lunes, 11 de septiembre de 2017

Kafka y el misterio: La libertad de la palabra y otros enigmas.







Escribir es la máxima medida de la soledad, dijo en una ocasión Oscar Wilde. Y lo es por la capacidad del oficio para crear mundos interiores de enorme complejidad. Una percepción sobre los espacios profundos y temibles de nuestra mente que se manifiestan a través de la palabra. Tal vez por ese motivo, la mayoría de los lectores, suelen conocer a Franz Kafka sólo por su célebre “Metamorfosis”, un homenaje simbólico al desarraigo y la soledad. Como si el mundo intelectual y literario de escritor pudiera resumirse desde el inquietante despertar de su personaje más conocido y emblemático. Además, la apoteosis de Gregorio Samsa suele parecer indefectiblemente unida a la idea de Kafka tristón, Kafka melancólico. El hombrecillo extraño que escribió para sí mismo por casi dos décadas y que alcanzó la celebridad de su muerte. De manera que Kafka — su historia, la noción de su existencia — siempre parece disolverse entre sombras, confundirse entre medias verdades. Entrelazarse con una idea profunda y extraña que parece aplastar a la figura real.

Pero Kafka es mucho más que un estereotipo simple del escritor atormentado. Mucho más que un conjunto de tópicos. Y quizás allí reside su singularidad, su poder de evocación. Porque Kafka, autor y creador de angustiado amor a las palabras, va más allá de la pericia literaria, del que se considera su mejor relato, de su mito personal. Kafka es un elemento de ruptura, un hombre capaz de invocar los demonios y dolores de una visión del tiempo y de si mismo que sacude cualquier definición. Extravagante — tanto como sus historias -, solitario — tanto como su mito — era también un hombre que escribía para sobrevivir emocionalmente. Que lo hizo, sin saber a donde le conduciría esa noción de escribir por puro deseo, por un instinto irrevocable de crear. Y es la sinceridad de Kafka lo que desarma: no escribió para ser publicado, admirado, querido, comprendido. Escribió porque lo necesitaba, porque la audacia de escribir lo salvó de escritorios lúgubres y oficinas silenciosas. Porque escribir fue su mayor acto de rebeldía, su mayor visión del antes o después. Porque además, comprendió a través de la escritura que existe un dolor que sólo puede ser consolado a través de la creación, un hilo que hilvana y une las puertas interiores hacia una idea extraordinaria de si mismo, de una pena capital y silenciosa sobre su soledad. Una agonía silenciosa, una búsqueda inclemente de individualidad.

Quizás por ese motivo, más de una vez se ha dicho que Kafka no escribía bien o que sus historias carecen de sentido. Tiene críticos enconados, que disfrutan destrozando la red de intrincadas conexiones de sus obras para encontrar el punto en blanco. Pero no es suficiente. Porque en Kafka — en Kafka — la contradicción era más evidente que en cualquier otro escritor y quizás, de allí proviene su triunfo. La idea que hilvana hilo tras hilo, que elabora pensamientos e ideas sobre lo que la búsqueda de la palabra puede ser. Y es que Kafka no puede ser leído como una letanía incesante, como una historia que se cuenta bloque a bloque. Que se enarbola como un arma contra el tedio, la angustia y la desazón.

Pero claro está, para Kafka — atormentado y vital, sobreviviente a sus propios dolores y a la ingravidez liberadora — la escritura lo era todo. Y por eso era silenciosa, discreta. La escritura intimida, la reconstrucción elocuente de cada pieza de su mente en una estructura que podía tambalearse — de hecho, lo hace — y que se sostiene con dificultad sobre su pragmatismo. Porque si algo era Kafka, era un gran observador. Y esa pericia de mirar y construir elementos de comprensión, a través de la literatura y gracias a la palabra, fue un pequeño prodigio que Kafka descubrió quizás por azar, en esa faena inaudita de encontrar el origen de su deseo de narrar y más allá de eso, el hecho evidente de por qué deseaba hacerlo. De modo que Kafka narraba. Lo hacia de manera lineal, descubriendo y desmenuzando la realidad en lo que veía y en lo que imaginaba. Entre ambas líneas tortuosas, encontró un punto medio de pura incertidumbre.
Porque Kafka era inclemente consigo mismo y lo que contaba. Por ese motivo, no se conforma con la realidad, no en la búsqueda de evasión, sino en la necesidad de crear y levantar murallas que invadan la realidad y la cerquen hasta crear algo nuevo, distinto. Siempre sofocante. Kafka que construye amor, que se hace preguntas y cuestionamientos sobre lo bello y lo feo, que asimila la idea de la realidad con una lentitud de pesadilla, que asume el poder de describir antes de elucubrar. Y aún así, hay un enorme paisaje de desconcierto que Kafka llena de belleza, de dulzura, de algo parecido al terror y a la angustia, pero que no llega a serlo por completo. La ternura que invade, el dolor que ciega. El miedo que se insinúa.

Algo tendrá de ese dolor a ciegas tendrá que ver con su vida, por supuesto, pero no como lo imaginamos. Nunca semejante al absurdo mito que lo describe únicamente melancólico y destrozado por la angustia y la desazón perpetua. Kafka era un hombre que amaba el mundo lo suficiente para incluirlo en ese reducto duro y obsesivo de sus palabras, para disfrutar de esa noción del ser o no ser, a través de la palabra y construirla a partir del deseo. En realidad, Kafka era un hombre distinto, pero no precisamente por su debilidad sino por su fortaleza: con su metro ochenta y dos centímetros de estatura, era un gigante para los judíos de Praga del siglo XX, que apenas alcanzaban el metro sesenta. Una singularidad pura que quizás le permitió comprenderse desde la diferencia antes de la igualdad. Como su Gregorio Samsa, Kafka miraba el tiempo transcurrir entre su infinita rareza, en esa sobre su cuerpo y su individualidad que parecía construir un tercer ojo, una predicción violenta sobre el futuro. Y Kafka seguía escribiendo, creando, inagotable. Sin que nadie lo sospechara, sin que nadie le importara en realidad esa necesidad inmediata de crear y construir ideas. Creaba por necesidad antes de por cualquier otra cosa. Y sobre todo, por encontrar esa brecha invisible entre la realidad pragmática y esa otra que habitaba en su mente, tan lejana e inaudita para cualquiera menos para su autor.

Tal vez por ese motivo, sus cuentos sorprenden por su habilidad para describir al verdadero Kafka. Al poderoso, al extraño, al individual. Al rebelde. Según su biógrafo Reiner Stach, Kafka tenía una motocicleta y jugaba tenis. Le agradaba hacerlo además, bajo el sol y en compañía femenina. Había poco que ocultar en Praga, más pueblo que ciudad y sobre todo, cuando las distancias era el perímetro de la identidad. Kafka, además, era famoso por su amor a los burdeles, a los bares, a los lugares oscuros pero no precisamente dolorosos de esa esfera de la realidad donde permanecen y existen los marginados. Pero Kafka — que lo era, claro está — no se conformó con eso y como en sus cuentos, habla y dibuja una realidad distinta, una visión elaboradísima y fuerte sobre la realidad que nunca podría haberla creado el hombre melancólico y tristón que la cultura popular insiste en imaginar.

Con toda seguridad, eso fue lo que percibió su amigo Max Brod, traidor y responsable que Kafka sobreviviera a su muerte. Percibió esa interminable estructura de parajes imposibles. De ideas asombrosas contenidas en palabras y mundos inimaginables por su sencillez y pureza. Porque Brod supo encontrar la contradicción entre el Kafka que conoció y el que leyó, el mismo que le pidió quemar su obra, el mismo que había visto correr bajo el sol, lleno de una vitalidad de hombre singular, de creación absurda. Y fue Brod que recuperó del absurdo esa paradoja del Kafka real y del Kafka imposible, para heredar al futuro un hombre que supo mirar el mundo, criticarlo, destrozarlo, embellecerlo pero sobre todo, supo comprenderse a través de él.

Por una traición, entonces, Kafka pasa a la posteridad. Por una traición pasa a formar parte de la pléyade de escritores que crean la belleza y lo hacen desde un dolor indefinido y peregrino. Quizás por ese motivo, el magnífico artículo de Manuel Vilas sobre Kafka interpreta a Kafka no desde su brillantez, sino de ese claroscuro lento y extrañamente hermoso que define toda su obra. Según cuenta Vilas, cuando se le preguntó a Ernesto Sábato las relaciones entre Borges y Kafka, el escritor respondió: “entre Borges y Kafka existía la misma relación que puede haber entre un brillante fuego de artificio que ilumina el cielo y el incendio de un orfanato.” Como si Kafka fuera todo resplandor divino en medio de la sordidez y su obra, el símbolo máximo de esa ternura aciaga en medio de la percepción sobre lo que nos atrae y lo que nos desconcierta. Una pieza rota a mitad de un trayecto desigual. Una visión entre fragmentos de una realidad mucho más amplia y dolorosa.

Y que antes que otra cosa, Kafka fue un solitario. Un hombre que aspiro a la belleza. Pero también a la oscuridad. Quizás allí resida su encanto. O lo esencial en su obra. Una noción sobre esa dualidad perenne en cada uno de nosotros. En ese desgarro existencial del que todos somos parte.

0 comentarios:

Publicar un comentario