domingo, 12 de septiembre de 2010

Las pesadillas de la razón futurista.



La primera vez que vi Blade Runner me pareció quejumbrosa, un poco sin sentido, un poco vaga en su planteamiento. Aunque ya había disfrutado de la novela que dió origen a la historia cinematográfica ( y me había decepcionado también de ella ) tuve la sensación que la trama en imagenes perdía el toque de humor malsano, principal atributo de su hermana literaria. Tal vez se debió también a que la trama futurista me pareció carente de sutileza - por no decir, un poco cruda y vulgar, con el sempiterno narrador desgranado la historia con un cierto aburrimiento parsimonioso - o que por entonces - alrededor de los catorce años - me encontraba obsesionada con el existencialismo oblicuo de Sartre y el impúdico regocijo de valores absolutos de Hobbe. Lo cierto fue que olvidé muy rapidamente la pelicula y por algún tiempo, la abandoné al fondo de mis reflexiones más inconcretas.

No obstante, cuando tuve la oportunidad de verla por segunda vez - unos cinco años después - encontré en la pelicula una cierta cadencia simbólica que antes, probablemente debido a mi juventud o a una idea bastante superflua sobre el cine, lo admito - no había visto. Me gusto ese visión borrascosa y un poco antigua de un futuro en tonos grises y azules. La sencillez de un planteamiento complejos, incluso el dolor y la filosofia de los personajes. Un poco aturdida - durante años me había resistido a los cantos de sirena de la ciencia ficción - volví a leer la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de 1968, en donde se basaba la obra, y me encontré con que los conceptos apenas esbozados en Blade Runner refulgian en medio de la retorica sencilla y lapidaría del escritor. Cada escena dibuja una caricatura cruel de la época, capaz de hacer humor con horror. La idea de una sociedad a punto de destruirse a si misma reverbera en obras más reconocidas, pero que igualmente plantean el eterno dilema de ese silencio abismal que se extiende en un futuro tecnificado. Con una sonrisa de sorpresa en los labios, releí la obra en una sola noche, un poco abrumada por los conceptos casi absurdos que Philip K. Dick exponía con rudeza: Mientras el marido, policía, se va a su trabajo de matón honrado, la esposa, en casa, se programa una depresión de seis horas en el órgano Penfield de estados de ánimo. Dick imaginaba Los Ángeles en 1992: monstruosos edificios de apartamentos roídos por el polvo atómico. Blade Runner, la película de Ridley Scott, de 1982, de la que ahora se cumplen 25 años, nos lleva a Los Ángeles del año 2019, universo mojado y nocturno, asiatizado, de chinos y egipcios fabricantes de ojos y serpientes y tallarines, entre llamaradas y humaredas, oscuridad, lluvia infinita y anuncios luminosos de refrescos y aparatos electrónicos de 1982. Esta negrura incandescente es el bosque para la cacería de robots. La tecnología es otra máscara de la barbarie.


Ridley Scott fue el candidato idóneo, aunque no el más obvio, para presentar la extraña propuesta que planteaba Philip K. Dick: amante de los espacios claustrofóbicos y los elementos surreales que dotaban a las escenas de su peliculas de una palpitación onírica - para nunca olvidar la recreación a planos segmentados del Nostromo - su visión dotó a Los Angeles del futuro de la belleza dura y pura de una novela negra, combinandola con sabias dosis de ciencia ficción, un poco de comic e incluso todo tipo de guiños pop que terminaron convirtiendo a la pelicula en una pequeña Joya de culto. Un clan Cliché redituable, transformado y depurado para recrear el temor más profundo del ser humano que avisora un destino apocaliptico: la simple normalidad esquematizada en pequeños momentos sin sentido.


La visión Futurista en Blade Runner es totalmente anacrónica y de hecho, casi atemporal: Los ventilados de aspas programados para obedecer a una orden oral, los mismos detectives fumadores y bebedores que dieron forma al cine negro, los coches voladores, entrevistos en medio de una espesa neblina, deslizandose entre las palabras de la historia con la misma facilidad que el concepto más profundo del planteamiento. La misma personalidad del cazador de androides, tan parecido a un China Town sin asidero coherente. La realidad que revela cada escena, turbia, decadente, perturbado, un equilibrio precario entre lo humano y lo artificial, intenta recrear en una sola perspectiva una idea disimil y a la vez irreductible: El presente como expresión del pasado y el futuro como una mera consecuencia de ambos.


Una irrealidad que por momentos toma el sentido de una realidad reconocible: por momentos nos son inevitables las comparaciones con el tiempo que da sentido a nuestra idea del tiempo: ¿No son los mismos conflictos humanos los que atreviesan los androides, el cazador, los personajes difusos que parecen desaparecer en un telón de fondo apenas bosquejado? ¿No se repite una y otra vez, como un eco devastador, la insistencia en cuestionar la idea de nuestra existencia, de ese elemento esencial que nos da la identidad de seres humanos en medio del fragor de la tecnologia y una sociedad cada vez más indiferente? tal vez estas reflexiones parezcan un poco románticas, pero las mismas preguntas se han venido planteando indefectiblemente a través de los siglos. En el futuro de Blade Runner las encontramos también, solo que con el rostro de nuestros temores: Existen individuos que se amotinan en el trabajo, se dan a la fuga, secuestran una astronave. Sienten un ansia irrefrenable de libertad. Tienen sentimientos humanos. Como cualquier humano, ni siquiera aceptarían que son máquinas. Tienen un implante de memoria: recuerdan unos padres, amigos de la infancia, un perro. Y, aunque no se acuerden de nada, la vida les parece una cosa agradable. Conocen el dolor de tener miedo, sangran, quieren vivir, lloran porque se mueren. Son replicantes perfectos, si es que todos los humanos de Blade Runner no son humanoides que todavía no han pasado la prueba Voight-Kampff. Conocen, incluso, la crueldad humana, el instinto de venganza y de supervivencia.


El cazador, ese personaje indiferente y a la vez agobiado por su propia metáfora existencial los mira a los ojos. ¿Se sonroja? ¿Fluctua la pupila? ¿Se dilata el iris? Los reconoce de inmediato. El prejuicio. La diferencia diametral. Los mata uno a uno, mientras una lluvia constante lleva a la ciudad a un prosaico caos. Un silencio plausible en medio de la motivación más espeficia.

Los únicos que lloran en Blade Runner son los replicantes. Tener sentimientos ha resultado un crimen. Es punible reaccionar humanamente, resistirse a la opresión, rebelarse contra las circunstancias, sufrir, querer vivir en paz, amar a los semejantes, sentir rencor, pero también piedad por el enemigo.


Entonces, ¿de que se trata realmente Blade Runner? ¿tal vez de un inquietante planteamiento de nuestro futuro moral?

Quizá.

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