lunes, 29 de abril de 2013

Caracas entrañables: Las historias de terror de Caracas ( parte I )







Amo Caracas, y eso en esta época, no es sencillo. No lo es, esencialmente, porque el caraqueño actual debe enfrentarse a diario a una ciudad hostil, caótica y agresiva a la que debe sobrevivirle, más que comprenderla. Un trago complicado de asimilar para los que como yo, crecimos con la impronta de Caracas, identificándonos con la ciudad más allá del gentilicio urbano y sí, muy cerca de una empatia profundamente arraigada. En mi caso, soy caraqueña de la cabeza a los pies: caraqueña de las que no pueden orientarse sin una montaña al norte, de las que se conocen el nombre de las cuadras y esquinas, las que se siente esencialmente conectada con esa identidad de la ciudad. Porque para mí, Caracas es parte de mi historia, es mi herencia cultural, es esa inspiración tardía, el lugar que puedo llamar casa con toda propiedad. Con toda probabilidad en el futuro, miraré hacia atrás y pensaré donde quiera que esté, que soy caraqueña, como sea se llame la ciudad donde viva por entonces.


Pero volviendo al tema: amo a Caracas. La amo profundamente. Y parte de ese amor, se expresa en mi obsesión por sus leyendas y cuentos de aparecidos. Ah, sí, como creo haber mencionado en este, su blog de confianza, soy una amante de las historias de terror por lo que encuentro natural, que las de mi ciuda - por cercanas, por extrañas, por insólitas - me llamen tanto la atención. Durante los últimos meses, me he dedicado a recorrer el casco histórico de Caracas, en una especie de peregrinación casi intima, para redescubrir esas historias. Buscando captarlas con el lente de mi cámara, comprenderlas a través de lapiz y memoria. Ha sido una aventura insólita, estimulante, que de alguna forma me reconcilió con mi ciudad. Otra vez. Y es que a Caracas hay que perdonarla muchas veces. A Caracas hay que comprenderla siempre que podamos. Porque la violencia estará y pasará, el tráfico insoportable será parte del paísaje una y otra vez. Pero la identidad de la Dama de Ávila, con sus perfil desigual y su ternura de historia vieja, será siempre parte de ella.


¿Y que descubrí en esta pequeña peregrinación de anécdotas? ¿En este recorrido por la Caracas de Antes, la de adoquines y sombras disparejas? Una colección de historias entrañables, fruto de la imaginación de una ciudad niña, de una historia muy joven y sobre todo, esa singular personalidad de Caracas, la de siempre.

Estas son algunas de ellas:



* El Carretón de la Trinidad: 

 Si pudiéramos trazar una linea imaginaria, podría dividirse a Caracas en dos trozos perfectamente definidos: La Caracas moderna, con sus edificios, tráfico, sus transeúntes apresurados, sus problemas de urbe contemporánea y la Caracas antigua, la que aún tiene su propio ritmo, con su casco histórico remozado, sus pequeñas historias de esquinas y el anciano desdentado, siempre dispuesto a contarla. La historia de "La Sayona" o "La fantasma" me la contó de hecho uno de los asiduos visitantes de la Plaza Bolívar. Lo hizo mientras ambos disfrutábamos de un "cepillado" de colita, sentados en uno de los bancos de piedra de la Plaza.

- La campana de la Catedral la llama - me explicó. Se refería por supuesto, a la antigua Catedral de Caracas, uno de los edificios más viejos de la ciudad - nunca se sabe cuando aparece, pero si que el sonido parece atraerla. Lleva un largo sayal negro, viene arrastrándose desde la cuadra de la casa del Libertador Simón Bolívar hasta acá. Nadie le ve nunca el rostro. Es alta, y grita. Llora con los brazos cruzados en el pecho. Se retuerce de angustia.

Imaginé lo que me contaba con tanta claridad que sentí un escalofrío. Podía ver en mi mente, con toda claridad, a la mujer vestida de negro caminando muy lentamente por aquella misma calle, con el vestido ondeando al viento, el cabello enredado entre los dedos. Pasos lentos, torpes.

- Por los hijos que perdió ¿no? - pregunté. 
- Eso cuentan. Otros dicen que perdió a su marido en las Guerras de independencia y desde entonces lo busca.

Volví a echar una mirada a la calle. De pronto, la vi como mi viejo narrador la describía: Oscura, enorme, sin la marea de transeúntes apresurados cruzando de un lado a otro. Los faroles amarillos de gas titilando. Y ella, La Sayona, llorando su pena, nadie sabía muy bien cual, por las calles. Y la imagen, por extraño que parezca, me gusto. Sonreí. Ah, mi Caracas todavía podía asombrarme. Y también asustarme un poco.

* La esquina del Muerto: 


 La historia me la contó uno de los guías que suelen frecuentar los alrededores del Panteón Nacional. Me señaló el puente Curamichate - que yo no podía ver desde la amplia explanada sobre se levanta el monumento nacional - y me contó, que por años, una especie de aparición vestida de blanco recorría el puente de arriba abajo, incluso atravesando el tráfico de carretas y mulas de por entonces, en los primeros años de 1900.

- Lo veían bajando y subiendo por el puente. Era enorme, se inclinaba sobre carros y asustaba a los animales - me narró el viejo guía  con tanto entusiasmo que me pregunté si había visto aquella visión terrorífica alguna vez - a veces se quedaba de pie, bajo la farola, para que todo el mundo viera sus huesos descomunales y supiera que no era algo de este mundo. 

Que imagen más insólita, pensé. Lo vi muy claro en mi imaginación: la figura colosal, vestida de blanco, debajo de las luces, con sus enormes manos y piernas, aguardando que algún transeúnte lo mirara, lo reconociera, se asustara. La idea me pareció desconcertante, incluso hermosa.

- ¿Y quién era el muerto? ¿Alguien lo sabe?
- No o nadie me lo dijo - explicó el guía mientras caminábamos la larga explanada de concreto que nos llevaba justo a la puerta del Panteón Nacional - Una vez mi padre me explico que quizá era uno de esos muertos insepultos, los de la peste, que dejaban abandonados de cualquier forma en las calles porque nadie quería hacerse cargo.

Un pensamiento triste. El aparecido en mi imaginación ya no parecía arrogante, aterrorizante, sino un gigante melancólico  solitario, en medio de la noche. Y vestido de blanco claro, intentando una última mirada antes de desaparecer. Seguí pensando en eso hasta que crucé la calle y caminé directamente hasta la Iglesia Altagracia, dos cuadras después.

   


 * La dientona: 

Siempre me han parecido un poco sorprendentes las beatas que pululan en cualquier iglesia. Soy una mujer que está convencida que la fe no se profesa en un templo, de manera que me desconcierta aquella dedicación ciega, casi maternal a las Iglesias. Pero la idea tiene su encanto: como las devotas de alguna divinidad atrapada en cuatro paredes, las beatas parecen disfrutar de ese cuidado casi obsesivo por el mobiliario de los templos, por venerar su identidad de esa manera discreta. Y fue una de las beatas de Altagracia, con su peinado pasado de moda, con sus ropas polvorientas la que me contó la historia de la dientona.

- La Dientona siempre aparecía en los zaguanes de las casa, una mujer bonita esperando a alguien - me explicó. El sonido de su voz pareció crecer, deslizarse en ese silencio denso y casi asfixiante de la Iglesia Altagracia  - y los hombres, con su naturaleza coqueta, se acercaban. A echarle un ojo a la muchacha, viéndola tan bonita y tan sola. La saludaban, le preguntaban si podían ayudar y entonces ocurría. 

Silencio. La miré expectante. En mi mente, la escena se había detenido: El caballero vestido de traje elegante y bastón en la mano derecha, esperaba que la muchacha joven y bella que inclinaba la cabeza junto a la puerta de la casa vacía, respondiera a su pregunta. ¿Esta bien? ¿La puedo ayudar? Pero ella simplemente continuaba con el rostro ladeado, el cabello largo enredándonos en los pliegues del vestido.

- Entonces abría la boca - la voz de mi narradora se volvió un susurro, casi escalofriante - sonreía y mostraba unos dientes del tamaño de un burro. Y el pobre caballero comprendía que estaba frente a algo de otro mundo. A muchos los encontraron locos después de eso. 


La escena se completaba en mi mente, aunque incompleta: Veía a la mujer correr por la calle, el cabello sedoso flotando al viento, dejando al caballero a su espalda, gritando de horror, cubriéndose el rostro. El sonido del bastón al caer en los adoquines se escuchaba por algún lado, como colofón a la historia de terror.



* Esquina del Cristo: 

El diablo también visitó Caracas, o al menos eso me contó uno de los viejos habituales del Teatro Municipal.  Escuché la historia una tarde lluviosa, sentada en la plaza junto al Viejo teatro, ahora decorada con símbolos de la Revolución de Hugo Chavez Frías. El busto de Ali Primera parecía observarnos desde lo alto, con esa tranquilidad de las leyendas que no saben que lo son.

- Todo el mundo sabía que el Diablo vivía en la Esquina de la Reinvidicación - comentó. El olor del tabaco me envolvió, como si formara parte de la historia - Lo escuchaban ir y venir. El olor a azufre no se soportaba. Uno de los vecinos fue a buscar al Cura de la Catedral para que bendijera aquello. Lo llevaron a la casa, quedaba justo en la esquina del Cristo. Una casa enorme, que siempre estaba cerrada. Cuando entre todos los vecinos abrieron la puerta, con el cura a la cabeza, se sorprendieron con lo que encontraron adentro. 

Imaginé la casa, enorme e imponente, con un zaguan entrevisto en sombras. A la muchedumbre asustada, con el rostro sudoroso bajo la luz de las farolas, y al sacerdote, con el habito manchado de polvo, mirando con ojos muy abiertos, lo que había encontrado al abrir la puerta. Pero ¿Qué era?

- Todo estaba quemado - me contó con los ojos muy abiertos - todo era cenizas, que comenzaron a flotar en el viento nada más entró el grupo en ventolera. El Diablo había quemado todo antes de irse. Todo. Pero el olor del azufre seguía allí. Quién sabe si continúa allí aún.

Seguramente, pensé con la imagen de la casa de cenizas flotando en mi mente con toda libertad. Y la del diablo sonriente y embaucador escondiéndose entre las sombras. ¿Por qué no?

Caracas, tan joven y tan vieja, pienso a veces cuando camino por sus calles irregulares y descuidadas, mirando su cielo azul nítido, escuchando el sonido del tráfico, y también ese otro que parece palpitar debajo de la realidad, el de los recuerdos, el de las historias que guarda, el de esa imagen de Caracas que se añora. Porque amar a Caracas no es sencillo, pero se logra. Perdonarla no siempre es fácil, pero se intenta. Mi ciudad, la casa grande que siempre será parte de mi identidad.

C'es la vie.

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