sábado, 11 de junio de 2011

Una insólita visión del mundo: Devocionario a Diane Arbus



Hace pocos días y gracias a mis inevitables crisis de insomnio,  tuve la oportunidad de volver a ver la pelicula "Fur: an Imaginary Portrait of Diane Arbus", del director Steven Shainberg. Como bien dice su título original, la película es un retrato imaginario de la fotógrafa Diane Arbus, que revolucionó el mundo de la fotografía en los años 50 y 60. Dicho de otro modo, una especie de biopic totalmente inventado, y avisan sobre ello, no vaya a ser que algún susceptible amante del trabajo de Arbus - como yo - ponga el grito en el cielo. Sin embargo, no solo me sentí - de nuevo y como lo estuve durante el primer visionado - tremendamente decepcionada de la trivialización de la obra de Arbus en un esteotipo que Nicole Kidman parece comenzar a repetir con más frecuencia de lo deseable, sino que además me pregunté cual era el sentido de mostrar el arte de una manera tan crasa.

Para quitarme el mal sabor de boca, me dediqué a leer de nuevo mi biografia favorita sobre la fotografa, escrita por Patricia Bosworth (editorial Lumen, 2006), que lleva el apropiado titulo de "La perspectiva de la belleza". En mi opinión esta obra recoje con una magnifica minuciosidad, la fuerza, la perspectiva insólita y la fuerza espléndida del trabajo de Arbus, un mérito que la obra de Shainberg, ignora por completo en beneficio de la actuación plana y sin alicientes de Nicole Kidman.


Sin embargo, incluso en la manera superficial como la pelicula plasma la inquietante visión de la fotografa sobre la vida y sus formas, el regusto inevitable de la obra de Arbus, subsiste. Un creación conceptual poderosa e incluso temeraria. Una forma vital incomparable, conformada a través de imagenes y visiones sutilmente oníricas del mundo que rodeaba a su autora.

Un parpadeo en el Iris de la perpetua creación.

Una insólita visión del arte:

Tal vez el mayor reconocimiento que recibió en vida Diane Arbus fuera en 1967, cuando el MOMA incluyó buena parte de sus fotografías más conocidas en la exposición colectiva New Documents, junto a las de Lee Friedlander y Garry Winogrand. Cuenta Patricia Bosworth, la autora de su biografía, que durante las primeras semanas Arbus acudía allí a diario, deseosa de descubrir cuál era la reacción de la gente frente a sus fotografías. Algunos, los menos, se quedaban maravillados ante el desfile de seres extraordinarios que recorría la sala, pero la mayor parte de comentarios se movían entre una violenta repulsión y el más fanático de los rechazos. Cuarenta años después, quizás con menor vehemencia, esos siguen siendo los sentimientos que despierta su obra, como habrán podido comprobar los que se acercaron a visitar en Barcelona la impresionante y antológica Revelations.

La diferencia hoy es que los que nos enfrentamos a sus retratos —y el uso de enfrentar no es anecdótico—, portamos en nuestra imaginería colectiva cientos de fotografías que surgieron de la poderosa influencia de su mirada. Porque Arbus fue sin duda una artista seminal. Algunos otros se habían atrevido antes que ella a aventurarse en los bajos fondos y en la rareza cotidiana, y, ciertamente, no fue la primera en utilizar de esa forma tan particular el flash —en espacios exteriores y a plena luz del día— o el enfoque cuadrado, dos elementos tan característicos en sus fotografías; pero su obra sirvió para encauzar y dar forma a toda una corriente anterior representada por Walker Evans, Lisette Model, Robert Frank o Brassaï, y dotarla de una sensibilidad acorde con esa nueva época, desmitificada y algo decadente, que nació a finales de los sesenta.

Sin embargo, y en contra de lo que afirmaba Susan Sontag, la avalancha de estímulos que nos ha proporcionado un arte moderno “consagrado a disminuir la escala de lo terrible” no ha logrado inmunizarnos en modo alguno frente a la obra de Diane Arbus. Tal vez porque, pese a que el ensayo que escribió acerca de su obra (Sobre la fotografía, Alfaguara, 2005) es terriblemente brillante y certero, Sontag descuidó —o malinterpretó— la importancia de una cualidad capital en su obra: la sinceridad. Ese, y no la compasión, o el adoctrinamiento moral e ideológico que presumiblemente echaba de menos Sontag, fue el único compromiso al que accedió Arbus, y el único, de hecho, que realmente se le puede exigir a cualquier artista.

Una vez dijo que realmente creía que había cosas que no existían si no las fotografiaba, y gracias a ella pudimos acceder a todo un mundo que quizás de otro modo nos hubiera sido vedado. Su cámara enfocaba con el mismo anhelo a enanos, freaks, excéntricos, nudistas, tragadores de sables, travestidos, bailarinas de strip-tease, trillizos, gemelos, niños jugando a ser mayores, una respetable familia de clase media, la soberbia dama paseando por la Quinta Avenida, el ocaso de una diva de Hollywood o la última y efímera celebridad surgida de la factoría Warhol. La mirada de Arbus los iguala a la vez que los dota de una singularidad apabullante. Todos, tanto los que habían nacido convertidos ya en monstruos —los “aristócratas”, como los llamaba ella— como los más convencionales, se muestran ante nosotros como criaturas extrañas, conmovedoramente grotescas. Las fotografías de Arbus no se limitan a dejar constancia, sino que de alguna forma revelan la imagen verdadera que se oculta tras el decorado. Incluso cuando se empeñaba en conseguir una pose extravagante o impostada —y su biografía está llena de situaciones así, en las que mostraba un coraje y una obstinación desconcertantes— el resultado no es una burda deformación de la realidad, sino algo que, paradójicamente, la refleja con mayor fidelidad. La imagen final, la fotografía, era para ella como un trofeo por haberse atrevido a cruzar esos límites; una sensación de peligro, a menudo real, que la hacía sentirse viva y que persiguió con avidez a lo largo de toda su carrera.

Sin embargo, su obra ha sido ha menudo banalizada y Diane Arbus es recordada por muchos como una simple fotógrafa de freaks, morbosa y efectista, por lo que desde hace algunos años, su hija mayor, Doon Arbus, ejerce un férreo control sobre la reproducción de sus diarios y fotografías. De ahí que no se permitiera a CaixaForum editar un catálogo propio de la exposición y que en su biografía, en la que sus hijas declinaron participar —“Su obra se explica a sí misma”, le dijeron a la autora— no se incluya ninguna de sus fotografías.

Pese a ello, Patricia Bosworth, que había trabajado años atrás como modelo para el estudio de los Arbus, ha sabido crear un relato riquísimo en detalles —entrevistó a más de doscientas personas, entre familiares, amigos, antiguos profesores y fotógrafos—, alejado de maniqueísmos y simplificaciones. Tal vez el texto pudiera estar escrito con mayor habilidad, pero, a día de hoy, constituye sin duda alguna el mejor acercamiento a la vida de Diane Arbus, convirtiéndonos en testigos de una infancia sobreprotegida y tediosa, de la intensa relación con su hermano, el poeta Howard Nemerov, de su etapa como fotógrafa de modas junto a su marido, y de la forma trágica con la que vivió —como tantas otras mujeres de su época— su decisión de abandonar el rol de esposa y madre para dar sus primeros pasos hacia una carrera propia.

Pero aunque su inteligencia prodigiosa, su talento y su magnetismo le valieron el apoyo de los que la rodeaban, incluido alguno de sus fotógrafos más admirados, nunca consiguió superar sus inseguridades y un cierto sentimiento de culpabilidad. Buscó siempre el amparo de una figura paternal —su hermano, Allan Arbus, Marvin Israel después— a cuyo juicio sometía cada una de sus decisiones, y sólo tras la cámara se atrevía a desplegar una fuerza y una valentía que contrastaban con el aspecto infantil y desvalido que mostraba a los demás. Su vida osciló siempre entre una honda depresión y la “necesidad de vivir en un constante estado de euforia”, en palabras de su primera mentora, Lisette Model; tras el que recaía en un abatimiento aún más profundo que acabó empujándola al suicidio en 1971.

Diane Arbus creció en plena Depresión como una princesita judía de Central Park, confinada en un mundo ajeno a las adversidades, y pasó el resto de su vida sumida en un proceso lentamente autodestructivo que acabó convirtiéndola, por desgracia, en la “gran artista triste” que siempre había soñado ser.

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