miércoles, 19 de septiembre de 2018

Tres cabezas de una Hidra: Carolina Otero, Laura Riding y Lady Ottoline Morrell;





Ese engendro de mitad del siglo XX que, con un cigarrillo en los labios y el arma oculta en la ropa impecable, lo femenino puesto a desconcertar. Un mito contradictorio que parece crearse por inspiración propia: luchar entre la cultura que la invisibiliza y la biología que la enaltece. Todo junto a la observación fetichista en una cultura que mira a la mujer, a la hembra de la especie de humana, como un enigma aún por develarse.

Ríos de tinta han corrido desde que el positivismo admitiera a la mujer como contraparte del varón y no sólo como su débil reflejo. Décadas de contraposiciones, busquedas y cuidadosas contradicciones que dejan a la mujer no como una criatura expulsada del Edén, sino como una figura elemental en la cultura del hombre que la ignora. La paradoja de intentar definir lo que no se conoce, lo que hasta hace poco era una incógnita biológica.

La mujer pasó de ser la que colgaba del brazo del marido y era torturada por el corset a la creadora y sensible que poco a poco comenzó a construirse en el siglo XX. Y es que lo femenino, salvaje y desprovisto de las envolturas delicadas que la imaginación masculina quiso darle, se descubrió como una parte más de la sociedad mutable, con esa conciencia del siglo reconstructor del dogma que nació en la centuria pasada. La mujer se favoreció de la caída en desgracia de la fe, de la muerte de los dioses y el descubrimiento de la ciencia como faro en la oscuridad para comprenderse así misma.

Y, como todo misterio, lo femenino — tradicional y reformador — tiene sus mitos. Como esa atormentada Charlotte Bronte, que sufría de grandes depresiones y escribía para escapar del caos de su existencia sin sentido. ¡Y cómo supo ensalzar ese encierro del espíritu en libros extraordinarios que le sobrevivieron! O Virginia Woolf, perturbada y doliente, que cruzó la idea de la mujer genio y se convirtió en símbolo del tormento creativo. La mujer real, la que se brindó un rostro propio, trasciende ese silencio social para mostrarse desnuda — completa — como ideal de su propia búsqueda de valor, como punto de llegada, como cabezas de una misma Hidra.

Carolina Otero: la cabeza que canta.
Un buen ejemplo de lo anterior podría ser Carolina Otero, conocida por la historia como La Bella Otero. Carolina, gallega de nacimiento y leyenda por decisión natural, construyó su propio mito. De hembra legendaria a bella mentira, de sueño idealizado a imagen quebradiza, La Bella Otero parece formar parte de esos personajes que se desdibujan en la leyenda. Embaucadora y divina, inventó su biografía y con esa primera gran trampa logró cazar la atención mundial y elaborarse paso a paso.

Otero, la mujer más bella de su época, sigue cautivando más allá de la tumba e incluso desde ese terreno impreciso de lo que existe y lo que podría mirarse entre las sombras. Hasta un escritor tan meticuloso como Carlos Fuentes pareció perderse entre los velos de su perfume engañoso. Para Fuentes, la campesina de Pontevedra, hija de una madre soltera de quien tomó ambos apellidos, se transmuta en gitana, en ideal salvaje. En su obra Cambio de piel (1967), Fuentes insiste en recrear un mito que no existió de origen y que aún así conserva con mimo.

Cantante y bailarina de Music All — como fue presentada en París — , era también un mujer de pasiones y una meretriz discreta que conquistó la mirada masculina de la época con encanto y una considerable dosis de osadía. Una mujer extraordinaria, que tuvo rendido a sus pies a las cabezas coronadas de una Europa empobrecida y a grandes magnates ingenuos, llegó a poseer una pequeña fortuna sólo para perderla tiempo después.

Sin embargo, la bella Otero jamás fue cruel. Como la nueva mujer del siglo naciente, era la encarnación de la belleza y la crueldad sabiamente combinadas. Vivía pasiones tan intensas como momentáneas, amores destructores que duraban apenas pocas semanas y sorprendían incluso al mundano París con sus tropelías. Tal vez por eso Guillermo II la invitó a bailar una obra especialmente escrita para su deleite y que ella interpretó a su manera. O, yendo más allá, cuando prefirió a Barón Ollstreder por encima de los hombres más guapos y poderosos de Alemania. ¿La razón? Su vigorosa personalidad. Y es Otero no por bella era menos astuta. Lo femenino de nuevo apelando al misterio, al temor y a esa eterna dosis de malicia que la imaginación popular le achaca.

Con el transcurrir inevitable de las décadas, La Bella Otero sucumbió a su propio mito. Desapareció de los salones iluminados y pareció volver a ese anonimato borroso de donde surgió. Pero de vez en cuando su nombre retumbaba para recordarla: se la volvió a nombrar cuando vendió sus joyas para pagar sus cuantiosas deudas y así sobrevivir a duras penas.

La Bella Otero murió como nació. Con las manos cerradas sobre el pecho, pobre y solitaria, en Niza en el año juvenil de 1965. Entre los dedos sostenía un valioso broche que un misterioso barón alemán le obsequió en un último homenaje galante. El último brillo de una vida extraordinaria del que nadie supo jamás cual era la verdad.

Esa belleza inaugurada por Otero se encarnó luego en otra mujer extraordinaria: María Félix desafiando a la cámara con la mirada en la piel de Carolina, la leyenda.

Laura Riding: la cabeza que renace.
Desconocida para algunos, temida para los demás. Esta poetisa es probablemente el epítome de la mujer cruel, de la madre devoradora y la maldad, en la manera simple como la concibe la cultura popular. Laura, misteriosa, inaccesible y tormentosa, asustaba. Y no sólo metafóricamente: inteligente y maldita, supo subsistir al margen de su propio mito y nutrirse del temor ajeno. No construyó su mito a partir de la dulzura venial de la Bella Otero, sino de una sustancia más pérfida, casi venenosa: un aroma a tentación envuelto en secreto.

La historia intentó desdibujarla bajo la sombra de sus amantes. El período más conocido de su vida es en el que estuvo emocionalmente vinculada con el poeta y novelista inglés Robert Graves, el autor de Yo, Claudio. Se dice que Graves eran tan frágil en su vida emocional como sólido en la académica. En esa combinación ambigua se cebó la crueldad natural de Laura. Robert Graves era un veterano de la Primera Guerra Mundial. Es probable que parte de su vulnerabilidad espiritual tuviera su origen en la pérdida del mundo que había conocido y la crueldad del combate. Esto hirió de manera indeleble la exquisita sensibilidad del autor. Se obsesionó con redimensionar el bien y el mal para reconstruir los valores burgueses que había conocido.

Esta necesidad de reinvención y de elaborar un nuevo concepto del mundo fue lo que le unió a Riding, quien por entonces pertenecía al grupo modernista de Los Fugitivos y anunciaba una transformación radical de lo conocido. El vacilante Graves, traumatizado con los horrores de la guerra, debió quedar muy sorprendido con esa propuesta y su necesidad de mirar el mal espiritual luego de mirar la violencia real fue su perdición. Riding, con su verbo iluminado y esa cruzada misteriosa del nuevo orden espiritual construido a través de la poesía, tenía sus propias ideas sobre el mundo. Sus poemas eran de índole tan transgresor y violento que Graves, ya un conocido poeta entonces, la invitó a visitarlo durante su estancia en Egipto, donde se había trasladado para dar clases en El Cairo. Con treinta años cumplido, burgués y literato, Graves probablemente no tenía idea de quién era realmente Laura, a quien el escritor Allen Tate tachó como “la mujer más loca que había conocido”. Y sin duda fue esa benigna ignorancia lo que hizo que Laura construyera lo que llegó a llamar un circulo sagrado con Graves y su mujer Nancy. Una manera mística de llamar a lo que sin duda era un vulgar ménage à trois.

Pero con Riding nada era sencillo. La mujer, perturbada, destrozó la apacible tranquilidad burguesa de Graves para transformarla en una alegoría transformadora y agobiante. Se dice que Laura y Graves escribían durante horas juntos, mientras la esposa de Graves cuidaba a los niños en una extraña familia que nadie podía entender muy bien. Como era de esperarse, la familia Graves colapsó bajo el peso de la locura de Riding y el circulo sagrado se trasladó a Gran Bretaña, donde la relación se tornó irrespirable y enfermiza. Mientras tanto, Laura seguía escribiendo, imparable, iluminada, disociada, enloquecida. En ocasiones en colaboración con Robert Graves, casi siempre sola. Versos, ensayos oscuros, intrigantes, cargado de simbología ocultista. Cada vez más crípticos, finalmente incomprensibles. Sólo lograba publicar gracias a la influencia de Graves, quien a pesar de todo continuaba convencido que Laura conocía el secreto de la expiación del dolor que el nuevo siglo había traído consigo.

Laura era sin duda revolucionaria en tiempos de hecatombe social, de la lenta caída de los temores. Y eso tuvo su mérito. Tanto que le permitió seguir escribiendo, devorando a Graves y a su esposa con esa inteligible locura que nadie entendió jamás. El Círculo Sagrado creció: nuevos amantes se unieron al delirio, los poemas de Riding parecían llenar el mundo y, claro, mucho sexo.

Con su verbo hermético e iluminado, Laura trascendió sus propios limites y arañó un tipo de eternidad: la de la locura como esencia. Muchos años después de separarse, Graves publicó lo que sería su obra más conocida: La Diosa Blanca, ésa que habita en el seno del alma humana y más allá de ella. Allí encontró a Laura, con su creación maldita y su necesidad de transgresión primitiva.

Lady Ottoline Morrell: la cabeza maternal.
Lady Ottoline no es un personaje, digamos, muy conocido. Su nombre quedó aplastado bajo el de sus protegidos, todos ellos famosísimos autores y pintores de una época dorada de renovación después de la cual el Mundo no volvió a ser el mismo. A pesar de eso, Ottoline tiene su propio brillo y la exquisita belleza de lo trágico: era fea, enorme, monumental, exquisita, culta en muchos aspectos y una gran ignorante en otros. Todo a la vez. Lucía como una criatura mitológica que debate y alterna con ideas que la superan pero también la complementan. Y es que todo en la biografía de Lady Ottoline parece estar a punto de derrumbarse: un halo dorado y fútil que se resquebraja con el sólido golpe de la realidad.

Lady Ottoline fue mecenas y admiradora de extraordinarios intelectuales de las primeras dos décadas del siglo veinte, especialmente del llamado grupo Bloomsbury (Virginia Woolf, Lytton Stratchey, E.M Foster, Henry James ). Pero a pesar de eso, no hay un recuerdo suyo que no esté impregnado de cierta burla, satirizado por la imaginación ajena. Los testimonios, hechos desde la burla su mayoría, evidencian una afectada visión del mundo que conmueve a la distancia. Ottoline protegió bajo su ala a una generación que se reía de las convenciones y se miraba como una expresión profundamente elemental de tiempo. De manera que, ¿cuál otro gesto podría existir más a tono con el nuevo humor cultural que burlarse de quien proporciona el dinero y la comodidad? La transgresión del absurdo, la temible subordinación al yo social.

La opinión unánime que existe sobre ella es la de una aristócrata venida a menos, una pobre excéntrica marchita que sostenía su imagen obsequiando lo poco que tenía a una generación de artistas que se burlaban secretamente de ella. Imagen trágica y falsa. Porque la verdadera Ottoline, escondida bajo los chismes de pasillo de una época cruel, representó ese último intento del siglo que acababa de morir para comprender al recién nacido siglo XX.

Ottoline no sólo deseaba ser una mecenas, sino la amiga de esos artistas portentosos que admiraba. Aspiraba la belleza, a la antigua usanza, barroca y extraordinaria. En su mansión rural de Garsington, donde se trasladó en el año 1915, empezó a recibir artistas y a llevar a cabo sus grandes escenas añejas de las que tanto se burlaron los artistas a quienes intentaba agradar. La mansión estaba siempre a rebosar de huéspedes y de invitados, a quienes agasajaba con enorme mimo, a pesar de los rigores de la guerra.

Inaccesible al cinismo, intentó enfrentarse a las consecuencias de la guerra y al sino de la existencia de la única manera que podía: con la belleza triste de un siglo crepuscular que acababa de morir. Ottoline luchó contra el desencanto. A pesar de importantes logros durante su vida, como impulsar junto a Roger Fry la llegada del postimpresionismo a Gran Bretaña, se desplomó en el sufrimiento inevitable de sentir que no pertenecía a ninguna parte. Perdió su célebre granja, se mudó a una modesta casa en Gower Street y siguió recibiendo a los desprotegidos desde su pobreza. Lo hizo con la ternura de siempre, con la amabilidad del creyente, aunque ya no había nada en que creer.

Luchó hasta el final por expresar su necesidad de belleza en esa necesidad de evasión del desastre, acogiendo a quienes se burlaron de ella y después la olvidaron para siempre. En su epitafio, escrito por T.S Eliot junto a Virgina Woolf, puede leerse: “Leal y valiente / la más generosa. / Guardaba sin embargo / un espíritu indomable”. Sin duda, una heroína del absurdo, una metáfora casi quebradiza de su propia decisión de trascender. La dualidad del poder, de ese misterioso y perdurable que sólo la feminidad parece conservar.

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