jueves, 20 de agosto de 2015

De la estadística a la cicatriz: El terror y la violencia en la Venezuela chavista




Hace unos días, alguien me contó que en la calle donde vive, un grupo de vecinos golpearon a un asaltante. Me habló sobre como el hombre corrió, aterrorizado y la poblada, con palos y piedras en las manos, lo acorraló y después le agredió hasta que finalmente, la policía los detuvo. Pero el suplicio del supuesto criminal no acabó allí: me describe que nadie — ni siquiera los funcionarios uniformados — lo tocaron y que por horas, estuvo sangrante y medio agonizante sobre la acera rodeada de basura. Finalmente, un agente de la Guardia Nacional decidió que debía ser trasladado, a pesar de las protestas del grupo de vecino que seguía vigilante y a la expectativa sobre lo que ocurría. Mi interlocutor me cuenta que la sangre del asaltante aún continúa en el concreto, sin que nadie se haya preocupado por limpiarla, como un recordatorio bien visible del clima de violencia que se vive en la zona.

— Pero era necesario — me dice entonces, como colofón a todo lo anterior — hay que demostrarle a esos mierdas que la calle no es suya y que no nos vamos a calar la violencia.

Me sobresalta el odio en sus palabras, pero también, esa sincera convicción que la agresión callejera puede ser un remedio inmediato e infalible contra el creciente clima de inseguridad e impunidad que padecemos en Venezuela. Mi interlocutor me lo dice, no sólo con la certeza que el ataque que perpetraron sus vecinos será efectivo sino, una forma de combatir ese espectro de la desazón y la incertidumbre que todos los ciudadanos del país sufrimos de una manera u otra. Y me asusta justamente eso: el hecho que este hombre, esposo y padre de dos, un licenciado Universitario con una exitosa carrera profesional, esté convencido sin lugar a dudas que la cura para la violencia sea la violencia misma. O lo que es peor, que la violencia Venezolana, con sus profundas raíces sociales y culturales, con su ingrediente añadido de odio y resentimiento político, pueda ser detenida — comprendida e incluso combatida — por el recurso simple del ataque. Una noción que no sólo parece contradecir las ideas misma que sostienen cualquier idea social viable sino algo más profundo y duro de entender: esa empatía inmediata, quizás natural, del hombre por el hombre. Ese reconocimiento de la existencia del otro como parte de una idea de cultura y comunidad.

— Me asusta muchísimo esa idea — le confieso en voz baja — no se trata de justicia, sino de…

— No me vengas con moralismos — me reclama y parece francamente ofendido que pueda disentir de su punto de vista — chica, que estamos hablando que ese malandro habría matado a cualquiera a la menor provocación. ¿Tú te crees que esa gente tiene conciencia? Esta vaina se salió de control hace años.

Entiendo lo que me dice y mejor de lo que creo supone. Hace dos años, un desconocido me apuntó al rostro con un arma y durante un largo minuto, estuve convencida que me dispararía. Me encontraba en un trasporte público que recorría la calle donde vivo, cuando dos hombre se subieron para asaltar. Eran mucho más jóvenes que yo, casi adolescentes. El que apuntó llevaba una camiseta azul que parecía haber sido de un colegio y unos jeans muy viejos. Y me miraba directamente a la cara. Sostenía el arma sin que le temblarara el pulso. Durante el tiempo infinito en que me apuntó, no tuve dudas que dispararía. Que no le importaría escucharme gritar de miedo o de dolor, que seguramente saltaría sobre mi cuerpo herido para escapar. Que con toda seguridad no volvería a recordarme nunca. Y que volvería sin duda a disparar.

De manera que lo que dice mi amigo es cierto. Somos rehenes de un país. La violencia en Venezuela no es una idea sectorizada, comprensible a simple vista. Es un asunto que desborda la perspectiva de la estadística, que se resiste a un análisis evidente, que tiene tantas implicaciones como la amenaza que encarna. La agresión y la cultura de la impunidad en nuestro país convirtió la agresión y el asesinato en un planteamiento que forma parte de la idea cotidiana, de cómo vivimos y como comprendemos a nuestra sociedad. No se trata sólo de una interpretación única sobre el ámbito legal, sino un problema global de proporciones cada vez más preocupantes y profundas.

— Pero, ¿linchar te parece que es la manera de solucionar lo que ocurre? — Le digo y hasta a mí me parece débil e inconsistente mi comentario — ¿Qué la única respuesta a la violencia en Venezuela sea esta?

Mi amigo suelta una carcajada sin alegría. Conozco su historia y también el motivo de su desesperanza: hace seis años, fue asaltado por un hombre que no dudo en dispararle y herirle para robarle un reloj de muñeca. Cuando muestra la cicatriz — la larga línea de piel retorcida en el antebrazo derecho y las otras pequeñas, fruto de las operaciones que tuvo que soportar para salvar la vida — casi siempre ríe de la misma forma. Se sube la camisa, te enseña esa herida cerrada que sin embargo está abierta, ese recordatorio constante que en Venezuela la violencia está a la distancia de un error, de una decisión equivocada o quizás algo tan simple como el mero hecho de asumir, que hay una bala con tu nombre en algún lugar de un país donde la violencia es un elemento inevitable. Somos víctimas aún sin serlo. Somos víctimas incluso después de padecer el acto de violencia.

— ¿Qué estás esperando que ocurra? — Me dice — ¿Que la ley responda? ¿Que el gobierno haga algo? No chica, olvídate de eso. El Gobierno no moverá un dedo. Esos malandros y mal vivientes son parte de la base donde se apoyan.

Hace unos años, leí en el magnifico artículo “El poder y la torre” del periodista Jon Lee Anderson, que en Venezuela la cultura de la violencia había saltado de las cárceles a la calle, gracias a la Revolución Chavista. No se trataba de una acusación, sino más bien, un análisis pragmático del hecho que el Chavismo asumió el hecho de la violencia como parte de la cultura del resentimiento que vendió como ideología. Y la consecuencia inmediata, fue el aumento exponencial de la violencia. Pero más allá de eso, la comprensión de la violencia como parte de la vida cotidiana. La violencia directa, de criminales y armas. La violencia política, con un poder abusivo, burocrático y discriminatorio que expolia la idea del ciudadano según su lealtad. La violencia en todas partes, del día a día, de la escasez cada vez más evidente, de las restricciones, controles y límites de un sistema económico fallido. No obstante, la violencia en Venezuela desborda el análisis concreto: es una mirada de implicaciones y consecuencias que construye un nuevo tipo de identidad ciudadana, una comprensión perturbadora sobre la identidad del país.

Para Lee Anderson, un periodista veterano en las lides de la violencia, la agresión y la muerte, el caso venezolano parece sobrepasar no sólo lo que asumimos es la perdida de cierta correspondencia y comprensión de la legalidad, sino una idea mucho más complicada de comprender. El periodista, que no sólo fue durante años uno de los pocos que pudo escribir sobre Hugo Chavez con su anuencia sino de los contados escritores que tuvo acceso privilegiado al poder Chavista, no sólo construye un panorama de la violencia que asombra y desconcierta, sino una instantánea de la realidad venezolana que describe mejor que cualquier otra cosa la atmósfera irrespirable de tensión: “(…) en muchas partes de la ciudad no son los ricos, sino los malandros, quienes están en ascenso. Caracas es uno de los lugares del mundo dónde es más fácil ser secuestrado. Miles de secuestros se producen cada año. En noviembre del 2011 fue secuestrado el cónsul chileno por hombres armados, que lo golpearon y le dispararon antes de liberarlo. Ese mismo mes, el cátcher venezolano de los Nacionales de Washington, Wilson Ramos, fue secuestrado en la puerta de la casa de sus padres y estuvo capturado por dos días antes de ser rescatado. En abril, un diplomático costarricense fue secuestrado. Al día siguiente la policía hizo una redada en la Torre de David en su búsqueda, pero sólo encontraron algunas armas.

En una cena, en Caracas, escuché a dos parejas intercambiar historias sobre unas llamadas que recibieron de criminales que aseguraban haber secuestrado a sus hijos. En ambos casos salían del teléfono voces infantiles muy similares a las de los suyos, llorando y pidiendo ayuda. Las llamadas eran falsas y fueron realizadas por secuestradores fraudulentos, pero el episodio, junto a las noticias cada vez más sangrientas en la prensa, los dejó preocupados por el futuro. Uno de los crímenes más comentados mientras estuve en Caracas involucró el asesinato de un taxista, que fue golpeado, cortado en la cara y le dispararon varias veces. Sus asesinos le pasaron por encima con su propio carro, sólo por diversión, antes de escapar.”

Recuerdo esa mirada a la Venezuela criminal, la que prospera gracias a la mirada complaciente del Gobierno, mientras mi amigo me explica que en la zona donde viven, los atracos y asaltos han aumentado casi quince veces durante el último año. Que sufren una especie de toque de queda no declarado, de calles desoladas apenas anochece. Que cada uno de ellos, tiene una historia de violencia callejera que contar. Que finalmente, decidieron tomar la “justicia” en sus manos.

— No te digo que sea lo mejor, pero es lo único que se puede hacer — me explica, y casi en un gesto involuntario, del que me pregunto si es consciente, se lleva la mano al antebrazo, allí donde la tela de la camisa oculta la herida mal curada — no podemos continuar simplemente dejando que pase. Hay que ponerle un basta ya a esto.

Según cifras de la ONG Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), la cifras de violencia en Venezuela se han quintuplicado desde el año 2008. No sólo se trata de un aumento en cantidad, sino en la agresividad, en la cantidad de armas disponibles, en el hecho que ya no se trata sólo de asaltos y arrebatones callejeros, sino una verdadera epidemia de asesinatos y agresiones que el gobierno no logra controlar, a pesar de los múltiples planes de seguridad anunciados. Para el año 2013, mientras el gobierno insistió en cifras que indicaban 39 muertes por cada cien mil habitantes, el OVV insistió que la verdadera cifra podría oscilar entre 11 mil a 25 mil muertos por violencia en las calles de Venezuela. Un número mayor a estadisticas de países bajo conflictos de guerra como Irak. Un número que casi alcanza las muertes de civiles durante los enfrentamientos entre Rebeldes y fuerzas estatales en Siria. Un número que triplica la cifra de casi todos los países Latinoamericanos y que nos coloca en el tercer peldaño de la escala de países más peligrosos del mundo. Y es que en Venezuela, la violencia no se trata de una noción sobre la situación social del país, sino de una idea mucho más grave y compleja, de una comprensión sobre las consecuencias de una progresiva perdida de control legal sobre el país como percepción social.

— Nadie duda que estamos viviendo una situación insostenible — contesto — pero lo que me pregunto es que ocurrirá cuando la justicia se parezca demasiado a la venganza. Cuando los linchamientos ya no sean suficientes o tengan cualquier excusa, ¿has pensado en eso?

Mi amigo se encoge de hombros. Aprieta los labios enfurecidos. Hasta a mí me parece desconsiderado y moralista mi comentario. Sé muy bien que la ola de linchamientos no es un capricho ni tampoco una consecuencia focalizada a una idea concreta. Se trata de una reacción a la desesperanza, a la vulnerabilidad, a la perdida de esa libertad imprescindible de todos los días. El venezolano sufre la violencia a extremos que nadie entiende bien en sus alcances: la violencia del miedo a toda hora, de la perdida de la confianza, de la paranoia insistente. Del hecho de restringir, delimitar espacios y rutinas. Que tu vida y tu percepción sobre lo que haces y quien eres se encuentre limitada y disgregada por la violencia. Que el temor sea parte de cada decisión que tomas, de cada perspectiva que asumes como personal. Que la vulnerabilidad te acompañe a todas partes, esa consciencia insistente de saber que estás bajo la amenaza perpetua, insistente, dolorosa, impacable. Venezuela convertida en una zona de desastres antes que ocurra alguno. Los ciudadanos de la tragedia invisible.

— Yo no sé que va a pasar — admite — no tengo idea como va a terminar esto. Si matándonos en la calle con los malandros o con una dictadura que te prometa protegerte. Lo que si sé, es que no soporto lo que está ocurriendo. Que nadie lo soporta. Que nadie puede comprenderlo ya.

Se detiene para mirar la calle, la acera llena de grietas y basura. Los viejos afiches de cien campañas electorales que empapelan las paredes de los edificios que nos rodean. El tráfico caótico, la multitud de transeúntes que caminan pesarosos de lado a otro. Una visión del dolor simple y cotidiano del ciudadano.

Se suele hablar sobre el Estado Fallido como el extremo impensable de un Gobierno que perdió la capacidad para sostenerse así mismo y de garantizar a sus ciudadanos las garantías básicas de subsistencia. Según el centro de estudios Fund For Peace es además, el que perdió el control físico de su territorio, así como el monopolio en el uso legítimo de la fuerza. Pienso en la Venezuela dividida y rota en zonas disputadas por la ilegalidad, la violencia armada y el narcotráfico. Pienso en la sensación de zozobra que me acompaña a todas partes. Pienso en lo que mi amigo me contó y la imagen del hombre desangrándose en plena calle mientras un grupo de vecinos espera su muerte. Pienso en las cifras cada vez más alta de ataques espontáneos a criminales. En los asesinatos a sangre fría. En los rostros de las víctimas que todos los días encuentro en los escasos periódicos que aún se atreven a mostrarlo. Y me asusta la sensación durísima y abrumadora que siento, la percepción casi irreal sobre lo que Venezuela es y sobre lo que podría convertirse y me pregunto, con esa absoluta decepción y dolor de quien pierde un trozo de sí mismo, que ocurrirá cuando en Venezuela simplemente el peso de la violencia sea insoportable, cuando los mecanismos que contienen el desborde sean insuficientes para controlar la debacle. El miedo se transforma entonces en otra cosa, en una percepción rota y desconcertante, en la imagen de un futuro roto, de un presente que es una herida abierta y de la violencia como una imagen estática del gentilicio del país donde nací.

No hay respuesta para ninguna de esas preguntas, supongo. Y quizás eso sea lo más aterrorizante.

C’est la vie.

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