jueves, 7 de septiembre de 2017

El invisible miedo colectivo: ¿Por qué la visión sobre la violencia de “Taxi driver” de Martin Scorsese continúa vigente?





Han transcurrido cuarenta años desde que un taxista inquietante recorriera Nueva York y cambiara el cine — o al menos, el pulso entre el cine y la realidad — para siempre. En 1976, Taxi Driver escandalizó y aterrorizó a partes iguales para sentar las bases de un nuevo tipo de creación cinematográfica más cercana al dolor y a la filosofía del miedo urbano que a la idealización del medio. Con guión de Paul Schrader, la impecable cinematografía de Michael Chapman y la explosiva capacidad de Martin Scorsese para analizar el dolor y el desarraigo desde la violencia, la película se convirtió en un hito inmediato y en una descarnada visión de la soledad moderna que aún asombra por su durísima propuesta.

Además, la película ha envejecido lo suficientemente bien como para que se haya vuelto un tradición fílmica, asumir la transformación de la Nueva York en casi cuatro décadas y las consecuencias de esa evolución a través de imágenes emblemáticas. La película reflejó no sólo las transformaciones evidentes de la cultura norteamericana sino que la transformó en un símbolo de amargura y dolor: Travis Bickle (interpretado por un Robert de Niro en estado de gracia) simboliza el descarnado sufrimiento de una época llena de cicatrices y angustias existencialistas transformadas en un anuncio de la caída en el desastre. Insomne ​​ex marine, traumatizado por Vietnam, vaga por una Nueva York confusa y sombría. Un recorrido por los infiernos que crea una alegoría sobre el dolor y la soledad de nuestra época de enorme crudeza.

Por supuesto, de la mano de Scorsese lo que podría haber sido un recorrido sórdido por una ciudad desconcertante, se convirtió en una visión dual sobre la moral y una perspectiva de la violencia carente de cualquier preciosismo. Del director se ha dicho de todo: se le ha llamado genio casi la misma cantidad de veces que se le ha acusado de obsceno e incluso perverso. Y es que tal pareciera, que ni crítica ni público parece ponerse de acuerdo aún, sobre cuál es ese elemento que hace la filmografía de Scorsese no solamente extraordinaria a nivel visual, sino conceptualmente contundente. Porque Scorsese, como creador, insiste en asumir su lenguaje fílmico como una mezcla desconcertante de elementos que se complementan unos a otros para crear un producto visual único: Desde la ultraviolencia a la delicadeza, lo onírico a lo dolorosamente bello, ninguna expresión creativa parece ser ajena a la aguda percepción de Scorsese. Tal pareciera que su discurso de hecho, se basa en contradicciones, en visiones disímiles y lo que resulta más asombroso, en extremos que en ocasiones llegan a tocarse para crear algo totalmente nuevo.

Sin duda por ese motivo se le ha llamado “El director definitivo de nuestro tiempo” lo que no hace por supuesto, más comprensible o mucho menos accesible. Es junto a Clint Eastwood, el director más respetado de EEUU y quizás, debido a esa celebridad, es que su larga carrera como director parece confundirse con su visibilidad como personaje del mundo del espectáculo. Nada más lejos de la verdad: Scorsese, como director es un autor poliédrico, temperamental y sobre todo, esencialmente experimental que ha sabido cuando construir una nueva perspectiva de su visión y más aún, cuando recomenzar, desde un punto indefinido entre la propuesta y la percepción visual, desde un punto ciego. Su prolongado trabajo cinematográfico es de hecho, una interpretación profunda sobre la capacidad del Scorsese artista para replantearse su trabajo en múltiples formas, no sólo a través de un lenguaje fílmico estandar, sino a través de esa aspiración del Scorsese director por construir algo novedoso cada ocasión.

Niño prodigio de la llamada generación del New Hollywood (formada por Coppola, Spielberg y demás pandilla de pioneros de una nueva visión del cine en plenos años setenta), Scorsese es el que sin duda ha sabido construirse una imagen a su medida, una impronta de rebeldía que a diferencia del resto de sus compañeros de generación, le ha permitido crecer y madurar de una manera por completo original. Tal vez por todo lo anterior, Scorsese rechaza cualquier clasicismo en su propuesta: lo suyo es una necesidad casi metódica de destruir para construir. Y es con “Taxi Driver” donde ese Scorsese joven, recién salido de las calles para tomar la cámara, asume no sólo lo que será reconocido después como su identidad fílmica, sino además muestra el pulso firme y enriquecedor de una visión cinematográfica única. Una impronta concreta que a partir de entonces, se convirtió en su elemento más reconocible.

Se suele decir que la película “Taxi Driver” nació de la casualidad. Todo comenzó cuando Brian De Palma le presentó a Scorsese a un jovencísimo Paul Schrader, por entonces ya guionista reconocido en ciertos ámbitos del Hollywood independiente. El que sería más adelante un famoso director, era a pesar de su juventud, todo un personaje por derecho propio: hijo de un estricto hogar calvinista, solía contar que hasta los diecisiete años no pudo ver una película. Pero cuando finalmente logró hacerlo, se convirtió casi de inmediato en un cinéfilo empedernido y un escritor de y sobre cine que asombró por su perspicacia e inteligencia. No es de extrañar entonces, que entre el juvenil Scorsese y el Schrader obsesionado con el cine, naciera una amistad derivada de la misma pasión casi eufórica por el cine.

Schrader era un escritor obsesionado con la violencia extrema y el renacimiento desde el dolor. De hecho, el guionista llegó a decir que concibió “Taxi Driver” luego de derrumbarse en la locura. Por semanas y postrado en un estado maníaco depresivo tan profundo que insiste apenas recordar, el escritor deambuló por Los Ángeles, siempre al borde del desastre, borracho y drogado hasta límites suicidas. Finalmente llegó al borde mismo de la autodestrucción y fue recluido en un Hospital de la ciudad, luego que colapsara en plena calle y estuviera agonizando por casi seis horas antes de recibir atención médica. Cuando se recuperó, el guionista cuenta que la historia de Travis Bickle ya estaba escrita en su imaginación. Escribió durante días seguidos, casi sin comer y desde luego sin volver a beber, hasta que escribió lo que llamó “Una oda al síndrome absoluto de la soledad Urbana”. Cuando culminó el guión Schrader había recuperado la cordura y el control sobre si mismo. Además, tenía entre sus manos lo que sería probablemente la mejor película de la década.

Conocida la historia, Scorsese no tuvo duda que sería probablemente la película fundacional que marcaría en lo sucesivo su estilo de hacer cine. El largo trayecto hasta su creación, incluyó una larga selección de actores para el personaje de Bickle, hasta que el director impuso, casi por insistencia, al actor Robert De Niro, que acababa de ganar el Oscar al mejor actor de reparto por el Padrino II. El actor aceptó de inmediato y cuenta Scorsese que desde el primer ensayo, supo que De Niro no solamente encarnaría mejor que nadie al perturbado taxista neoyorquino, sino que de hecho, una parte azarosa y violenta del actor se identificaba plenamente con el personaje. El rodaje de hecho, estuvo lleno de tensiones y pareció que la historia cobraba vida no solo ante las cámaras sino detrás de ellas: la filmación se llevó a cabo durante una brutal ola de calor en Nueva York. También, se llevaron a cabo métodos desconcertantes para complacer la visión artística del director: Por ejemplo, el taxi que tantas secuencias conduce Travis fue casi desguazado para obtener algunas impresionantes tomas desde su interior. También, algunas de las escenas se llevaron a cabo en las horas de mayor calor, lo que brindó una atmósfera tensa y agotadora al metraje. Y es que Scorsese sabía que creaba un hito en su carrera como director. Tal vez, hasta llegó a pensar rozaría con esta dura visión sobre lo urbano y el dolor de los marginados, algo más exceso que la simple propuesta cinematográfica.

Tanto Scorsese como Schrader insisten en que la película bebe de todo tipo de referentes. Probablemente es cierto, pero resulta evidente que esa soledad descarnada y destructora del hombre al límite de la cordura es deudor inmediato de obras como Con ‘Memorias del subsuelo’, la obra maestra escrita por Fiódor Dostoyevski en 1864, y ‘Falso culpable’ de Hitchcock del 1956. Cual sea la fuente de inspiración directa, tanto director como guionista crearon una durísima visión sobre la desesperanza, el dolor y la angustia existencia que aún asombra, a pesar de los treinta y años transcurridos desde su estreno. Más aún, una visión cinematográfica que refleja de manera fidedigna el absurdo de la existencia, esa arrogancia del hombre moderno sobre su limitada visión de la verdad y el futuro, e incluso una fragmentada visión sobre si mismo. La obsesión, la furia y la violencia esencial de Travis Brickle parecen simbolizar la visión del director sobre la calle, la angustia del yo fugitivo, la soledad elaborada a través de ideas muy concretas. Nada humano, parece serle desconocido a este Scorsese en estado de gracia, a este guión tramposo que se desliza lentamente en los orígenes del dolor, del aislamiento y algo tan definitivo como la incomprensión del hombre de su propia naturaleza.

La cámara sigue a Travis Bickle con una metódica y obsesiva mirada que parece resumir su visión sobre el mundo que le rodea, su profundo animadversión hacia la ciudad e incluso hacia sí mismo. Scorsese lo filma todo una puesta en escena lenta, serena, objetiva pero muy dura, casi asfixiante. Y es que el director, lo observa todo, es la voz de la conciencia, pero no juzga. La historia avanza, haciéndose cada vez más angustiosa, alucinante y demoledora. Es entonces cuando Scorsese insiste, tenaz e inevitable, en mostrarnos el mundo de Travis Bickle con limpia crudeza. Con un ritmo y montaje considerados casi perfectos y una técnica cinematográfica que desborda un cuidada planificación y montaje, el personaje deambula ya no solo en la Nueva York inhóspita, agresiva, llena de peligros, sino en los recovecos de su propia mente, en su lenta caída a los infiernos. Más allá, el director cómplice lo observa, quizás le comprende, quizás le brinda incluso sentido a esa furia devastadora de Travis por momentos contenida pero que finalmente, llegará a purgar. Y es allí, en la conclusión absurda, cuando la mirada de Scorsese se hace mucho más personal. Por momentos no hay diferencias entre el personaje y el director. La cámara observa, siempre benevolente y al final, pareciera que el Scorsese artista se regodea de su existencia: un creador que admira a su criatura e incluso, llega a brindarle en sus últimos momentos, una cierta y desconcertante dignidad.

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