martes, 12 de julio de 2011

De la ira y otros deseos destructores



Creo que durante las últimas semanas ( yo diría que meses ), encuentro una constante en mi vida: mi nueva predilección por la ira. Y aunque indudablemente, continuo navegando por mis dias como una ciudadana del tiempo de mi mente, convencida sin duda del poder de un acto de bondad - o noble -, de vez en cuando, la furia me ciega. Me eleva a un lugar más allá de esa normalidad tan frágil como circunstancial: ese instinto casi venial de ceder el paso, de cumplir mis obligaciones, del buenos dias y el por favor. Esa mujer que aprecia esa cualidad casi permanente de bondad, pero que aprecia - y mucho - el lado de la cólera, la destructura ira. Porque existe, porque la deseo. Y en ocasiones la necesito.

Admito, por tanto y sin pudor alguno, que toda la vida he conservado abierta - punzante, muy viva - la herida de cierta necesidad de enfurecerme a un llama brillante, radiante, expiatoria. No pasa mucho, de hecho, solo ocurre en ocasionales que me permiten paladear esa profunda sensación de locura. Y es sin embargo, inolvidable, trepidante, el poder abrasador de destruir, de gritar a todo pulmón. Que deseo, cuanto deseo. Esta sed sin nombre que arde, que arranca todo nombre y todo sentido. Este devastador deseo que crece, palpita y arrebata. Creo que en general me mantengo cuerda - en lo posible, en lo plausible - porque sé que el día que decida darle rienda suelta a mi ira, haré que estalle el universo entero. Esos escasos - pero extraordinarios - momento  que dedico a soñar en la furia del deseo son un tesoro auténtico, un remanso puro de brillante necesidad insatisfecha. que probablemente le da sentido a los dias de simple y sin duda frugal, bondad.

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