sábado, 8 de septiembre de 2012

Pequeñas grandes batallas: Como explicar que no tengo el gen maternal y sobrevivir al intento.





Creo haber comentado varias veces en este, su blog de confianza, una escena parecida: Me encuentro rodeada de un grupo de conocidos, y de pronto digo en voz alta, como quién no quiere la cosa: "No voy a tener hijos". Lo siguiente que ocurre, es un silencio sepulcral y después, una mirada de incredulidad. Después alguien se va a inclinar - casi siempre con enormes buenas intenciones - me palmeará la mano - o el hombro - y me dirá algo como esto:

- No te preocupes, ya te darán ganas.

O algo así también:

- Vas a querer, ya verás. Solo es cuestión de tiempo.

O una manera más bonita, quizá:

- Todo es cuestión del momento indicado.

- Ah, sí, muy bien. Muy bonito todo eso. Pero yo no quiero - suelo responder. A estas alturas, estoy intentando sonreír. De verdad que sí, aunque lo que me salga es una mueca más o menos tensa - pero es que realmente no quiero. No siento inclinación maternal alguna, ni creo que la sienta después.

Después la mirada especulativa. Comienzan a tomarme en serio o mejor dicho, a notar que estoy diciendo algo que suena alarmantemente concreto. No quiero pues. No tengo inclinación por la maternidad, la ternura natural de la madre que se le atribuye a toda mujer. A ese deber biológico que aparentemente es inevitable, irreprimible en las mujeres de mi edad. Quizá soy un bicho raro. O con toda probabilidad se trate a que soy egoísta e inmadura, como me han insinuado en más de una ocasión. Esta bien, acepto cualquier rareza, característica de locura o debilidad de carácter que pueda explicar esa decisión mía: pero el caso es que es así. Nunca, ni siendo una adolescente rodeada de potenciales madres que insistían en hacer cábalas mentales sobre como sería su futura progenie o más adelante, una mujer joven que se limita a callar mientras todas sus amigas piensan con una sonrisa en una posible maternidad, he sentido algo más que indiferencia hacia ese rasgo de mi biología. Y es que para mí, la maternidad, con todo lo que implica, es simplemente una opción, una decisión que puedes tomar - o no - y con toda la libertad que te brinda la raison d'être en tu mente, esa posibilidad concreta de comprenderte como una idea más allá de un rol que desempeñar. Pero trata de explicar eso de manera que no parezca que declaras una guerra sin cuartel contra uno de los papeles considerados más hermosos de la vida de una mujer, intenta darle sentido a esa abstracción donde convergen una idea de ti misma ligeramente distinta a la aceptada y tendrás ese silencio sepulcral, esa mirada de pura incredulidad y más tarde, algo más que escandaliza porque no es posible - admisible - que una mujer decida deliberadamente, no tener hijos.

La idea me ha traído problemas toda mi vida. Y no hablo de pequeños choques dialécticos con mis amigos bien intencionados que les parece demencial prefiera ahorrar para comprar una antigüedad fotográfica que para un futuro bebé. Hablo de cosas tan sustanciosas y concretas como haber roto una de las relaciones más importantes de mi vida, cuando le expliqué, de manera más o menos comprensible que tener hijos, no estaba en mi plan futuro y lo evitaría de todas las formas posibles. Tenía entonces veinticinco años y estaba todo lo enamorada que se puede estar de un hombre. De ese amor que crea nuevas ideas de ti misma, que hace que las frases cursis de siempre tengan sentido y que tengas ese ligero temor que te rompan el corazón, cualquiera sea el significado de esa idea cliché. Recuerdo que cuando él comenzó a insinuar la idea, en dejarla deslizar con lentitud en nuestras conversaciones, de sacar a colación la posibilidad en los momentos más dispares, al principio me pareció dulce. Incluso una manera de expresar los niveles de intimidad que había alcanzado nuestra relación. Pero luego comprobé que realmente no era así. Poco a poco, la conversación sobre el futuro bebé - el que podría existir, el que podía ser concebido tan cerca como para poder imaginarlo - comenzó a llenarlo todo. Y de pronto, lo que me parecía brumoso y muy poco concreto tomó un cariz real. Tengo una imagen de mi misma en esa época: caminando por pasillos de clínicas, mirando en el retén de turno los bebés de otro, contemplando la idea, con las manos heladas y llenas de sudor. Me confronté a mi misma, me pregunté directamente la idea que nunca había sido más que una posibilidad. Y la respuesta fue no. No lo quería, así de simple. Había algo en mí que simplemente no comprendía la maternidad. No la necesitaba, no aspiraba a ella. Fue un poco triste asumirlo, pero fue liberador. No obstante, cuando se lo comenté a él, comprendí que aquel era el comienzo de algo que terminó con una escena borrosa de lágrimas y un silencio enorme que parecía tragarme. Y lo lamenté. Sentí un dolor tan tremendo, agudo que pensé si no sería mejor traicionarme un poco a mi misma, sino lo harian todas las madres, quizá temerosas, al concebirnos. Pero supongo que era lo suficientemente egoista para no atreverme a dar ese paso y la respuesta siguió siendo no.

Con el correr del tiempo, comprendí que la decisión que había tomado había sido el final de un proceso. No tener hijos te convierte en una especie de paria entre ideas semejantes, en un ente marginal que deambula de un lado a otro tratando de justificarse. Incluso ante ti misma. Años más tarde, me obsesioné con madres e hijas. Las perseguí con mi cámara. Las contemplé horas enteras, fotografiando que no sabía que era. Aun me obsesionan. Llevo un libro de Adriana Lestido que me obsequio alguien que amo, a todos lados en mi morral. Y sigo tomando fotografías a madres e hijas. Pero aun así, sigo sin desearlo, sin sentir la predilección, el deseo, la inclinación, el deber, la necesidad, la ternura de concebir, de engendrar, de como todos insisten "dar el gran paso que me convertirá realmente en una mujer". Me entristece muchísimo esa frase. Me angustia incluso. Cuando me la dicen, me suelo quedar en silencio y meditar, una y otra vez, si realmente algo en mi no estará roto, abierto a interpretación por no sentirme maternal ni desearlo. Pero nunca he encontrado la respuesta.

Y llegado a cierto momento, deseas encontrarlo. Para la mujer, ese tiempo de gracia es corto. Pisando mi tercera década de vida, la presión comienza a ser más fuerte, más helada, incluso inquietante. Te despiertas por la noche y empiezas a analizar desde toda perspectiva posible que estás haciendo con tu vida, hacia donde te diriges. El insomnio te lleva por caminos dispares, te preocupas. Sufres un poco. Pero la respuesta sigue sin llegar. Quizá me lo estoy tomando demasiado en serio. Quizá estoy enfrentándome a un concepto que no puedo analizar sino sentir. Y no lo siento. Cualquiera sea la respuesta, allí no esta.

Las conversaciones siguen, por supuesto. Las preguntas. Las miradas de sorpresa. Y yo cada vez, intentando sonreir o quedarme callada. O ambas cosas. A veces lo logro. Otras veces no.

He llegado a pensar, que incluso esa es la respuesta. Pero ¿Quién podría decirlo?

C'est la vie.

1 comentarios:

Incertidumbre y Paz Interior dijo...

Es valida cualquier posición al respecto, pero no se puede ser radical, ya que puede cambiarse de opinión en algún momento de nuestra vida y debemos tener la suficiente flexibilidad mental para aceptarlo.
No se trata de genética, por lo cual el tratar de entender el por qué de nuestra posisción de tener o no tener hijos es recomendable, ya que obedece a razones psicológicas no siempre claras de manera consciente. Intrteresante tema!

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