miércoles, 12 de septiembre de 2018

La travesía del placer: el cunnilingus y la frontera de lo esquivo






Unos años después que Cristóbal Colón descubriera América nació un anatomista con quien compartía apellido (y quizás curiosidad) había hecho un descubrimiento en la geografía anatómica que también estaba destinado a reescribir la historia sobre el placer: Mateo Realdo Colombo, ese anatomista del Renacimiento, había dado con el clítoris en el cuerpo de Doña Inés de Torremolinos, su mecenas.

Hasta entonces, el placer de la mujer era un misterio y sus genitales, fuente de temor y desconfianza. Como culpable del pecado original, lo femenino se consideraba lo suficientemente amenazante como para que la ciencia médica lo analizara con enorme reticencia. No sorprende, por tanto, que Colombo enfrentara un juicio inquisitorial por tal descubrimiento y sus implicaciones. ¿Un órgano sexual análogo al pene, todo placer, pero exclusivamente femenino? ¿Podía la mujer disfrutar del éxtasis, a pesar de su pecado original? Por extraño que parezca, las largas deliberaciones en el juicio a Mateo Colombo dejaron claro que lo inadmisible de su descubrimiento era la existencia de un órgano cuyo único objetivo era el placer.

Logró salvar la vida y la reputación a pesar del juicio. Intentó llamar a su descubrimiento anatómico “Dulzura de Venus” (otras versiones lo traducen como “Placer de Venus”), e insistió en que esa región era el “corazón” del éxtasis de la hembra humana. Además, intentó definir el placer de la mujer y comprenderlo no sólo desde la óptica masculina, sino además como atributo individual, tal como señala Yidy Páez Casadiego en Ethos-Episteme-Psyche: ensayos critico-hermenéuticos. Nunca lo logró: su hallazgo no sólo fue escamoteado, criticado y ocultado, sino que además pasó a la historia como una rareza médica, un dato sin mayor importancia. Perseguido y acosado por su propia curiosidad médica, se convirtió en un paria, un desconocido cuyo recuerdo quedó asociado al pecado y no a la ciencia.

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El clítoris era la invitación a un pecado mayor que la Iglesia condenaba directamente y llegó a etiquetar contra ordinem naturae, para describir la osadía temible que podía significar brindar placer (sobre todo uno tan agudo y profundo) al cuerpo femenino. Disfrutar del cuerpo — la lujuria, que entonces describía toda actividad sexual, incluyendo el onanismo — era contradecir a la naturaleza. Mucho más para la mujer, a quien se le prohibía cualquier placer de la carne. La sola idea de que la mujer — considerada un macho defectuoso, cuyo cuerpo sólo tenía por objeto brindar un refugio seguro y temporario al nacimiento de la vida humana — pudiera disponer de su placer a cuenta propia era escandalosa. Peligrosa. Y siguió siéndola durante largos siglos, al amparo del prejuicio y el dogma.

Una y otra vez la Iglesia insistió en que el placer era la puerta abierta hacia el Infierno y que el sexo sólo debía tener como único objetivo la procreación. De tal manera que el cunnilingus (al igual que el fellatio) eran condenadas a viva voz desde el púlpito y llamadas sin disimulo alguno como obras del demonio, convirtiendo quienes incurrían en su práctica en condenados. De hecho, en un texto de Pablo de Hungría se daban instrucciones sobre cuál debía ser el proceder de un sacerdote hacia los pecados de la carne e indicaba que “cuando alguien vierte el semen fuera del lugar especificado para ello” era una rebelión directa contra Dios.

Sin embargo, el cunnilingus ya era práctica común desde la conspicua Roma, a juzgar por los grabados y dibujos que dejan muy en claro que para los romanos — y sobre todo las romanas — el éxtasis sexual través de la caricia intima oral era moneda común. Eso a pesar de que se le consideraba degradante, pernicioso e incluso ilegal. La “caricia más intima” fue motivo de infinidad de piezas de arte que para más asombro — y mayor escándalo de la primitiva Iglesia — no sólo se limitaba a darse entre un hombre y una mujer, sino entre mujeres.

El escritor John Clarke, en su libro Roman Sex, demuestra a través de los murales de Pompeya que para la sociedad romana el placer oral formaba parte de saturnales y otras festividades de corte hedonista. Pero incluso antes, en la patriarcal Antigua Grecia, el cunnilingus también era un placer enigmático. Las mujeres a quienes se les practicaba — y lo disfrutaban — eran consideradas sospechosas. El sexo oral, según Pascal Quignard, “tolerable en los gineceos, en el caso del hombre libre era considerada una infamia a partir del momento en que le crecía la barba”. Es decir: una vez que se hacían responsables de sus actos. Pero con todo y eso se consideraba “delicia divina”. Incluso el emperador Tiberio, conocido por su frugalidad y carácter severo, según crónicas de la época era un defensor asiduo de esta práctica sexual. También en la lejana China, la emperatriz Wu Zetian — quien reinó desde el 690 al 705 d.C. y además fue la única figura de poder femenino en China — exigía a todos los visitantes de su palacio que rindieran sus respetos con placer.

El cunnilingus real se convirtió, entonces, en una práctica cortesana, en una extrañísima visión de lo femenino que domina y a la vez se deja subyugar por el placer.

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¿Es entonces el cunnilingus una forma de reverenciar a la mujer? ¿Es sólo placer? ¿Se trata de una concesión masculina, dentro del estricto orden natural que la cultura y la Iglesia reverenció durante siglos? Tal vez y, en contraste con el temor y la repulsión que los genitales femeninos parecían producir en algunas sociedades antiguas, el cunnilingus sugiere una adoración muy semejante a la que solían profesar antiquísimas culturas por los genitales de la mujer.

Desde el mito de Baubo, la muejr que consoló a Demeter mostrándole su vulva sanadora, hasta la diosa sumeria Inanna — deidad del amor y de la guerra — en cuyos himnos de adoración podemos encontrar versos como “la diosa lanzó gritos de júbilo por su vulva, tan hermosa de contemplar, y se felicitó a sí misma por su belleza”, el símbolo del placer de la mujer, sanador, rutundo y salvaje, queda en el mismo lugar. “Mi vulva, el cuerno, la Barca Celestial llena de deseo como la joven luna” puede leerse en las invocaciones a Inanna.

¿No será entonces el cunnilingus una celebración inconsciente y biológica de esa sabiduría misteriosa que también se le atribuía a los genitales de la mujer? ¿Quizás una celebración de la libertad a través del vientre de la diosa — esa que cada mujer representa — y, sobre todo, una manera de asumir el poder del placer como redentor?

La idea parece contradecir directamente la noción que durante siglos consideró el sexo oral como repulsivo, como una práctica salvaje que incluso vulneraba la naturaleza humana.

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El poder apotropaico del genital femenino preocupó lo suficiente a la Iglesia primitiva como para aplastar a la mujer bajo el yugo de un dogma elemental. Muy atrás quedaron las imágenes de las misteriosas Sheela-na-gigs — esas pequeñas esculturas de mujeres que se abrían la vulva con las manos y eran consideradas sagradas — y los cultos que consideraban a la vulva y al placer de la mujer símbolos de prosperidad.

Pero el cunnilingus continuó practicándose a pesar de eso (o, quizás, justamente por eso) y considerándose sagrado en diversas culturas, en especial en Asia, donde el Yoni era venerado como creador.

La diosa que exige placer y lo recibe, la mujer que expresa en el delirio sexual un tipo de poder que retrotrae a una creencia tan antigua como orgánica, vive ese placer creador. La historia da muestras de esa noción del placer y de que el misterio femenino es más perdurable de lo que suponen quienes la censuran. A pesar de que el viaje de Colón — el anatomista, no el navegante — tuvo un final atropellado, ese territorio de los femenino que descubrió continuó desbordándose por encima de los límites de la historia oficial.

Rosas, triángulos, flores exuberantes coloreadas y pintadas con enorme mimo por manos masculinas llenan los lienzos más famosos de la historia. Los símbolos de lo femenino — aquella “dulzura de Venus” — siguió mostrándose entre disimulos y sonrisas, pero sin perder su valor. La travesía erótica del olvidado Colón quedó en cientos de pequeños símbolos desconcertantes. Como recuerda Gloria Steinem, a partir del libro de Mithu M. Sanyal Vulva. La revelación del sexo invisible: “La forma que llamamos ‘corazón’ — que en su simetría se parece mucho más a la vulva que al órgano asimétrico cuyo nombre lleva — es probablemente un símbolo remanente del genital femenino. Siglos de dominación masculina lo han despojado de su poder y reducido al romanticismo”.

Un corazón que muestra no sólo la emoción más pura, sino la invitación más secreta de la mujer salvaje, de la diosa primitiva que se abre para proteger y disfrutar desde el “corazón” del placer femenino que a pesar de siglos de silencio continúa palpitando con exacta energía, como símbolo perenne de un tipo de poderosa libertad.

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