jueves, 6 de septiembre de 2018

Sobrevivir a partir de la belleza: Unas cuantas consideraciones de como lo intelectual y lo estético pueden hacer retroceder el caos.




En Venezuela, nadie se toma el arte muy en serio o lo que viene a significar lo mismo, el arte tiene poca influencia en el gran mapa de las cosas en un país en medio de una ruptura histórica de proporciones catastróficas. Hace unos días, alguien me insistió que hablar sobre arte en un país como el nuestro, no sólo es perder “el tiempo” sino además, un autoengaño muy refinado. Que mi insistencia en mostrar arte y compartir literatura está destinada a “caer en saco roto” en un país en la que la pirámide de Maslow es el punto focal de toda intención y toda manera de comprender la realidad inmediata. De modo que para mi amigo, el arte es un engaño: Uno de los que suelen ser más dolorosos, por el mero hecho de estar destinados al desengaño muy pronto. Le escuché sin saber muy bien qué decir.

— Es decir, que Venezuela está más allá de toda esperanza y deberíamos olvidar que existe algo más que el miedo, la miseria y la corrupción- respondí por último.
 — ¿Quién quiere leer o ver algo de arte en un país donde tienes que luchar para asegurarte la próxima comida?

Tiene algo de dramático la frase. Supongo que en cierto modo en cierto — vivir en medio de una hiperinflación como la que atraviesa Venezuela es una experiencia que te hace cambiar tus prioridades de forma radical — pero también lo es, que todos necesitamos de alguna u otra manera consolar el vacío existencial a través de la belleza, el arte como vehículo de expresión y sobre todo, el poder de las ideas como una forma de sostener la cordura colectiva. O es lo que he aprendido luego de quince años de sobrevivir en una férrea dictatura militar que además, está decidida a invadir cada espacio físico y mental del ciudadano. Una experiencia atroz de aniquilación de la personalidad que te deja en ocasiones abrumado, desconcertado pero sobre todo muy conciente que debes aferrarte a ciertos elementos de tu personalidad para persistir. Para lograr avanzar en medio del miedo hacia un lugar más profundo e importante de tu propia mente y espíritu.

— Te tomas todo demasiado en serio — dice mi amigo entonces — aquí en este país lo que hay es que tratar de ponerse de en dos pies: ya sea para ver como te enfrentas a lo que pasa o para huir.

El arte es una cosa seria, pienso. La escritora Siri Hustvedt suele decir que se toma “muy en serio” y la recuerdo, mientras analizo lo que mi amigo me ha dicho desde todos los puntos de vista. Hustvedt repite la frase con frecuencia y además, suele acompañarla con razonamientos muy precisos sobre el trabajo que le llevó hacerlo. Para Hustvedt se trató de un esfuerzo mental que implicó enfrentarse a lo que llama “la última especialización” y que no es otra cosa, en esa obsesión de nuestra época por lo puntual, por lo inmediato, por lo evidente. “¿Por qué no escribir del conocimiento, en lugar sólo de disciplinas?” se pregunta en una de sus ensayos contenidos en el libro “A woman Looking at men looking at woman”. Un eco a la que años antes se formuló Charles Percy Snow: “¿por qué existe un abismo tan amplio entre el mundo de los intelectuales literarios y el de los científicos empíricos?”. En otras palabras, ¿Por qué nadie se atreve a ponderar sobre temas más allá de su conocimiento básico? y después se hace otra pregunta aún más importante ¿Por qué nos empeñamos en menospreciar el arte cuando es justamente el conocimiento nacido de la belleza, la reflexión sobre su influencia lo que hace de capital importancia lo artístico en mitad de las crisis más complejas?

El arte es una experiencia total. La primera vez que visité el museo de Arte contemporáneo Sofía Imber — siempre llevará ese nombre, en mi mente — lo hice con mi madre. Tenía unos seis o siete años y desde esa distancia de la infancia, me pareció inmenso, interminable. Un territorio desconocido que me impresionó por no parecerse a nada que había visto antes, con sus ventanales radiantes y su piso pulido que lanzaba destellos en esa luminosa mañana de sábado. No obstante, el recuerdo más claro de ese día no es el asombro por la existencia del museo — o su realidad física — sino Chagall. Un imagen extraordinaria que colgaba ingrávida en una de las paredes, sin más custodia que un cristal de plexiglás y la discreta iluminación de un foco estratégico. Todo azul y ojos radiantes, la pintura me sonrío a la distancia.

Por supuesto, en ese momento, no sabía que se trataba de una pintura Marc Chagall ni lo sabría hasta años después. En ese momento, la niña que fui lo único que tenía muy claro es que nunca había visto nada parecido. Con sus tonos azules radiantes, su aire tristón y su rarísima belleza, la obra me dejó sin aliento. Me hizo preguntarme que había más allá de esos seres de pesadilla que bailaban en un carnaval eterno del que yo no tenía noticia. Me veo a mi misma de pie, asombrada y temerosa, haciéndome preguntas en silencio sobre la pintura, la mano que la había pintado y el mundo que el artista desconocido había mirado con tanta atención para plasmar aquello. Sentí miedo y también una fascinada convicción que había algo en el arte que podía sacudir tu mente, que podía colorear espacios en tu imaginación. Llevarte justo a esa escena irreal de un baile de máscaras que jamás sucedió por un mero esfuerzo de imaginación.

Cada cierto tiempo regreso a esa mañana de un sábado cualquiera para recordar todos los motivos que me hacen amar el arte como lo hago. Lo que hizo quizás que muchos años después, tomara la decisión definitiva de dedicar mi vida a crear, soñar paisajes imposibles, construir mundos con la herramienta de mi mente y mi espíritu. Y estoy convencida que ese día, fue el primero de tantos otros, el Museo de Arte Contemporáneo me comenzó a educar. Que me brindó no sólo la oportunidad de crecer y de soñar para el arte y por el arte, sino a rebasar los límites con el sencillo método de mostrar que el mundo es mucho más vasto y complejo que lo corriente. Gracias al Museo — a todas las veces que me recibió, me consoló, me abrió sus puertas -aprendí el valor de lo artístico como elemento de construcción del futuro y la identidad. Gracias a ese legado de maravillosa convicción en el poder del arte como una forma de renacimiento, aprendí que todo que el espíritu del hombre puede construir para traducir su mundo en obras de perpetuo valor, comienza por un deseo. Por la inevitable convicción que somos algo más que lo obvio. Que el arte — en todas sus formas — es una forma de trascendencia pero que más allá de esa idea obvia, es también una noción sobre lo poderoso y lo bueno en cada uno de nosotros.

Todo eso me lo enseñó el museo. Todo eso lo aprendí gracias a la terquedad, espíritu combativo, elegancia mental y sobre todo, fuerza espiritual de Sofía Imber. Nunca habrá una forma de agradecer lo suficiente un aprendizaje como ese. Claro está, el arte es mucho más que el despertar temprano a la sensibilidad. También es una forma de profundizar en la idea del dolor. Por siglos, los artistas no sólo fueron admirados por su talento, sino idealizados, alabados y destruidos por el mundo de las artes, jerárquico y restringido. De manera que ser artista, no sólo era una decisión por vocación, sino una profesión que creaba una expectativa concreta sobre quién podía ser el artista en la sociedad y como parte del entramado cultural. Una presión enorme sobre la necesidad del triunfo y más aún, esa visión del arte como vehículo transformador. Porque en todas las épocas, el artista no era sólo el que describía a través de la belleza de su arte el siglo que le tocó vivir, sino que además, reconstruye el poder y la visión del hombre a través de sus logros y alcances. Audaz, pionero, el artista corría riesgos inimaginables a otros hombres y mujeres de su cultura y sociedad, en busca de una forma de expresión cada vez más depurada. En busca de esa metáfora que construyera el arte por el arte, por encima de cualquier vicisitud.

Por ese motivo el arte, es una forma de admirar el mundo en toda su complejidad, de la belleza a la fealdad, del tiempo a la trascendencia de las ideas. Una necesidad de avanzar a nivel ideal más de la enfermedad o la vejez. Ya lo decía el escritor Anatole Broyard, al contar la experiencia que significó para él crear estando gravemente enfermo: “quería decirle a la gente cómo es una enfermedad grave, las ideas y fantasías sin precedentes con las que nos llena la cabeza, las inesperadas sensaciones de inquietud y las alteraciones que introduce en nuestro organismo. Para una persona gravemente enferma, hablar de otras conciencias es como la sangría que recomendaban los médicos para reducir la presión”. Y es probablemente por ese motivo, que los artistas de cualquier ámbito crean incluso al borde de la muerte, construyendo lo que será probablemente su última palabra a la humanidad. Una interpretación del arte como legado personal — más que cultural — y que intenta, crear incluso más allá de la muerte.

De forma que el arte en medio de una crisis como atraviesa Venezuela no es solamente una forma de satisfacción moral que excede y escapa al control del poder, sino también una forma de expresión profundamente sensorial e importante para asumir la manera en que comprendemos nuestra personalidad.

Es una idea antigua en mi mente. Cuando era adolescente ( la primera adolescencia, la olvidable) recuerdo haber leído una frase que en esa época hiperquinética me pareció incomprensible: “Un cansancio elemental, tan plano y silencioso como la hora después de haber despertado con dificultad. Y el arte consuela todo eso, lo hace soportable. Crea algo más digno de admiración que la mirada que sostiene y construye una versión de la realidad más cercana a la sensibilidad”. Pues bien, o me hecho muy vieja o volví a la adolescencia — la insoportable, la emocional — porque finalmente comprendí la cita: así me siento. Estoy convencida que el arte puede salvarme, que de hecho, lo hace. Que mientras leo todo libro a mi disposición, mientras analizo con cuidado mis obras de arte favoritas, hay una fulgor especial y específico que enumera las virtudes de mi mente como nada más puede hacerlo. Estoy viva, me digo mientras escucho a Prokofiev. Estoy viva, me repito, mientras leo a Marguerite Yourcenar o a Clarice Lispector. Estoy viva, estoy tan llena de esperanza que incluso la oscuridad de un país en trozos no puede alcanzarme o lastimarme por completo.

Y mientras una serie de tragedias desconcertantes sacuden el mundo y la mitad de mis conocidos y amigos están a países de distancia, comienzo a pensar en que lo cotidiano tiene un sentido superfluo, un poco de baratija levemente olvidada, pero que el arte es capaz de brindar sentido, fuerza y belleza. Tal vez se deba al caos del país, perenne y siempre a la vuelta de cualquier circunstancia o a esta sensación que vengo experimentando desde que el año empezó: que esta tercera década de vida es una compresión de lo básico y sencillo en mi vida. Pasiones, temores, una inquieta sensación de búsqueda que no parece terminar jamás y que cada día se amplía un poco: la necesidad, la curiosidad insatisfecha. Y siempre claro, la perenne sensación que estoy en una extraña etapa intermedia entre una juventud desdeñable y una temprana adultez que no termino de comprender. Y por supuesto, en mitad de todas esas cosas, está el arte. La percepción de la belleza, la noción de la existencia a través de los estético — ¿Y lo estoico? — como una forma de resistencia.

Levanto la taza de café, me la llevo a los labios. Finalmente pienso, que tal vez lo único que quiere esta humanidad un caótica y tan joven sigue enamorada del arte y del tiempo que crea a su paso; Van seis siglos donde el final está llegando a cada década y detrás de cada evento cósmico. Y aquí estamos. Probablemente seguiremos por unos cuantos cientos de años más, preguntándonos ideas Universales mientras nuestra sencillez se hace palpable. Y el arte respondiendo todas las preguntas. Siempre me ha hecho sentir muy pequeña esta sensación de pura comprensión que somos un breve espacio entre un infinito devenir. Ah, sí, quizá por eso todos corremos detrás de la trascendencia : buscamos una idea más grande que nosotros mismos a la cual aferrarnos. Alguien le llama Dios, yo le llamo arte. Y cualquiera sea su nombre, nos sitúa en un silencio personal de una busqueda que jamás acaba y que por supuesto emprendemos con la inocencia del que cree que terminará.

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