martes, 4 de septiembre de 2018

Lo frugal y lo sublime: Unas cuantas consideraciones sobre el amor colectivo, la idolatría y el mito popular.





Hace unos días, encontré un artículo sobre Marilyn Monroe mientras revisaba un viejo catálogo de Subastas de la casa norteamericana Christie’s. Era un texto sobrio — como el resto de los que acompañaban el catálogo — y sobre todo, lo bastante sucinto como para que me asombrara su contenido: no hacía comentarios sobre la vida privada de la actriz, su belleza o su muerte. Sólo enumeraba los objetos de colección que antes o después habían pasado por la institución y que habían sido comercializados durante distintos eventos a lo largo de veinte años. Un poco desconcertada, leí el artículo y de pronto, me encontré enfrentándome a la imagen que durante toda mi vida, he tenido sobre la actriz. Una no demasiado halagüeña, debo admitir. Una basada en prejuicios y sobre todo, en ese mito general sobre Monroe que parece formar parte de la imaginería popular.

Todos tenemos prejuicios por supuesto. Lo pienso mientras miro la fotografía que acompaña al texto: en ella Marilyn Monroe no sonríe ni tampoco hace alguno de sus ya clásicos gestos voluptuosos. Simplemente está sentada en una silla de respaldo alto, las manos cruzadas sobre el regazo sobre lo que parece ser un libro — Sí, Marilyn Monroe leía — y mira con atención algo fuera de los límites blancos y negros de la imagen. Es una imagen hermosa, sutil y delicada. Monroe tiene la apariencia de una mujer que espera con paciencia algo que le produce impaciencia, un cierto desasosiego. O así quiero imaginarlo, me digo mientras contemplo la imagen. El cabello rubio le cae en cascada sobre el suéter de punto que lleva — con un recatado cuello de tortuga — y el cuerpo levemente rígido. La miro y de pronto, el icono sexual por excelencia, toma un nuevo matiz. Un lustre hermoso y vital, alejado de lo simplemente erótico. En la fotografía hay una belleza cercana a la ternura, una versión de la mujer fabulosa llevada a los altares por el amor popular — tan veleidoso como violento — mucho más cercana a una discreta belleza desconocida. Una hermosa percepción sobre su vulnerabilidad.

Doy vuelta a la página. En octubre del año 1999, Christie´s subastó las propiedades que Marilyn Monroe dejó a su mentor, Lee Strasberg, a quien unía una larga firme y amorosa amistad. Fue un conmovedor lote que reveló mucho sobre el mito y realidad de Marilyn. Mucho más que las historias malintencionadas que llenan los libros de historia negra de Hollywood. Por supuesto, en la lista de objetos por subastar estaban las pertenencias de la Diosa sexual llevada al icono colectivo: las zapatillas de plástico Lucite con plumas de Marabú; el banco de gimnasio en brillante Vinil rojo; los babydoll de nylon para dormir; la cabecera de la cama tapizada con satén blanco. Pero también estaban objetos fuera de esa versión de la realidad de lo que se supone Marilyn Monroe fue: Estaban los guantes para el horno y sus libros de cocina. Y su biblioteca con sus muy usados libros de Platón, Sigmund Freud, Karl Marx, James Joyce. Libros repletos de anotaciones, subrayados y también, repletos de hojas de lúcidas anotaciones y reflexiones, más cercanas a los análisis de una devota lectora que a la actriz casi infantil que por años, fue la única imagen reconocible de Monroe. En el lote, también había retratos retratos de la Gran actriz de la Belle epoque Eleonora Duse y de la dama de la poesía Edith Sitwell colgaban junto a imágenes de la propia Marilyn hechas por sus admiradores, reducidas a un código Morse de cabello oxigenado, labios carmín y un escote. Todo junto crea una versión extraña y variopinta de la mujer que existió detrás de la leyenda, una persistente comprensión sobre lo que nuestra cultura asume como lo femenino, lo real, la fantasía colectiva y algo más complejo de explicar.

Claro está, en el lote no podía faltar el vasto guardarropa de la actriz, que reveló la evolución del gusto y la imagen de Marilyn Monroe a medida que se hizo más consciente de su personalidad y finalmente, maduro. A fines de los cuarenta y principios de los cincuenta, la actriz usaba vestidos abiertamente sensuales, creados por diseñadores de Hollywood y por la modista muy de moda en Nueva York, Ceil Chapman, que la hacían lucir despampanante y es con toda seguridad la imagen que la mayoría de nosotros guardamos sobre ella. Grandes escotes, faldas muy ceñidas, cintura apretada en fajines de satén que delineaban su figura voluptuosa. Pero al final de esa década, cuando empezó a ser cortejada por Henry Miller y estudiaba su oficio con Strasberg, empezó a vestirse con ropa de prestigiosos diseñadores como Galanos, Norell y Trigere. Había en la subasta incluso un imponente traje de noche de Antonio Castillo (diseñado por Lanvin) que mostró un tipo de evolución intelectual notoria en una mujer que media década atrás, optaba por mostrar piel en lugar de combinar la ropa para expresar ideas, cosas que hizo después con enorme gusto y además, una evidente consciencia sobre si misma. Estas últimas piezas reflejan una nueva y elegante sobriedad, aunque sus impecables líneas y su discreto recato quizás contrastaban mucho más provocativamente con las obvias dotes físicas de Marilyn, que los trajes más reveladores que había usado antes.

La historiadora del vestuario Sandy Shrerier, quien entrevistó a tres diseñadores de Marilyn en sus películas (William Travilla, Dorothy Jeakins y Jean Louis) asegura que todos le dijeron que Marilyn “no seguía la moda y, en privado, no exhibía su sexualidad; pero estaba muy consciente de lo que el público quería”. Cuando canto “Happy Birthday, Mr. President” el 19 de mayo de 1962, le encargó un vestido que cortaba la respiración a Jean Louis, maestro de los efectos glamorosos. Marilyn se paró sobre una banqueta, con una copa de Dom Pérignon en la mano, durante los interminables entalles del del ceñido vestido, salpicado de cuentas, en un tejido de malla con un provocativo color carne: Jean Louis le envió una cuenta por $12.000. Por supuesto, a pesar de la evidente madurez en el fondo y la forma, Marilyn Monroe continuaba muy consciente del peso de su sexualidad y de su importancia como icono dentro del mundo del espectáculo al que pertenecía. De manera que ese vestido — la escena entera — fue un performance perfectamente orquestado para deslumbrar y provocar, lo que logró sin duda alguna. Durante los meses siguientes, la curiosidad cultural alrededor de Marilyn Monroe aumentó a tal nivel que la elevó a un tipo de estrellato expeditivo que es quizás, el antecedente inmediato de la popularidad y fama inmediata de los actores y actrices modernos. Después de todo, Marilyn Monroe se convirtió en comidilla de la prensa pero también objeto de estudio real como fenómeno individual. Hay fotografías suyas, leyendo con tranquilidad en la terraza de algún hotel de Nueva York o caminando por las calles, llevando trajes de ensueño y muy consciente de su peso. No obstante, Marilyn Monroe estaba lejos de manejar su imagen al nivel en que lo deseaba y de hecho, a medida que la popularidad crecía a su alrededor como la espuma, la versión de la realidad que exhibía se hacía cada vez más desconcertante y dura de comprender. Marilyn la estrella, debía competir con Marilyn la mujer. Entre ambas, la brecha era amplia y dolorosa.

En esta interesante muestra de la que fuera un icono conceptual de la frivolidad, también se incluyó un ropero lleno de las piezas que a Marilyn le encantaba usar al final de su vida: sus Pucci, unas 100 prendas en total. A fines de los cincuenta, la ropa reveladora y simple de Emilio Pucci, frecuentemente en su característico tejido de Jersey de seda, con colores estridentes y estampados únicos, fue muy popular entre entre ídolos del cine como Lauren Bacall y Elizabeth Taylor. En estos vestidos y piezas sueltas, Marilyn podía verse glamorosa, chic y sexy. Sus Pucci señalaron una forma más relajada y libre de vestir que sugería, como el propio Miller subrayó, que ella era una floreciente mujer de los sesenta. A menudo, Marilyn usaba sus vestidos Pucci con altísimos tacones Ferragamo, que tenía una amplia variedad de colores.

Se ha dicho incluso que la ropa de Pucci desempeñó un papel en el destino de Marilyn. Laudomia Pucci, hija de Emilio y ahora directora de diseño de la casa recuerda: “ Mi padre me contó que cuando él desarrolló por primera vez el tejido de jersey de seda ( a partir de los hilos de las medias de seda que habían pasado de moda ), le dijeron que nadie en Estados Unidos lo usaría. Bueno, él vendió algunas piezas a una tienda de los Los Ángeles y, y Marilyn llegó y se compró varias. Pero se quitó el sostén para que se le pagara mejor al cuerpo. Y Arthur Miller se tropezó con ella vestida así, ¡Y ahí empezó todo!” Tras su muerte prematura a los 36 años, en agosto de 1962, se dice que Marilyn fue sepultada vistiendo su Pucci favorito, de color verde almendrado.

Un triste final, sin duda para un símbolo que propició la ruptura de la imagen tradicional de la mujer, o al menos una primera ruptura del método interpretativo de la visión femenina. Marilyn no fue la mejor actriz, tampoco destacó por sus opiniones políticas o su postura intelectual. Fue de hecho — y de esa manera pasó a la posteridad — la frágil y frívola presencia de una nueva feminidad, artificiosa pero aun así contestataria. La actriz, la mujer y el símbolo convergen en la imagen de Marilyn Monroe, en su creación simple y mundana de la sexualidad. Sin embargo, hasta ese preciso momento histórico, la mujer no tenía una faceta sensual, muchísimo menos una puramente instintiva de la búsqueda de placer. Fue Marilyn Monroe, con sus gestos estereotipados, quién le dió un nuevo sentido al arquetipo y redimensiona el hedonismo como postura crítica. Por supuesto, admito que ella probablemente no lo vió de esa manera y tal vez jamás comprendió ese principio axiomático que reveló a la mujer no solo como objeto sexual, sino como fértil expresión del lenguaje de la carne. No obstante, se convirtió en un Icono cultural por derecho propio…y probablemente, sin necesidad de decir una sola palabra a favor o en contra. Esa tal vez, es la belleza de la mitología popular que crea, pieza por pieza, un altar de Santos imperfectos que el subconsciente social adora y detesta por partes iguales. Un verbo irregular de proporciones caóticas.

Quizás, el secreto de la banal trascendencia.

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