sábado, 11 de septiembre de 2010

La historia natural de la Violencia.


Indudablemente El 11 de septiembre de 2001 el terror sacudió el corazón de Occidente. La fecha ha pasado a la historia como un hito dentro de lo que consideramos la forma de sociedad más estructurada: la destrucción parcial de los valores que promulgamos por un único y feroz acto de violencia. Las Torres Gemelas de Nueva York reducidas a escombros y el Pentágono seriamente dañado fueron las imágenes del peor ataque sufrido por los Estados Unidos en sus más de doscientos años de historia. Y sin embargo, esta cruda grieta - que abrió un antes y un después en una nuestra concepción sobre el temor y la sociedad - no es más sino la consuenciencia de una escalada de temor y agresión que tuvo con este hecho, su más alto pináculo. Una oleada de atentados perpetrados con cuatro aviones de pasajeros secuestrados por terroristas suicidas y lanzados después contra los edificios más característicos del poderío económico y militar norteamericano, de la visión occidental sobre el mundo y el hecho humanistico. El 11 de septiembre destruyó la falsa seguridad en que había vivido Norteamerica, la imagen quebradiza de encontrarse a salvo de los males y terrores de un mundo ideológico en decandencia.

No obstante, no escribo esta entrada para acusar a algunos en detrimentos de los otros. Tampoco para expresar mis convicciones politicas o la ausencia de ellas. Lo hago porque el 11 de septiembre abrió una brecha entre lo que consideramos justicia y el paliativo irracional de una brutalidad anecdótica que tambaleó las bases de la sociedad establecida. Un hecho que condujo al nacimiento una nueva época donde el miedo y la conciencia de la propia vulnerabilidad tiene un poderoso sentido emocional. Incluso para quienes somos  - fuimos - observadores del hecho, la eterna diáspora de las ideas disimiles, el temor se extendió como un olor maligno y sofocante. La circusntancia de encontrarnos bajo el peso de una terminante concresión de violencia como arma de una guerra histórica y de convicciones seudo morales que se ha extendido durante casi dos siglos por el mundo entero. Invitablemente, el 11 de septiembre, removió los escombros del odio racial, del prejucio ideológico, la intolerancia, la segregación del tiempo conceptual. ¿Como podemos defender nuestras fragiles convicciones hacia la crudeza de la Violencia, expresada con la muerte de 5000 victimas anónimas por la amenaza simple y directa del rencor histórico? Un silencio inquietante se extiende en todas direcciones a partir de la idea de un tiempo nuevo, donde el terror y la creación finisecular carece de sentido y convicción.


No es probable que la ofensiva terrorista, de tamaño y características hasta ese momento desconocidos, sea imputable sólo a un grupo reducido de fanáticos, no obstante de la necesidad de norteamerica de inculpar de manera directa a Osama Bin Laden. Lo que vivimos durante esa fecha terrible, una agresión tan salvaje e inhumana, precisa de la existencia de un caldo de cultivo previo, en el que el odio constituye el motor principal de las decisiones. Escalofriante, la sencillez como fue perpetrado el atentado y demoledoras sus consecuencias.

Recuerdo que esa mañana desperté con la noticia que un Avión se había estrellado contra una de las torres gemelas. Impesable, que pudiera tratarse de algo más cruento. Aun no era claro el motivo o que había sucedido en realidad y la hipótesis del atentado terrorista no tenía aun ningun tipo de asidero. Sin embargo, la noticia de un segundo avión y el atentado al pentágono, tomó a todos por sorpresa. Una metáfora aterradora: las Torres del Imperio económico derrumbandose en medio del desconcierto y el temor. Recuerdo haber mirado las imagenes por horas, entre temblores, aterrorizada por la idea de cuales podrían ser las consecuencias de un ataque semejante, mientras las cadenas de televisión del mundo, los ojos de esta comunidad global, retrataban como todo detalle la escena del desastre. El mundo occidental, herido por una idea evidente de puro horror. Una forma de expresión ciega y efectiva, donde la convicción de la desaparición de la seguridad es la más directa agresión. Recuerdo haber tenido pesadillas, una ligera sensación de sobresalto que me acompañó durante semanas enteras. El principal arma del terrorismo es, por supuesto, la ligera idea que en ningun lugar se está seguro. La muerte de la inocencia y el candor cultural.



La ofensiva terrorista del 11 de septiembre constituye la puesta en escena, de manera abyecta y brutal, de algunas de las peores características que definen el nuevo milenio. El siglo XX se inauguró con la última guerra romántica de la historia, en la que los hombres defendían su patria a punta de bayoneta y en el cuerpo a cuerpo de las trincheras de Europa. El siglo XXI, apenas recién nacido, abre su dietario de enemistad y muerte bajo el signo contradictorio de un vocablo tan manoseado y poco sutil como el de la globalización. Las pasiones estériles, bienintencionadas o no, que el debate sobre ésta ha suscitado pueden servir para poner de relieve o llamar la atención acerca de algunos de los problemas acuciantes de nuestro mundo, pero la falta de un diálogo racional entre los líderes de los países desarrollados, y el egoísmo ciego de muchos de ellos, no excusa el entusiasmo gratuito de quienes alaban mancillando el nombre de la justicia, a un puñado de tiranos de los países pobres, hábiles manipuladores de los sentimientos de millones de personas abandonadas a su suerte. Hace tiempo que un pensador tan honesto como Edgar Morin pusiera el dedo en la llaga al señalar que, en realidad, la globalización alcanza ya a todos los habitantes del planeta, aunque a unos como víctimas y a otros como verdugos.




Occidente no puede seguir, por eso, negándose a reconocer que las enormes distancias en el desarrollo de los pueblos, con sus secuelas de sufrimiento y desesperación para quienes sobreviven en el subdesarrollo, son no sólo un pretexto, sino también un motivo que facilita hasta el extremo la tarea insidiosa y criminal de los propagandistas del odio. Pero eso no significa perder de vista que los países democráticos, con los Estados Unidos a la cabeza, pese a todas sus desviaciones, a los abusos e injusticias que cometen, representan también una concepción única y valiosa de la convivencia, basada en las libertades individuales, en el respeto a los derechos de las personas y en el mantenimiento de instituciones políticas representativas. Precisamente por eso es doblemente lamentable que sus dirigentes se muestren tan incapaces para enfrentar cuestiones como las planteadas por los flujos migratorios, las hambrunas de las naciones pobres, o el desprecio a la vida y a los derechos de sus ciudadanos, perpetrados por regímenes opresores instalados en esas sociedades.


Un día como hoy, el mundo occidental despertó para comprender que la Violencia tiene un lugar evidente dentro de su mundo brillante e indiferente. Con la muerte de 5000 ciudadanos en manos de una ideologia atroz, demostró que todos somos proclives a sufrir las consecuencias del terror y el desenfreno de la violencia. Nadie está a salvo, nadie puede esconder o ignorar la concreta evidencia que el temor es parte de nuestra nueva actitud social. Somos el fruto de una decimonónica indiferencia y una coyuntura social magra, capaz de robarnos el rostro y la razón conceptual. Sobre todo, hace falta recuperar los valores morales de la democracia - con todas sus imperfecciones . en el tratamiento global de los problemas globales, y renunciar a la demagogia y a la divulgación de la ignorancia. Es preciso un esfuerzo coordinado y persistente de los gobiernos, y que los ciudadanos de los países con mayores posibilidades no contemplen los programas de solidaridad como una manía de los tiempos, sino como el único antídoto posible contra el odio. Para que nunca más veamos a nadie, niños o mayores, celebrar el asesinato de ningún inocente. El caldo del cultivo del arma más efectiva que ningun terrorista concibió jamás: La violencia como forma expresión de una verdad absoluta.

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