visceras, que rebota, enervado en todas direcciones. Me acerco a la ventana: el sonido se extiende por Caracas como lentitud, lo cubre hasta que solo hay cacerolas sonando. Y también, gritos que se le oponen, la furia del otro rostro de toda una historia que no termina de contarse. El estruendo aumenta. Se hace ensorcedor.

Más detonaciones. Un grito de alguien que avisa "allí viene la Guardia". No sé de donde proviene la detonación ni tampoco el grito. El sonido del golpe de olla tiene su propio ritmo. Cuando cierro los ojos, tengo la sensación que todo se confunde. Y siento una euforia salvaje, de la protesta, del quiero hacerme escuchar y también ese hilo de miedo, nitido, en la garganta. Todo se mezcla, se hace irrespirable. Cuando me doy cuenta que estoy llorando, no sé por qué lo hago.

Hoy no dormiré. O quizás sólo unas pocas horas. Porque en Venezuela, lo normal se convirtió en esta realidad quebradiza, en esta sensación de inevitabilidad que se enreda en el transcurrir de cada día abrumador. No sé que ocurrirá mañana. Durante los últimos días he tenido la sensación que no comprendo bien que piezas dejaron de encajar en el país, como idea, como circunstancia, como esperanza. Sin nombre, a solas, aún con los ojos cerrados, en la oscuridad, me pregunto como contaré estas historias de lágrimas invisibles, de temores dolorosos y de siempre identidad.

Venezuela es mi historia. Quizás parte de mi identidad. Y esta ruptura entre lo que somos y lo que seremos - o podríamos ser - es una herida abierta que no termina de cicatrizar.

1 comentarios:

Javier Pérez Cordero dijo...

Qué interesante de verdad tu percepción de la imagen y la realidad "quebradiza" de hoy día, teniendo en cuenta que "desde hace unas semanas, Venezuela perdió el rostro de endeble normalidad que sostenía con dificultad".

Lo que se ha traducido como apatía, a través de tu vivencia personal, se revela acá en su justa dimensión individual, la que vivimos todos cada día en nuestro fuero interno: la vida debe continuar, tenemos que ganarnos el pan igual, hablar, sonreir, comer, leer, jugar, relacionarnos.

Ojala en breve cerremos definitivamente este ciclo histórico de un medio-ser sociocultural, de algo que no termina de suceder.

Valiosa reflexión, gracias.

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