lunes, 4 de septiembre de 2017

Lo erótico como alegoría: Todo lo que deberías saber sobre los “Diarios” de Anais Nin.





Escribir es esencia, recordar. También es una forma de tránsito de la memoria, una mirada obsesiva. Y Anaís Nin lo entendió muy bien: era una escritora compulsiva. Que estaba obsesionada por escribir sobre todo y desde todas las perspectivas, siempre. Una visión sobre la escritura fundacional, que abarcaba todas las ideas y todos los momentos. Una necesidad tan desesperada de narrar — contar, describir, desmenuzar la realidad en cientos de pequeños fragmentos cada vez más complejos — como de atesorar el mundo en intrincados párrafos. Porque Anaís no había nada que no pudiera ser contado, que no mereciera formar parte de una narración mucho más grande y elaborada. Todo debía ser apuntado, recordado, utilizado como parte de un presente continuo, de una memoria enorme que se extendió a lo largo de toda su vida.

Pero además, Anaís estaba obsesionada por lo prohibido. Lo estuvo desde niña y continuó estándolo hasta convertirse en una escritora reconocida, símbolo de la nueva feminidad. Más que obsesionada, Nin parecía determinada no sólo a romper cada regla moral y ética sino además, hacerlo bajo la necesidad de crear una reacción inmediata. Porque Anaís era contestataria y contradictoria, una rebelde originaria que en algún momento de su vida asumió el poder de enfrentarse a lo obvio como una forma de placer, como una recreación de sus caprichos más privados. Pero más aún, Anaís sabía que debía rebelarse por derecho a la independencia espiritual, por existir más allá del estereotipo que la cultura insistía para la mujer de su época. Para demostrarse así misma la capacidad de construir idea y sobre todo, el valor de persistir en los principios personales. Una vuelta de tuerca a esa interpretación de escribir para comprender el mundo: Anaís escribía para crear el mundo, para hacerlo real, para hacerlo posible. Para disfrutar de él.

Tal vez por ese motivo, su vida fue un continuo escándalo: desde su producción literaria — criticada y admirada a la vez — hasta su vida privada — relaciones prohibidas, arrebatos pasionales incomprensibles para la sociedad que le tocó vivir — Anaís Nin pareció predestinada al exceso. Una y otra vez, Anais repitió la fórmula: la de vivir a plenitud a pesar de las convenciones, enfrentándose a ella siempre que podía y de todas las maneras que era capaz. Y una y otra vez, reinventó el mito: el de sí misma, el de su obra, el de su vida incomprensible. Armó con piezas cada vez más filosas el mapa movedizo de su visión del mundo.
También se dice que Anaís Nin e convirtió en escritora sin saber que lo hacia, a través de ese escándalo perpetuo, de ese escenario siempre en transformación que era su vida. Una afirmación un poco injusta, para una mujer que escribía por pasión, por vocación e incluso, por la excusa pragmática del dinero. No obstante, esa noción de la escritora que surge por accidente — que se mira así misma a través de las palabras y a quien las palabras sirven de reflejos — parece provenir de su infancia marcada, herida. Su padre, pianista y compositor, la abandonó a ella y su madre cuando la futura escritora contaba con once años y el escritorio la marcó para siempre. Tanto, que su primer acercamiento a la palabra fue una carta durísima y profundamente adulta a la figura del ausente, al dolor de la ausencia y aún más desconcertante, a esa búsqueda del dolor por el dolor — la satisfacción y el placer — que sostuvo su obra durante toda su vida. Y es que Anais no encontró mejor manera de exorcizar el dolor que escribiendo: haciendo el sufrimiento real, batallando con la palabra a través de la palabra, con la Anais de la hoja que parecía en ocasiones ser más fuerte y poderosa que la que habitaba fuera de ella. Fue durante ese proceso de lucha y reconstrucción, de elementos perdidos y encontrados en la escritura, que nace lo que se considera la obra esencial de la escritora: Sus detalladísimos diarios. El mundo que Anaís creó a su medida.

“Diarios” de Anais Nin recoge la vida de Anaís, pero también de esa perpetua transformación del personaje que fue a través de la reinvención de la palabra. Porque la Anaís de las palabras, podría o no existir, podría o no ser real, podría o no ser tan libre como los Diarios pregonan, pero si al menos, tener el poder de cautivar la imaginación. Con una intrepidez deslumbrante, Anaís recorre los parajes de su vida desde la periferia, los elabora, los mira a la distancia y se permite no sólo analizarnos desde una reflexión profundamente dura — para Anaís no hay términos medios ni mucho menos matices — sobre la identidad, el sexo y la independencia. Porque Anaís no es simple ni pretende serlo: la complejidad del personaje que creó para si misma desborda la simplicidad del paisaje de su imaginación, se entrecruza con una serie de ideas más o menos elementales que se enhebran en algo más profundo. Y es Anaís todas las veces, la muchacha que añora al padre, la que lo ama con inocencia y después con devorador deseo, la que teme, la que se atreve. La tímida, la furiosa. La siempre tuvo la necesidad ingobernable de gritar y reír a todo pulmón, de asumir el riesgo de vivir a su medida.

Se ha dicho que “Diarios” es una obra pomposa y edulcorada. No obstante, la escritora, que comenzó la obra como un monólogo interminable y lo terminó como una serie de miradas abrumadoras sobre lo que el sexo puede ser — y es — y la aspiración de la pasión, logra a través de esa poesía velada, algo totalmente nuevo. Anaís, que no sabía que era escritora pero lo era, que narraba por necesidad y compulsión, encontró en medio del caos existencialista algo tan profundo como perenne, tan furioso como único. La voz de la escritora muta, se transforma, se hace dolorosa y después, tan amplia que parece abarcarlo todo, la hembra fundacional y esencial. El deseo primitivo. Porque para Anaís, el sexo era el limite entre la cordura y el deseo, entre la belleza y el dolor. Entre el mundo por conocido y el que se extiende más allá del temor.
“Diarios” de Anaís Nin es una obra que se extiende durante décadas de la vida de la escritora y narra, con su estilo peculiar — entre la dulzura y la honestidad ramplona — las escenas más perturbadoras y sugerentes de una vida irreverente. Desde su romance con Henry Miller, su interludio Incestioso con Joaquin su padre y también su apasionado romance con June, la esposa de Henry, los relatos de Anaís parecen recorrer tierra prohibida y movediza, asumir la osadía de su propio deseo y lujuria como pequeños fragmentos de ideas desordenadas. Pero para Anaís, lo erótico no se trata solo de una manera de concebir lo sexual, sino una interpretación completa del mundo. Párrafo a párrafo, la escritora cuenta el mundo desde el deseo, lo re dimensiona para abrir una brecha entre esa comprensión de lo sexual y lo primitivo. Una idea que le acompañaría durante toda su dilatada carrera como escritora y definiría su obra.

“Vino Henry. Me senté en el sofá y, en voz baja, le hice mis reproches, una larga acusación (…) Y me tendió en el sofá y me tomó sencillamente, con una mezcla de hambre y ternura, deteniéndose para decir: ‘Dios mío, Anaïs, ¿no sabes cómo te amo?’”, cuenta Anaís sobre su romance con Henry Miller. Lo idealiza, lo hace exquisito, casi delicado. En el pequeño recuadro de su vida, no parece existir un lugar para la realidad común. Las alegorías, la simplicidad, el autodescubrimiento parecen devenir, erosionar lo bello y lo feo para conservar sólo lo absurdo, lo impensable. La raíz misma del dolor y la pasión.

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