sábado, 25 de septiembre de 2010

En la Intimidad de un trazo.


Hace poco miraba una reproducción del Cuadro: La joven con el arete de Perlas, de Veermer, cuyo original se encuentra en el museo Mauritshuis, en la Haya. No tengo dudas, por supuesto, que el arte es capaz de tomar un instante cualquiera y sacralizarlo, darle un sentido casi divino. No obstante, creo que dentro de esa misma capacidad, existen un espacio para la mera belleza, el sentimiento, trasformado en lineas y colores.

A primera vista, no se trata más que el retrato de una joven, con la cabeza ligeramente vuelta hacia la izquierda, mirando al espectador con grandes ojos asombrados. La boca entreabierta - ¿expectante, ansiosa, deseosa? -, el cutis traslucido, tocado a penas por el sol. El fino cuello ligeramente inclinado, la cabeza envuelta con una toca azul y amarillo. Un arete de perlas colgando de su oreja, difuminando y captando la luz. El suave cuello del vestido sobresaliendo un poco, delineando el rostro en medio de la oscuridad que le rodea. Y luego el silencio. No hay nada. Sobre la expresión de la joven, la exquisita luz bañando apenas el conjunto y la leve sensación de inquietud - ¿curiosidad, extrañeza? - que produce la escena al completo. La mirada silenciosa, el hombro ligeramente inclinado. El frio azul de las púpilas teñidas de tristeza. La sensación incesante que la idea se abre en si misma para rodear al cuadro y al espectador.

Se ha hablado mucho sobre la identidad de esta joven silenciosa, flotando en el mundo del pintor. He leído comentarios de renombrados criticos artisticos como Hagen que insisten en suponer que el arete - ese extraño, inesperado punto focal - es una señal de castidad. A diferencia de otros cuadros del autor, la pieza carece de la depurada técnica de espacios y formas que otorgó renombre a la obra de Veermer. La luz oscila levemente, desde la mejilla de la joven, el leve brillo de la perla, sus ojos expresivos, chispeando  por toda la superficie, al igual que el empleo de esas brillantes tonalidades entre las que destacan el azul y el amarillo. No obstante, el valor del cuadro radica en la interrogante, en la sensación expúrea que el rostro de la mujer, el reflejo del sol - brillante, evanescente - que resalta sus mejillas y su ansiedad - esa sensación casi desesperada en su expresión - es el verdadero enigma del cuadro, es la real esencia de la obra por completo. Podría cerrar los ojos y paladear lentamente, la magnifica sensación de atisbar por un instante el pensamiento de un hombre que vivió hace siglos atrás, respirar el dorado resplandor de la mañana de la última pincelada, el brazo erguido, el latir de su corazón - la emoción, casi completa su visión - , los dedos agarrotados en el pincel de madera. Una sonrisa leve. La modelo aguarda, intentando no dejarse llevar aquel secreto a dos voces, por el fuego de una hoguera maldita que parece devorar todo lo que no sea la belleza del cuadro, la idea de la pieza. El último resplandor, en la perla, el rabillo del ojo. Los labios húmedos. El suspiro eternizado. La belleza extendiendose en todas direcciones a partir de la forma vital. Un suspiro de pura divinidad. El tiempo sin forma, más allá del cuadro, de la obra completada.

El brillo de la perla.

- He terminado - musita para sí el pintor. O tal vez simplemente guardo silencio, asombrado, entristecido. Inquieto. Las manos temblandole un poco. La joven se vuelve hacia la oscuridad - de nuevo, anónima, la luz se aparta de ella. De nuevo es solo una mujer, mientras la belleza se encuentra atrapada en el lienzo para siempre - Suspira. Se muerde los labios. Aprieta las manos.

Abandona la era de los milagros. Tal vez le esperen tristezas y sonrisas, hijos, un futuro. Pero solo su imagen tendrá la trascendencia, navegará en Oceános del tiempo para llegar a otros pensamientos, para cautivar la imaginación de todo aquel que lo miré, ese pequeño núcleo tembloroso de pura ternura. Pero el pintor habrá sonreído, sin duda alguna. Soñará con ese rostro, repetido mil veces, en la luz, en el color, en la forma que nace lentamente, que brota de la noche en ciernes de sus pensamientos. Mira de nuevo a la joven, que ahora suya y que luego pertenecerá a la historia, a su historia, a la pequeña leyenda de la belleza. Una torva vanidad inquisitiva nace de sus convicción. Se vuelve un instante. También la luz le abandona. No obstante, un leve reflejo de su propia historia reposa en los colores, en la sensación que plasmó y que ahora puede contemplar con los ojos entrecerrados.

Vivirá, piensa quizá, cuando yo solo sea un recuerdo.

Sonrio, sin poder apartar los ojos de la reproducción de la pintura. La cuelgo en la pared de mi habitación y me dejo caer sobre las almohadas, observando el rostro de la joven en la oscuridad, exacto a la convicción del tiempo infinito que lo creo. La luz mengua, ondula un poco. Finalmente, apenas puedo distinguir los rasgos de la joven. Pero la luz de la perla continua brillando, incluso en la noche cerrada, en medio de mi vigilia silenciosa. Parpadeo, cansada, un poco sonnolienta - un pequeño milagro - y mientras me deslizo hacia mis sueños, hacia ese reino silencioso rodeado de pensamientos exactos, el brillo de la perla me acomopaña. El pequeño enigma de la belleza.

El tiempo arrebatado a la Divinidad.

1 comentarios:

Meny dijo...

Justo pensaba en el arete cuando vi la obra jejeje

Insisto, deberías ir a mi escuela a dar clases jejeje =)

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